Era un matón que siempre traía el pie hundido en el acelerador. Si
no tenía cómo ni en qué gastar la energía de ese polvo vitamínico ni
forma de quemar su adrenalina, se ponía a barrer: barrerlo todo, su
cochera y la banqueta, la del vecino, la de enseguida y toda la cuadra,
regar las plantas de los jardines propios y cercanos.
Un día llegó preguntando al hombre que vivía junto a su casa, que si
sabía de unos pendejos que habían ido a procurarlo. No, nada. Y él solo
se contestó, Es que vinieron y andaban investigando o no sé qué, y
dijeron que me estaban buscando. Al día siguiente salió en los
periódicos que dos jóvenes habían sido muertos a tiros a la vuelta del
barrio.
Había sido él. Ya ve, para que sepan con quién se meten estos hijos
de su puta madre. Los ubiqué y hasta supe para quién trabajaban. Los
atoré a los batos. Eran dos pero les gané el jalón. Antes les saqué la
sopa, claro. Y pum pum les di fierro a los culeros. Ya ve, ahora están tiesos y yo platicando.
Su familia sabía en qué andaba. Por eso la esposa, una mujer
agradable y monumental, tomaba distancia cuando su esposo llegaba con
amigos para tratar asuntos de negocios. Tipos de mirada enturbiada y
paso marino. Voz lerda y trastabillante. Tomaba de la mano al hijo de
ambos, un bien educado e inteligente morro de siete años, y se iban de
ahí. Volvían cuando aquel remolino de tufos letales se disipaba.
Era más fácil que olvidara las llaves de la casa o del carro, la
cartera, su credencial de elector, los papeles para algún trámite, sus
dos celulares o el radio Nextel. Lo que no olvidaba era su Glock
automática. Siempre surtida, el cartucho cortado, tres cargadores
igualmente abastecidos: un guerrero del asfalto con el falo parado y el
tiro arriba.
Siempre ondeado, siempre arriba con esos viajecitos de tres rayas y
en fila pa’que amarre. Un buen trago de Tecate. La roja porque esa es
para hombres. Con tres esnif “se hace la machaca”. Si no tenía jale debía inventarse qué hacer pero ya. Si no, iba a salir corriendo, tratando de deshacerse de todo: huir de sí mismo.
Cuando le avisaron que iban tras él se sintió chingón. Que vengan,
aquí los espero. Igual me la pelan. Limpió su Glock y revisó su
abastecimiento y pertrechos. No pensó que igual lo iban a agarrar
mientras estaba en un restaurante, aunque pusiera el fierro sobre la
mesa, o cuando se trasladaba con su familia en la camioneta.
Por el retrovisor vio que dos carros se apuraban en la fila. Vienen
por mí. Lo dijo en voz alta y trató de huir pero los vehículos de
adelante y estacionados lo encajonaron. Bajó y corrió. Luego los
rafagazos. A un lado, el niño gritaba por su madre, ya muerta.
Preguntaba, anegado, por qué no me mataron a mí. ¿Por qué?
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