MÉXICO,
D.F. (Proceso).- La satanización de la droga en las últimas cuatro
décadas ha generado más dolor y muerte que su consumo en ese mismo
periodo. La prueba más contundente es el horror que –como un lugar común
de su prohibición– vive desde hace siete años México. Esa satanización,
como todas las grandes satanizaciones que ha vivido la historia y que
han generado violencias inauditas, es fruto de una intoxicación
puritana que carece de sustento en la realidad.
La
droga, un poder de la naturaleza, siempre ha estado allí. Ha acompañado
a la humanidad a lo largo de su existencia y ha tenido siempre un
lugar, generalmente sagrado, en las sociedades.
Pensemos en el hongo, en
el peyote, en la misma mariguana de las culturas amerindias; pensemos
en las exploraciones interiores que su uso permitió no sólo en el arte
–Baudelaire, Michaux, Artaud, Paz, Castaneda, Huxley, Ginsberg–, sino
en la salud –los usos terapéuticos en los cancerosos terminales que
realizó Stanislaf Groff con LSD, o la manera terapéutica con la que Iván
Illich utilizó el opio para afrontar su enfermedad, o las decenas de
enfermedades que la mariguana puede curar.
Los misterios de Eleusis, esa
fiesta iniciática de la Grecia antigua dedicada a Deméter, tenían en su
centro un brebaje que permitía ver la verdad.
En un libro
espléndido, Camino a Eleusis (FCE, 1993), el químico sueco Albert
Hofmann, el etnobotánico estadunidense Gordon Wasson y el filólogo A. P.
Ruck, también estadunidense, fueron en pos de ese brebaje.
Encontraron
que su constitución podía haber sido fruto del hongo del cornezuelo que
crece en algunos cereales y produce la enfermedad del ergotismo –“el
fuego de San Antonio” o “el fuego del infierno”–, que azotó duramente a
los pobres en la Edad Media. Según ellos, una de sus partes, la amida
del ácido D-lisérgico (LSA) –un precursor de la dietilamida del ácido
lisérgico (LSD)–, responsable de las alucinaciones del ergotismo que
concluían con la gangrena y la muerte, fue aislada para producir el
brebaje. Encontraron también que probablemente la profunda alegoría de
“la caverna de Platón” (Libro VII de La República), quien alguna vez en
su vida participó de esos misterios, fue fruto de la experiencia con la
pócima de Eleusis.
Si esto es verdad, toda la metafísica de
Occidente, incluyendo la interpretación que permitió comprender de
manera filosófica las experiencias de la mística cristiana, nació de un
“pasón”.
No veamos en esto una puerilidad. La droga es, como he
dicho, un poder, como el átomo, como el alcohol. Por ello, sociedades
más ricas espiritualmente que la nuestra la exploraron, la dominaron y
le dieron un lugar sagrado al cual sólo podía accederse de manera
iniciática y acompañado de un guía. La droga, decía Baudelaire, es una
manifestación de nuestro amor por el infinito. Es también, y por lo
mismo, decía Octavio Paz, repugnante para mentalidades prácticas y
puritanas, que la califican de nociva y antisocial porque desvía al
hombre de sus actividades productivas.
“La condenación de las drogas por
causa de utilidad social podría extenderse (y de hecho se extiende) a
la mística, al amor y al arte (…) De ahí que, en la imposibilidad de
extirparlas del todo, se trate siempre de limitarlas”, y a veces, como
en las sociedades totalitarias, de perseguirlas. Para ciertas
mentalidades moralinas, la droga como dadora de visiones no es menos
repugnante. Sin embargo, ésta nunca ha querido ser un sustituto de Dios,
sino una exploración química de lo sobrenatural, una aproximación, como
otras tantas técnicas, al insondable lago de la trascendencia.
En
nuestras sociedades, cada vez más complejas tecnológicamente y cada vez
más empobrecidas moral y espiritualmente, ese poder, tocado por el
dinero y el mercado, se ha convertido, por desgracia, en una
monstruosidad: un negocio de imbéciles y un escape laberíntico y sin
dirección frente a un mundo cada vez más cerrado y enfermo de sí mismo.
Lo sabía María Sabina –la sacerdotisa del hongo– cuando frente al boom
del jipismo dijo en una entrevista: “Desde que el hombre blanco tocó el
hongo, el dios dejó de estar en él”. Lo reitera también, como una amarga
puerilidad de nuestro tiempo, uno de los argumentos con el que se busca
regular la mariguana: “su uso recreativo”.
No sé si algún día la
droga podrá recuperar un sitio sagrado y profundo. Es improbable. El
dinero –“el excremento del diablo” (Papini); “la sangre del pobre”
(Bloy)– ha podrido todos los ámbitos de la vida humana. Sé, sin embargo,
en honor a la verdad y a la vida de miles de jóvenes que la están
perdiendo bajo una política de drogas prohibicionista, persecutoria y
violenta, que es posible volver a establecerle un lugar sano y acorde
con las libertades, colocándola bajo las regulaciones legales del
mercado y del Estado, y generando campañas educativas sobre su lugar en
la historia, sus efectos y sus consecuencias.
Regular la droga y
educar con respecto a ella no es sólo una manera de proteger a nuestros
jóvenes del horror de la violencia que su prohibición y persecución ha
generado, es también una manera, cada vez más necesaria, de contribuir a
la paz y a la dignidad que hemos perdido en medio de una de las guerras
más imbéciles de la historia.
Además opino que hay que respetar
los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos,
derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de
las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San
Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises
Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la
guerra de Calderón.
Análisis publicado en el número 1933 de la revista Proceso.
/25 de noviembre de 2013)
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