Ella está desesperada. El
teléfono suena y ella pegada a la bocina. Suena otra vez. Así pasa varios
segundos hasta que se oye una voz. Y entonces ella suelta el aire y se alimenta
de oxígeno nuevo para reponerse y poder emitir sonidos, sílabas, palabras. Saluda,
pregunta por sus nietos.
¿No han sabido nada?
Y ruedan sus lágrimas
conforme avanza esa conversación. Lo único que recuerda es aquella última vez
que habló con él. Se había ido a Estados Unidos a buscar trabajo. Se le perdía
por días y hasta por semanas. Pero sabía que estaba bien, lo notaba en su voz
de agua de fuente de plazuela: siempre alegre y ruidoso, lleno de sorpresas y
travesuras, inasible e impredecible en sus ondulaciones.
No había podido encontrar
trabajo aquí. Será que es muy joven y que no terminó ni la prepa. Será que
parecía buscar para no encontrar. O tal vez que prefirió hurgar más allá de la
frontera, después de que mataron a su padre a balazos y que algunos de su
familia fueron amenazados. Será todo. Será el dolor, el recuerdo, el papá
tendido y nadando en sangre, la impotencia, la frustración. Será que lo
extraña, que todo lo lleva a su progenitor.
Me voy con los gringos, amá,
le avisó. Allá hay unos parientes y algunos de mis amigos también se fueron, ya
sé dónde viven. Voy a buscar trabajo, porque aquí no más no. Ella le dio la
bendición y unos billetes.
Todo iba bien, tenía trabajo
y empezó a ganar dinero, hasta ese día que le llamó. Había permanecido mudo el
teléfono de casa durante esos ocho días y cuando sonó, supo que era él. Hijo,
contestó. Cómo estás, por qué no habías llamado. Me tenías preocupada. Es que,
es que. Amá, está pasando algo acá pero no te puedo contar. Mira, si no te
vuelvo a hablar es porque todo se puso cabrón. Pero yo sé dónde esconderme. No
te preocupes, no me van a encontrar. Y cuando todo pase, voy a volverte a
llamar.
Pero hijo. Cuéntame, qué
pasa. Me pones más nerviosa. Solo le dijo eso. Le insistió en que no le iba a
pasar anda. Él le dijo nos veremos pronto, amá. Ella ya no alcanzó a hablar y
lanzó un resuello por las ondas eléctricas de ese aparato telefónico, que no
llegó a ningún lugar.
Y entonces, cuando a ella le
entra el tonto y se desespera y no sabe qué hacer, le llama a uno de sus
parientes. Le ruega que vaya a la casa de los hijos de su hijo, esos niños tan
hermosos. Que los quiere saludar, que no aguanta más. Se lo pide cuando su cara
se derrite y entonces sus poros y oquedades son unas dunas de sal. Y ya no
puede más. A los cuarenta minutos le vuelve a llamar. Calcula que ya está en casa
de su nuera.
Contesta ella y no puede
dejar de llorar. Le pide que le pase a los nietos. Y el primero le dice abue,
cuándo nos regresas a mi papá.
Columna publicada el 22 de julio de 2018
en la edición 808 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/JAVIER VALDEZ/ 24 JULIO, 2018)
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