México.- "Buenas tardes”, me dijo el diablo que solía llevar una Pietro Beretta de cacha de oro al cinto.
Asesinó a cientos de personas, pero extrañamente eso no le ha quitado lo
cortés. Cuando extiende la mano para saludar, sonríe y da un apretón
firme, con una palma callosa, voluminosa, una manaza que ha jalado del
gatillo en incontables ocasiones y que transmite una ligera corriente
eléctrica. Destaca su sonrisa: blanca, de encías rosas y dientes
alineados, con unos incisivos afilados, de zorro.
De su rostro, redondo e infantil, no escapa casi emoción alguna más que una tenue curiosidad, aunque en un breve temblor de los ojos color miel es posible notar un atisbo de crueldad, un vistazo detrás de esta máscara de civilidad que trae puesta para la entrevista, llevada a cabo en un pasillo de una prisión de máxima seguridad de Chihuahua.
—¿Tuvieron buen viaje? —pregunta José Enrique Jiménez, uno de los sicarios más prolíficos en la historia del país y al que se conoce mejor por su apodo: El Wicked, nombre de guerra que bien podría traducirse como el torcido o el malvado. Un hombre que bajo toda aritmética fue la máquina de matar más brutal que haya visto Chihuahua y, probablemente, México.
Las cifras de sus crímenes, lo que él define como su trabajo, permanecen ocultas entre la neblina de la droga la mayor parte del tiempo. Pero bajo su propio cálculo, participó de forma directa en la muerte de 150 o 200 personas en Ciudad Juárez y Chihuahua en la última década, lo que le haría uno de los mayores multihomicidas en la llamada guerra del narco.
Hasta su detención, en 2012, Jiménez fue sicario de profesión, una tarea que ejerció fría y eficientemente a lo largo de la década pasada. Durante esta etapa, la más violenta en Chihuahua, llegó a comandar a las “fuerzas de limpieza” de grupos delictivos, un eufemismo para referirse al grupo de asesinos encargado de eliminar periodistas, activistas, narcotraficantes y, en general, cualquier persona que se interpusiera en su camino.
Su salto a las primeras planas vino tras asesinar a la activista coahuilense Marisela Escobedo, madre de Marisol Frayre, además de masacrar a 14 personas en un bar de Chihuahua, delitos por los que alcanzó la cadena perpetua.
Hoy ha aceptado a conversar una hora. Sesenta minutos para hurgar en su mente y tratar de entender un lado poco explorado de la historia reciente del país: la de los hombres que por un sueldo —y la adrenalina de una vida fuera de la ley— se rentaron a los cárteles como gatillos a sueldo.
Es una entrevista para el equipo de MILENIO con un hombre que llegó a administrar a una docena de matones en Juárez y que dice haber asesinado sin remordimiento, pero con pasión, “porque esa era su chamba y la chamba se hace con entrega”. Un muchacho que jugó de fullback en un equipo de El Paso y que soñó con ser marine de Estados Unidos, pero que usó su don de mando para una tarea mucho más siniestra: convertirse en una herramienta de precisión del cártel.
“Hubiera sido un buen soldado”, dice este asesino, cuya arma favorita era una Beretta con cacha especial. Después de varias preguntas, admitirá algo que le pinta de cuerpo: se llegó a considerar un especialista en el negocio de la muerte.
¿Cuál es su primer recuerdo?
Mi infancia no fue grata. Fueron muchas malas experiencias de niño. Yo estaba en quinto grado cuando vi a mi hermano, el más grande, quitarle la vida a un padrastro. Fue desde quinto grado cuando comenzaron los problemas en casa, parrandas, drogas, violencia doméstica…
¿Su padre le pegaba su madre?
Hubo problemas de esos en mi hogar, pues se separaron. De ahí solo vi puros padrastros, novios. Mi hogar no fue muy grato, no son recuerdos muy gratos.
Ver a su madre con novios, ¿le afectaba?
Me molestaba que la trataran bien… (Hace una pausa y se reacomoda en su asiento). Creo que lo dije mal. Me molestaba que la trataran mal. No fue fácil empezar a ver a mi mamá con otros hombres, también en tu vida, cuando todavía tienes a tu padre y es la persona que consideras únicamente tu padre.
¿Qué cosas quería tener de niño?
Siempre quise tener los juguetes que tenían otros niños, juguetes que salían en la tele. Lo quería tener todo, pero no había forma.
¿Qué necesitó desde niño para que no hubiera sucedido lo que sucedió cuando creció? Homicidios, droga, trabajar como sicario…
De hecho a mí no me faltó nada. Crecí en Estados Unidos y siempre tuve la oportunidad de estudiar, ahí son gratuitos los estudios; si llegas a la Universidad nunca faltan planes o alguien que te ayude a seguir tus estudios. Siempre hubo alguien que me diera ese push para seguir adelante. A mí no me faltó nada: simplemente no tomé decisiones correctas.
Tiene un tatuaje del subcomandante Marcos. ¿Qué representa?
Para mí Marcos representa la imagen de querer ayudar a la gente, de sacar un pueblo adelante. Pero mi tatuaje no tiene un significado, me gusta su historia, pero no tiene nada que ver con mi vida ni con lo que llegué a hacer.
¿Qué es para usted la maldad?
La maldad… (Toma un respiro. Mueve las manos. Ha comenzado a sudar profusamente). De lo bueno y lo malo. Para mí algo bueno es vivir una vida sana, pasar momentos con la familia. Lo malo es matar, para mí lo malo es todo lo que está pasando aquí, toda la corrupción.
Cuando usted mataba, ¿sabía que estaba haciendo algo malo?
Sí, lo sabía. Siempre he sabido la diferencia entre lo bueno y lo malo, siempre he creído en Dios, no tengo religión, pero he creído en Dios, he leído la Biblia y sé cuándo he hecho algo mal.
¿Nunca hubo una voz que le dijera que lo que estaba haciendo era matar a otra persona?
No. En el momento no, pero hubo momentos en los que estuve solo y me puse a pensar. Nunca hubo voces, pero en mi conciencia sí. Varias veces me llegué a preguntar hasta dónde iba a llegar. Yo sabía que todo eso iba a tener consecuencias malas, siempre lo supe.
Háblenos de su primer asesinato.
No pues, de verdad, las cosas que hice no me gusta platicarlas mucho. He llegado a dejar todo eso atrás. No me gusta acordarme. Me trae remordimientos. He llegado a pensar en las familias a las que dañé, por esa razón no me gusta mucho hablar de eso.
¿Alguna vez hizo una diferencia entre sus víctimas? ¿Entre mujeres, niños, hombres?
No. Nunca hice eso. Yo podría decir que para ustedes ser reporteros y venirme a entrevistar es un trabajo. Para mí, desgraciadamente, hasta con vergüenza se los digo, para mí matar a alguien era algo normal, era mi trabajo. A mí me decían quién era (la víctima) y en ese momento no me ponía a pensar si tenía hijos ni a quién iba a dañar. En ese momento no sentía remordimiento. Mentiría si dijera que cada vez que iba a matar sentía de remordimiento.
¿Alguna vez vio el resultado de ese trabajo, como le llama?
(Respira hondo.) Sí. Llegué a ver las noticias. Llegué a ver familias, casos en los que había estado involucrado. Sí, vi a familias llorando en la tele, y sí, en el momento no me gustaba ver eso, porque sabía que tenía que pagar un precio y tendría que rendirle cuentas a Dios algún día. Es mentira que todos los que se dedican a esto anden muy a gusto. Puedes tener todo el dinero del mundo, podrás tener todo el poder, tienes ahí a tu esposa y a tus niños, pero cuando llegas a tu casa te vas a acordar que algún día vas estar solo y los vas a perder.
¿Cómo no sentir el dolor que estaba causando a otras personas?
¿Para no sentir? Pienso que parte de estar drogado allá afuera fue lo que me ayudó a no sentir nada.
¿Platicaba con sus compañeros de ese trabajo que estaban haciendo, compartían experiencias?
Sí, es nuestra vida. Como ustedes, que llegan a un restaurante, comentan de esta entrevista, de cómo les pareció. Nosotros llegamos así, llegamos a una casa o a un restaurante y hablamos del trabajo que hacemos.
¿Cuántas personas mató, José?
He estado involucrado en 100 o 200 muertes.
¿Conocía a Sergio Barraza?
Personalmente, no.
¿Fue una orden que le dio: asesinar a la coahuilense Marisela Escobedo?
No, no fue una orden que Barraza dio. Nunca lo conocí. Sé quién es y lo he visto en la tele, pero nunca tuve contacto con él. Los medios quieren ligar mi caso con lo de él, pero nunca hubo nada con Sergio Barraza.
Cuando usted ve en la televisión la lucha de Marisela para buscar al asesino de su hija, ¿qué pensaba?
Pues me pareció bien que estuviera haciendo eso. Nunca pensé que iba a estar involucrado con la muerte de la coahuilense Marisela Escobedo. Hubo un momento en el que dije que ya hacía mucho ruido esta señora, ‘ya que se calle’. Pero no tuvo que ver eso con que yo le haya quitado la vida.
¿Cómo era un día normal?
Era levantarme muy temprano. Dar órdenes. Siempre hubo mucho estrés, nerviosismo, inquietud. Nunca fueron tiempos para relajarme. Llegué a estar con mi familia comiendo y nunca lo disfruté. Siempre era estar con el teléfono y el radio. Fueron días muy rápidos y muy bruscos.
Entre sicarios, ¿platicaban que perdían compañeros a diario?
Sí. Llegué a perder muchos compañeros. Buenos amigos. Casi hermanos y los perdí en esto del crimen organizado, en esta mentada guerra, ridícula pienso yo. He visto a sus familias llorar, a sus hijos viendo cómo los entierran, he estado en los funerales.
¿Le emocionaba su trabajo?
No mucho como para emocionarme, pero sí me entregaba mi trabajo. Así como ustedes se entregan a su trabajo, yo me entregaba al mío. Sí me apasionaba…
¿Por qué le apasionaba?
Me entregaba a él como todo. Sí me gustaba. En su momento era lo que me gustaba; pienso que por eso estaba ahí, les mentiría si les dijera que no.
¿Tuvo algún aprendiz?
Sí. A un muchacho…
¿Y dónde está ese joven?
Muerto.
De su rostro, redondo e infantil, no escapa casi emoción alguna más que una tenue curiosidad, aunque en un breve temblor de los ojos color miel es posible notar un atisbo de crueldad, un vistazo detrás de esta máscara de civilidad que trae puesta para la entrevista, llevada a cabo en un pasillo de una prisión de máxima seguridad de Chihuahua.
—¿Tuvieron buen viaje? —pregunta José Enrique Jiménez, uno de los sicarios más prolíficos en la historia del país y al que se conoce mejor por su apodo: El Wicked, nombre de guerra que bien podría traducirse como el torcido o el malvado. Un hombre que bajo toda aritmética fue la máquina de matar más brutal que haya visto Chihuahua y, probablemente, México.
Las cifras de sus crímenes, lo que él define como su trabajo, permanecen ocultas entre la neblina de la droga la mayor parte del tiempo. Pero bajo su propio cálculo, participó de forma directa en la muerte de 150 o 200 personas en Ciudad Juárez y Chihuahua en la última década, lo que le haría uno de los mayores multihomicidas en la llamada guerra del narco.
Hasta su detención, en 2012, Jiménez fue sicario de profesión, una tarea que ejerció fría y eficientemente a lo largo de la década pasada. Durante esta etapa, la más violenta en Chihuahua, llegó a comandar a las “fuerzas de limpieza” de grupos delictivos, un eufemismo para referirse al grupo de asesinos encargado de eliminar periodistas, activistas, narcotraficantes y, en general, cualquier persona que se interpusiera en su camino.
Su salto a las primeras planas vino tras asesinar a la activista coahuilense Marisela Escobedo, madre de Marisol Frayre, además de masacrar a 14 personas en un bar de Chihuahua, delitos por los que alcanzó la cadena perpetua.
Hoy ha aceptado a conversar una hora. Sesenta minutos para hurgar en su mente y tratar de entender un lado poco explorado de la historia reciente del país: la de los hombres que por un sueldo —y la adrenalina de una vida fuera de la ley— se rentaron a los cárteles como gatillos a sueldo.
Es una entrevista para el equipo de MILENIO con un hombre que llegó a administrar a una docena de matones en Juárez y que dice haber asesinado sin remordimiento, pero con pasión, “porque esa era su chamba y la chamba se hace con entrega”. Un muchacho que jugó de fullback en un equipo de El Paso y que soñó con ser marine de Estados Unidos, pero que usó su don de mando para una tarea mucho más siniestra: convertirse en una herramienta de precisión del cártel.
“Hubiera sido un buen soldado”, dice este asesino, cuya arma favorita era una Beretta con cacha especial. Después de varias preguntas, admitirá algo que le pinta de cuerpo: se llegó a considerar un especialista en el negocio de la muerte.
¿Cuál es su primer recuerdo?
Mi infancia no fue grata. Fueron muchas malas experiencias de niño. Yo estaba en quinto grado cuando vi a mi hermano, el más grande, quitarle la vida a un padrastro. Fue desde quinto grado cuando comenzaron los problemas en casa, parrandas, drogas, violencia doméstica…
¿Su padre le pegaba su madre?
Hubo problemas de esos en mi hogar, pues se separaron. De ahí solo vi puros padrastros, novios. Mi hogar no fue muy grato, no son recuerdos muy gratos.
Ver a su madre con novios, ¿le afectaba?
Me molestaba que la trataran bien… (Hace una pausa y se reacomoda en su asiento). Creo que lo dije mal. Me molestaba que la trataran mal. No fue fácil empezar a ver a mi mamá con otros hombres, también en tu vida, cuando todavía tienes a tu padre y es la persona que consideras únicamente tu padre.
¿Qué cosas quería tener de niño?
Siempre quise tener los juguetes que tenían otros niños, juguetes que salían en la tele. Lo quería tener todo, pero no había forma.
¿Qué necesitó desde niño para que no hubiera sucedido lo que sucedió cuando creció? Homicidios, droga, trabajar como sicario…
De hecho a mí no me faltó nada. Crecí en Estados Unidos y siempre tuve la oportunidad de estudiar, ahí son gratuitos los estudios; si llegas a la Universidad nunca faltan planes o alguien que te ayude a seguir tus estudios. Siempre hubo alguien que me diera ese push para seguir adelante. A mí no me faltó nada: simplemente no tomé decisiones correctas.
Tiene un tatuaje del subcomandante Marcos. ¿Qué representa?
Para mí Marcos representa la imagen de querer ayudar a la gente, de sacar un pueblo adelante. Pero mi tatuaje no tiene un significado, me gusta su historia, pero no tiene nada que ver con mi vida ni con lo que llegué a hacer.
¿Qué es para usted la maldad?
La maldad… (Toma un respiro. Mueve las manos. Ha comenzado a sudar profusamente). De lo bueno y lo malo. Para mí algo bueno es vivir una vida sana, pasar momentos con la familia. Lo malo es matar, para mí lo malo es todo lo que está pasando aquí, toda la corrupción.
Cuando usted mataba, ¿sabía que estaba haciendo algo malo?
Sí, lo sabía. Siempre he sabido la diferencia entre lo bueno y lo malo, siempre he creído en Dios, no tengo religión, pero he creído en Dios, he leído la Biblia y sé cuándo he hecho algo mal.
¿Nunca hubo una voz que le dijera que lo que estaba haciendo era matar a otra persona?
No. En el momento no, pero hubo momentos en los que estuve solo y me puse a pensar. Nunca hubo voces, pero en mi conciencia sí. Varias veces me llegué a preguntar hasta dónde iba a llegar. Yo sabía que todo eso iba a tener consecuencias malas, siempre lo supe.
Háblenos de su primer asesinato.
No pues, de verdad, las cosas que hice no me gusta platicarlas mucho. He llegado a dejar todo eso atrás. No me gusta acordarme. Me trae remordimientos. He llegado a pensar en las familias a las que dañé, por esa razón no me gusta mucho hablar de eso.
¿Alguna vez hizo una diferencia entre sus víctimas? ¿Entre mujeres, niños, hombres?
No. Nunca hice eso. Yo podría decir que para ustedes ser reporteros y venirme a entrevistar es un trabajo. Para mí, desgraciadamente, hasta con vergüenza se los digo, para mí matar a alguien era algo normal, era mi trabajo. A mí me decían quién era (la víctima) y en ese momento no me ponía a pensar si tenía hijos ni a quién iba a dañar. En ese momento no sentía remordimiento. Mentiría si dijera que cada vez que iba a matar sentía de remordimiento.
¿Alguna vez vio el resultado de ese trabajo, como le llama?
(Respira hondo.) Sí. Llegué a ver las noticias. Llegué a ver familias, casos en los que había estado involucrado. Sí, vi a familias llorando en la tele, y sí, en el momento no me gustaba ver eso, porque sabía que tenía que pagar un precio y tendría que rendirle cuentas a Dios algún día. Es mentira que todos los que se dedican a esto anden muy a gusto. Puedes tener todo el dinero del mundo, podrás tener todo el poder, tienes ahí a tu esposa y a tus niños, pero cuando llegas a tu casa te vas a acordar que algún día vas estar solo y los vas a perder.
¿Cómo no sentir el dolor que estaba causando a otras personas?
¿Para no sentir? Pienso que parte de estar drogado allá afuera fue lo que me ayudó a no sentir nada.
¿Platicaba con sus compañeros de ese trabajo que estaban haciendo, compartían experiencias?
Sí, es nuestra vida. Como ustedes, que llegan a un restaurante, comentan de esta entrevista, de cómo les pareció. Nosotros llegamos así, llegamos a una casa o a un restaurante y hablamos del trabajo que hacemos.
¿Cuántas personas mató, José?
He estado involucrado en 100 o 200 muertes.
¿Conocía a Sergio Barraza?
Personalmente, no.
¿Fue una orden que le dio: asesinar a la coahuilense Marisela Escobedo?
No, no fue una orden que Barraza dio. Nunca lo conocí. Sé quién es y lo he visto en la tele, pero nunca tuve contacto con él. Los medios quieren ligar mi caso con lo de él, pero nunca hubo nada con Sergio Barraza.
Cuando usted ve en la televisión la lucha de Marisela para buscar al asesino de su hija, ¿qué pensaba?
Pues me pareció bien que estuviera haciendo eso. Nunca pensé que iba a estar involucrado con la muerte de la coahuilense Marisela Escobedo. Hubo un momento en el que dije que ya hacía mucho ruido esta señora, ‘ya que se calle’. Pero no tuvo que ver eso con que yo le haya quitado la vida.
¿Cómo era un día normal?
Era levantarme muy temprano. Dar órdenes. Siempre hubo mucho estrés, nerviosismo, inquietud. Nunca fueron tiempos para relajarme. Llegué a estar con mi familia comiendo y nunca lo disfruté. Siempre era estar con el teléfono y el radio. Fueron días muy rápidos y muy bruscos.
Entre sicarios, ¿platicaban que perdían compañeros a diario?
Sí. Llegué a perder muchos compañeros. Buenos amigos. Casi hermanos y los perdí en esto del crimen organizado, en esta mentada guerra, ridícula pienso yo. He visto a sus familias llorar, a sus hijos viendo cómo los entierran, he estado en los funerales.
¿Le emocionaba su trabajo?
No mucho como para emocionarme, pero sí me entregaba mi trabajo. Así como ustedes se entregan a su trabajo, yo me entregaba al mío. Sí me apasionaba…
¿Por qué le apasionaba?
Me entregaba a él como todo. Sí me gustaba. En su momento era lo que me gustaba; pienso que por eso estaba ahí, les mentiría si les dijera que no.
¿Tuvo algún aprendiz?
Sí. A un muchacho…
¿Y dónde está ese joven?
Muerto.
(ZOCALO/ Milenio /02/10/2013 - 09:33 AM)
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