Rafa maneja un vehículo de reparto de mercancía. Sabe que de noche
todos los gatos son narcos, más si es fin de semana. Por eso frena en
cada esquina, aunque tenga preferencia y el semáforo diga que puede
seguir su marcha. Conduce ese carro pequeño y puede hacerlo todo el día,
para obtener algo más de lo que debe pagar por rentarlo.
Manejó por ese bulevar ancho, de camellones de alfombra verde y de
vegetación casi selvática. Iba despacio, como suele manejar. Adelante
iba un automóvil blanco: las luces de las lámparas del alumbrado público
rebotaban en la carrocería y los accesorios cromados, como espejo
reluciente. En la parte trasera no traía placa de circulación, solo el
número 2013.
Hilillos de agua salían del camellón recién regado por las pipas del
municipio. El del vehículo blanco disminuía notablemente la velocidad
para no ensuciar ese lustrado espejo de cuatro llantas. En una de esas
maniobras el conductor invadió el carril por el que circulaba Rafa y
este no usó el pito porque no tiene, pero le hizo un cambio de luces.
En la densa negrura de noviembre, penetrando la espesa capa de
niebla, el cambio de luces pareció un flachazo ofensivo. Y así lo tomó
el otro conductor. Dejó que pasara por un lado y bajó aún más la
velocidad. Lo miró y pareció dispararle con esos ojos de furia
celestial. Metros adelante aceleró. Lo rebasó y le cerró el paso. Rafa
alcanzó a frenar sin escándalo, pues no iba recio.
El hombre bajó. Traía un arma en la derecha y la empuñó no para
disparar. Con las cachas golpeó el cristal de la puerta del conductor y
lo quebró. Qué traes hijo de la chingada. Nada, nada. Trastabilló la voz
desvelada del repartidor. Cálmese, amigo. Qué cálmese ni qué nada, le
reviró. Encima de que me ensucias el carro me echas las luces, pendejo.
Con quién crees que estás hablando.
Rafa se disculpó. Le repitió que no era para tanto pero que lo
perdonara. Le bailaban las manos en el volante y no hallaba si bajarle
el volumen a la música que transmitía esa estación de radio o prender
las señales amarillas e intermitentes. El hombre le gritó, le echó de la
madre, lo maldijo y amenazó.
Respiró profundo pero no lo abandonaba la versión entrecortada. Quedó
acalambrado. Tomó el celular pero no marcó. Aplastó teclas y botones
del tablero. La noche incita, oculta, cobija y encobija. Imaginó su luz
como un disparo y esa pistola vomitando en su contra. La noche es
propicia para eso y más.
Guardó el arma. Dio media vuelta y subió al automóvil. Adelante se lo
volvió a encontrar: lo esperaba a mitad de la calle y cuando lo tuvo
cerca le volvió a cerrar el paso. Le preguntó a Rafa quién era y a qué
se dedicaba. Pidió que le entregara una identificación y se la dio.
Se retiró de ahí preguntándose quién teme más.
30 de agosto de 2013.
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