miércoles, 16 de mayo de 2012

RELATO DE UN LACANDÓN SOBREVIVIENTE EN LA GUERRA QUE VIVIÓ CHOIX


Javier Valdez   


Saber que uno está vivo
“Pude haber sido entre los que escogieron, pude haber ido con ellos. Pero mi tata Dios tiene un propósito conmigo. Tengo doce hijas, que vine a trabajar en este pueblo nada más para poder comprar 25 metros de manta… todo el sueño que llevaba se quedó en nada”.


Veinticinco metros de tela de manta, 12 hijas y una promesa de pago de 300 pesos diarios: eso trajo a este lacandón a las montañas de Sinaloa.

Ramiro le pondremos. Ramiro el sobreviviente, el trashumante. Dentro de un autobús traspasó el país de sur a norte. Y bajo sus talones, con los ojos abiertos por el espanto, pisó brazos y pies y cabello, en la zona serrana de Choix. Ya había pasado la balacera. Varios días. Y en medio de una treintena de cadáveres, Ramiro olvidó la tela y la paga. Recordó a sus hijas, su tierra. Y quiso regresar.

Fue traído desde Chiapas por un hombre que les ofreció a él y a otros 24 indígenas empleo en un campo agrícola. Llegó a El Fuerte y luego a Choix. Y ahí, casi a ciegas, supo que estaba entre hombres armados. Él y los otros cuestionaron cuándo empezaban el trabajo y dónde estaba el campo agrícola en el que se emplearían, y todos fueron atados a una silla. Y luego empezó la balacera.

Abril de mi esperanza
Ramiro tiene 12 hijas. Su tata Dios, como él le llama, lo bendijo con ellas y esos seis embarazos. De 17 las mayores, de cuatro las menores. No le alcanza lo que gana en su tierra, Los Montes Azules, donde hace artesanías y trabaja en el campo. Recibe entre 30 y 40 pesos diarios.

Por eso cuando vio a aquel hombre en Ocosingo, ofreciendo empleo, aceptó. Subieron a un autobús de pasajeros él y varios indígenas, al parecer la mayoría de Chiapas. Todos indígenas. El hombre, a quien ubica como una buena persona, les prometió un trabajo en un campo agrícola, una paga de 300 pesos diarios, comida y casa, y pasaje de regreso. Pero nunca les dijo dónde.

Fue entre el 12 y el 13 de abril. Ahí empezaron sus esperanzas, pero estas tienen fecha de caducidad: en poco más de una semana, cuando empezó la refriega. Y murieron entre tanto cadáver, gritos inenarrables y desgarradores, disparos. Desvanecimientos. Esos, los de varios de los indígenas que lo acompañaban. Los de sus vulnerables sueños.

¿Cuándo empezamos?
El traslado de Chiapas al norte de Sinaloa duró alrededor de tres días. Solo se detuvieron a las horas de comida y el que los enganchó, a quien no se le vio ningún tipo de arma, les dijo siempre que comieran lo que quisieran, que no había problema. Bajaron en restaurantes y puestos de comida rápida.

Llegaron primero a El Fuerte. Los hombres desconcertados preguntaron por vez primera dónde estaba el trabajo, el campo agrícola ese en el que iban a laborar. Ustedes no se desesperen, contestó él. Hay trabajo seguro, paga desde el primer día, casa y comida para todos. Subieron a la sierra, hasta llegar a Choix. Y luego pasaron por varios pueblos y más arriba. Se detuvieron en un pequeño caserío. Ahí los metieron en una casa de tres puertas. Encerrados y hasta el fondo.

Fue entonces cuando volvieron a preguntar cuándo empezaban, dónde estaba el trabajo. Desconfiados y cansados, pero con el desespero clavándoles el pecho. Vieron hombres armados. A Ramiro se le cimbró todo. Pero se mantuvo. Como dice él mismo, con ese español mocho, parco, pausado y discreto, anduvo “a ciegas desde el principio”. Pero los lacandones mayas son recios y no sucumben fácilmente. Siguió preguntando al que los había llevado qué pasaba, por qué no empezaban a trabajar, dónde estaba el campo agrícola y por qué no lo veía en los alrededores. Fue entonces que decidieron atarlo y a todos. Los pusieron en una silla. También optaron por seleccionar a ocho de ellos, “para que se vayan adelantando”. Una persona que no había visto y que parecía el jefe los escogió apuntando con el dedo. A ese, ese y aquel. Y ya no los volvió a ver.

Fue a finales de abril, según sus cálculos. Y empezó la refriega y los gritos. Duraron varios días. Pero desde que iniciaron los balazos nadie más entró al cuarto en el que ellos estaban. Así pasaron ocho días.

Partes de guerra

La noche previa al 27 de abril, un comando, vestido con atuendos tipo militar y de la Policía Estatal Preventiva, incursionó en la sierra de Choix. Versiones del interior de las corporaciones y del Ejército indican que algunos de los grupos armados entraron por Chihuahua, que colinda con este municipio sinaloense. El objetivo era atacar al grupo que comanda Adelmo Núñez Molina, conocido como el Lemo o el 01, lugarteniente del cártel de Sinaloa en esa región.

Los agresores conforman una célula de los hermanos Beltrán Leyva, Carrillo Fuentes, del cártel de Juárez y Zetas. Esa refriega y la intervención de personal del Ejército mexicano en El Potrero de los Fierro, El Pichol y otras comunidades de Choix y del municipio de El Fuerte —hasta los límites con Chihuahua—, hizo que la balacera se extendiera durante al menos cuatro días. El saldo oficial de 22 muertos, entre ellos un soldado y el policía municipal Héctor Germán Ruiz Villas.

La Procuraduría General de Justicia del Estado informó que al menos cuatro de los civiles muertos eran de los estados vecinos de Sonora y Chihuahua.

En estas acciones fueron asegurados vehículos “clonados” tipo militar y de la Policía Estatal Preventiva —tres de ellos blindados—, dos rifles Barret, una ametralladora calibre 50, 15 fusiles AK-47, una carabina AR-15, ocho pistolas, 118 cargadores y 5 mil 823 tiros útiles. Todo esto fue puesto a disposición de la Procuraduría General de la República con sede en Los Mochis, cabecera municipal de Ahome.

La secuela más reciente de estos enfrentamientos y de los operativos del Ejército mexicano se tuvo en Estación Bamoa, municipio de Guasave. Los militares llegaron al hotel Macurín, donde fueron recibidos a tiros por un grupo de sicarios —del mismo grupo delictivo conformado por Zetas, Beltrán Leyva y Carrillo Fuentes, liderado por Isidro Meza Flores, conocido como el Chapo Isidro—, diez de los cuales quedaron abatidos, uno de ellos dentro de una camioneta al parecer blindada; también murieron dos soldados.

Ocho días, muchas noches
Ramiro desconoce para qué los querían. Ahora sabe que no era para algo lícito. Le dijeron que iban a trabajar en el campo, pero pudo ser sembrando mariguana o amapola, o cosechándola y cuidándola. Tal vez los querían para que ingresaran al sicariato. Lo único que sabe es que está vivo y que de seguir allá no le esperaba nada bueno.

Lo supo cuando escogieron a esos siete. A ellos no los miró más.

Cuando empezaron los disparos preguntó qué pasa allá afuera. Le contestaron que nada. Ya estaban amarrados y les habían dado la orden de quedarse callados, después de haber estado preguntando, a manera de protesta, por el campo agrícola, la paga y el trabajo que iban a desempeñar.

Así pasaron ocho días. Sin comida ni agua. Bastaron dos o tres para que sus acompañantes, a quienes apenas conocía de vista, quedaran con la cabeza gacha, colgando. En esos días no entró nadie. Nadie salió. Días eternos sin reloj ni luz ni oscuridad. Muchas noches en siete. Y terror. Silencio con filo doloroso y hondo.

Él no. Se mantuvo despierto, intentando quizá desentrañar si aquellos gritos eran de dolor, súplica. Buscándole palabras a los sonidos guturales, sílabas a la muerte. Por eso escuchó cuando los militares, de madrugada, tumbaron una puerta, luego otra y al final la tercera. Ya era 2 de mayo.

Aquí hay gente, gritó uno de los uniformados.

“Pero para eso entonces todos estábamos amarrados en sillas, entraron y alumbraron, una luz grande. No sé qué hora exacta, pero fue en la madrugada. Todos estaban desmayados, menos yo”, dijo Ramiro.

Diez de los militares se quedaron con ellos y el resto partieron a continuar el operativo en la sierra. Los desataron, intentaron darles agua y suero. Fue hasta que les llegó la luz del sol cuando se dieron cuenta que él estaba consciente. Uno de los soldados dijo: “Aquel está vivo” y un oficial se le acercó para preguntarle si a él sí le habían dado comida y agua, y por qué.

“No, le digo. Lo que pasa es que nosotros somos lacandones, somos indígenas, somos más fuertes”. Ramiro explicó que los lacandones mayas son duros y están acostumbrados a los malos tratos.

“Me quitó el lazo de las manos, me dijo: ‘¿Quieres comer, quieres agua, qué necesitas?’. Me dice: ‘¿Quieres suero?’ y me dio. Y me dice: ¿Conoces a este señor?, no los conozco. A los demás compañeros que estaban ahí… le digo que no los conozco, pero son de Chiapas también”.

El militar le preguntó que si eran como él. Contestó que no, que había tzeltales, tzotziles y otros que no alcanzaba a ubicar de qué grupo étnico, pero no eran iguales. Le piden papeles. Como nunca antes, Ramiro trae su acta de nacimiento. Es su primera salida de Chiapas, donde ni la usa. Tampoco porta la credencial de elector. Allá no hace falta. Con el habla sabemos que somos mexicanos, argumenta.

Después de investigar, le regresan los documentos y el militar que lo había abordado confirma que tiene razón. Le pregunta si quiere ir a un hospital o a su casa. Suben a todos a un camión, donde colocan unas colchonetas para acomodarlos. Ramiro al último. Pide que le permitan regresar a Chiapas.

Cuando todos están arriba, el mismo oficial le dice, casi le sugiere, que si quiere que le pongan una venda en los ojos. Pregunta por qué. Afuera hay muchos muertos. Él se niega. Pensó que no eran tantos. Pero sus ojos, esos que se abren frente al abismo y la muerte apabullante, le dijeron que había tomado una mala decisión: pasó entre cerca de 30 cadáveres, seis de ellos de mujeres, en un tramo de apenas diez metros.

“Eran unos diez metros… me iba quitando yo a cada rato para no pasar encima de ellos. Había mujeres y hombres, grandes, sí. Vi mujeres, como unas seis, entre los treinta que vi. Personas grandes, de 25 a 30 años… una señora de las últimas que vi con la boca para arriba, de unos 50 años, era una persona grande. Me agaché mejor y me subí al camión”.

A sus exacompañantes los trasladaron a un hospital y a él a Los Mochis. No sabe qué fue de ellos, pero sí que iban muy mal. Así lo dijeron los mismos militares. El oficial le sugirió que acudiera al DIF o al Ayuntamiento. En uno le dieron un papel y en el Ayuntamiento nada.

Cuando fue a la Central Camionera a tomar un autobús para Culiacán, el chofer se le quedó viendo y le dijo que ese papel no le servía para nada, que al menos pagara medio boleto. Otro que lo vio se le acercó: “Espérate tantito, a que se descuide el inspector, y te llevo a Culiacán”.

Tamales
En la capital sinaloense, el chofer le aconsejó que acudiera al Hospital de la Mujer, que está cerca de la terminal de autobuses, donde seguro le permitirían dormir. Además, junto al nosocomio se ubica el DIF.

Era sábado 5 de mayo. Ese día y el siguiente permaneció ahí, en patios, pasillos y rincones tibios, en espera del lunes y de que se abrieran para él las puertas de las oficinas en las que buscaría apoyo. Una señora que vende tamales le sacó plática. Le preguntó de dónde era. Antes de que le diera más detalles supo que no comía carne, así que no le convidaría tamales, además de que no eran de ella pues tenía que venderlos. Sacó algo de fruta y un poco de agua y se la ofreció. Duro para decir que sí, Ramiro aceptó la ración de fruta y verdura ese día y el siguiente. Así aguantó.

Lo más lejos
Sofía Irene Valdez, directora del DIF estatal, le encargó a una trabajadora social que le consiguiera un boleto de autobús que acercara lo más posible a Ramiro a su tierra. Pensó en enviarlo, de un tirón, a la Ciudad de México. La empleada le dijo a la primera que había conseguido para Mazatlán. La regresó. Le argumentaron que no había recursos y ella dijo que aunque fuera de su bolsa, pero le ayudaría. Finalmente le consiguieron un viaje a la capital del país y que lo atendiera el diputado Armando Ochoa Valdez, cuyo auxiliar lo envió con Leonides Gil Ramírez, jefe de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en Sinaloa. Él y Crescencio Ramírez, un indígena y activista de la localidad, consiguieron respaldarlo con recursos para concluir su viaje a la selva Lacandona.

Veinticinco metros de manta
Ramiro tiene 41 años y lo recuerda todo. Incluso al señor que los enganchó, a quien nunca vio que portara un arma y no volvió a mirarlo desde que los amarraron. Antes, viendo que Ramiro estaba muy callado y no maldecía, le regaló una Biblia. Pero está en español y el lacandón no lo entiende, apenas lo habla.

“El señor traía su Biblia en la mano. La llevo yo en la mochila, y la traigo yo aquí. Me dijo: ‘Mire señor, usted no le he escuchado hablar ni quejarse ni nada, le voy a regalar mi Biblia, ojalá y la conserve”, señaló.

Puede describirlo a él, a ese señor que se portó bien y nunca los maltrató. Tiene en su mente a los otros siete que fueron escogidos y los separaron del grupo, y al resto. Los trae en su cabeza. No los conoce ni de nombre. No hace falta. Espera, confía, cree, que están vivos, que regresarán a casa.

Trae una mochila. Parece abultada y pesada. Encima, durante la entrevista, coloca un sombrero de cuero adornado con collares elaborados con semillas y piedras. Una pluma de pavorreal al frente y detrás una piedra que parece talismán. Se le avisa que no habrá fotos de su rostro, pero que permita captar sus manos y el sombrero. “No te lo recomiendo”, contestó. No explica mucho, pero sus frases suenan terminantes: “Es una reliquia, tiene un valor muy especial”. Fin de la discusión.

La selva es su casa y todo se lo da. Si se sienta afuera, en el patio de su vivienda, y se arrima un jaguar, los changos, guacamayas, tucanes, venados y otros animales, no hay cacería ni maltrato. No comen carne, solo fruta y verdura. Los jueves, eso sí, son de pescado y camarón que capturan en el río Suchiate. Apenas quedan 72 de su etnia en Los Montes Azules: longevos, duros, parsimoniosos, estrictos, orgullosos. Su voz suena a esa paz ancestral, la de su padre y sus abuelos, la de una generación milenaria. Por eso llora. Llanto antiguo y enternecedor. Cantan sus ojos húmedos cuando habla de sus 12 hijas, sus seis embarazos, su tata Dios que lo bendijo y lo quiere, por eso le tiene reservadas otras vivencias después de haber renacido, de ser un sobreviviente de la densa oscuridad del narcotráfico y la violencia.

“Pude haber sido entre los que escogieron, pude haber ido con ellos. Pero mi tata Dios tiene un propósito conmigo. Tengo doce hijas, que vine a trabajar en este pueblo nada más para poder comprar 25 metros de manta… todo el sueño que llevaba se quedó en nada”.

No ha hablado con ellas. No sabe de kilómetros ni de carreteras. No hay manera de llegar a la selva que es su casa, a menos que sea caminando y eso significa hacer dos días desde Ocosingo. Las extraña. No habla más que de ellas, su tierra, su piel: el vientre de todo su ser.

Todo eso lo ha curtido. Y a toda su raza. Su madre es la más joven de su generación y suma 85 años, pero otro tiene 118. De los de la edad de Ramiro no queda nadie. Pero los más grandes mueren de ancianos. Ninguno por enfermedad: “Todo llega al tiempo y van a fallecer y fallecen; mi papá falleció de 125 años. Y su papá falleció a los 143 años”.

Sabe muy bien que ya no habrá oportunidad de comprar esa manta. Ya es tarde, es mayo y no hay dinero. Quizá seguirá así, con ese pecho flaco que se hincha cuando habla de su terruño y el jaguar y sus hijas. Con ese pecho que se le pega a la espalda.

Cuenta que los del DIF hablaron a Ocosingo para pedir ayuda y avisar de la situación de Ramiro. Pero está seguro de que no los quieren. No quieren a los lacandones. No dice por qué. Tal vez es esa dureza, esa terquedad, esa lluvia pertinaz e indómita.

Confiesa que está desesperado por irse. Se le quiebra la voz, pero no caen sus palabras, sino vuelan, diáfanas, duras. Brincan sus cachetes. Llora de nuevo. Agradece a su tata Dios otra vez. Es inmenso y quiere a su raza, asegura.

“La esperanza que tenía, el Señor me la pagó al doble, con darme la oportunidad de seguir viviendo. Qué más le puedo pedir. Yo sé que mis hijas, llego y me preguntan: ¿trajiste manta? Ellas les da igual si llevo o no llevo. Ellas son las que les interesa que yo llegue. Si este año no puedo comprar su ropa ni modo… lo que pensaba hacer se acabó. Pero sé que mis hijas me van a entender, sé que si no les llevo para su ropa ni modo. Sé que si no tengo, no tengo. Lo importante es que voy a regresar. Que mi tata Dios me permitió regresar para morir en mi tierra”.
 





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