Por pláticas, imagino que los
camanteopos son lugares cavernosos o cuevas profundas insertadas en los
acantilados, donde los pascolas se consagraban. Una especie de ombligo de la
tierra. Pero no solo así como lugar desprovisto de espíritu, muerto, sino que
se entiende habitado por una especie de creador para la aquiescencia al
pascola, con todos los retos que implicaba. También tiene la denominación de
lugar del encantamiento, en una versión más castellana.
Indagar en la etimología del
camanteopo es no tener suerte, no encontrar nada que aporte luz al
esclarecimiento de esta palabra o al origen de la misma. Se pueden tener muchas
vicisitudes, incluso pensar que no existe, o en el peor de los casos negarla,
como les ha pasado a los indios de este país, una cultura negada a pesar de que
sus expresiones sean tan persistentes y trascendentes en la identidad de los
pueblos.
Mario Gill en el libro La
Conquista del Valle del Fuerte, cita a Fray Andrés Pérez de Ribas, quien
escribe “…Era Sinaloa una selva de fieras y una cueva de los demonios, donde
habitaban millares de hechiceros. Era un monte espeso de breñas, un eriazo
donde no nacía planta que diese fruto, sino espinas y abrojos. Era peor que un
Egipto, cubierto de tinieblas palpables…”. Evidentemente el pasmo del jesuita a
su paso es incontrolable; más que un choque por las condiciones agrestes del
territorio, se percibe un desafío espiritual que circunda lo que escribe.
Además, ¿por qué compararlo con Egipto y no algo más asequible? ¿Acaso se
refería con esto a la magia de los yoremes y prácticas distintas a los rituales
católicos por demás conocidos? ¿O simplemente era una simple alusión a los
pueblos asentados a las orillas de los ríos?
Esa aseveración evidencia el
choque de dos culturas o civilizaciones, donde la europea golpea en el corazón
de la cosmovisión de los nativos, quienes no tenían dios ni señores que
influyeran de manera decisiva en su comportamiento. Sus prácticas religiosas de
orden totémica están ejemplificadas en la danza del venado o, en su caso, en la
alegoría a los animales de la región en el baile de los pascolas.
El camanteopo ofrece un
acercamiento a través de las vivencias que lo sitúan en el pensamiento
colectivo como un ente concreto que ofrece una versión y, posiblemente, habrá
más. Cuentan, en una ocasión un vaquero se perdió en el rumbo de Papariqui, en
las proximidades del río Fuerte; los cerros le escondieron el sol cuando sin
percatarse buscaba la vereda que lo llevó hasta ahí. Daba vueltas y vueltas
entre breñas y piedras blancas, más blancas de lo común, como si poseyeran luz
propia. Ensimismado reaccionó cuando el viento le trajo el cantar de invisibles
millares de pájaros, los sentía arremolinarse sobre su silueta, hasta creía
verlos de todos los tamaños y variopintos. El instante de la desesperación y el
deseo mismo lo alentaba a quedarse en la lóbrega tarde a contemplar los
pajarillos de un cantar exuberante y piadoso, una utopía que se sentía en el
lugar. Un ambiente de misericordia y guerra se complacía con su presencia y un
telúrico regurgitar de música de instrumentos variados seducían e invitaban al
enigma; eso lo volvió un hombre cobarde. Desde luego, experimentó sentimiento
de miedo inconfesable que no se resiste en los pies, y sin importar llegar con
la camisa desagarrada y que le preguntaran por el sombrero, prefirió irse y
contarlo.
Las naciones indígenas tenían
sus centros ceremoniales, que eran como las conocemos ahora, enramadas de
varas, pero el lugar en que se realizaba el rito de iniciación era en los
camanteopos, lo que factiblemente podría representar el inframundo, donde se
supone que se encontraban con el otro o quien les daba la confirmación en la
práctica terrenal. Ahora se cree que son cuevas donde habita el diablo, como
una forma de infundir el miedo o el desprecio. Lo refieren como algo malo, pero
en el fondo lo que se ataca es la cosmovisión india.
Se dice que no hubo pascola
reconocido en el pueblo de Baca sin antes haber entrado al camanteopo. Vienen
al caso Toribio Valenzuela y Juan Botas, últimas generaciones recordadas.
Seguramente hubo muchos más. Sin embargo, se discurre en ellas porque ineludiblemente
es el pasado de las fiestas religiosas, con el que se acercaron al ramadón para
vivir momentos que desafortunadamente no sabemos si volverán. Pero todavía
peor, es la gloria negada de esa posibilidad de expresión a tal magnitud.
Es paradójico narrar una
práctica irrenunciable en el pasado de una nación para volver sus fiestas
religiosas más floridas y provistas de magia, cuando en el presente se ha
abandonado esa expresión, aunque a lo mejor se siga practicando lejos de las
miradas ajenas. No todo muere o sucumbe al miedo ¿o sí?
(RIODOCE/ LUIS ESPINOZA SAUCEDA/5
SEPTIEMBRE, 2016)
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