martes, 29 de enero de 2013

EXPEDIENTE: LA GRINGA...



Rosendo Zavala
Saltillo, Coah.- Cuando escuchó que lo llamaron por su sobrenombre, “La Gringa”, volteó sorprendido y comprendió que sus días de escondite habían terminado, porque el destino le cobraría con cárcel haberse embriagado hasta cometer el peor delito… asesinar a su amigo.

Aquella voz ronca que lo sacó de sus andanzas era la del agente ministerial que lo encontró vestido de decencia, lejos de su tierra, donde pretendía enderezar el camino para olvidar la amarga experiencia que lo había marcado para siempre.

En medio del torbellino emocional que lo confundía de sobremanera, el jornalero retornó a Saltillo, donde comenzó su calvario penitenciario tras reconocer que se había convertido en criminal por apuñalar a su pariente lejano, durante la borrachera festiva que se convirtió en tragedia.

Pura cerveza
Mientras la tarde caía sobre la maleza del ejido Guelatao, los murmullos mostraban el ambiente festivo del lugar, ajeno a la tragedia que se postraría con el amanecer más rojo de que se tenga memoria en el pueblo.

Y es que Andrés hizo planes para dar el borrachazo de su vida, sin sospechar que su afición al vino lo traicionaría irremediablemente, cuando en un arrebato de furia atentaría contra su propia sangre, dejando una estela de dolor, que hasta hoy siguen llorando los deudos.

Pero mientras la muerte se aproximaba cautelosa hasta el punto de acuerdo, la música retumbaba feroz en la casona de Luis, que junto a su grupo de amigos departía en el que sería el último convivio terrenal, antes de caer abatido por su propio invitado.

Mientras las farolas de la cabecera municipal figuraban como luciérnagas en el horizonte, en el ejido los brindis eufóricos se dejaban escuchar, entre palabras y carcajadas que diluían aparentemente cualquier posibilidad de que algo saliera mal.

Dese tiempo atrás, los jornaleros habían acordado involuntariamente protegerse como si fueran allegados, pero la repentina discusión, matizada con el veneno del odio, se encargó de matar la relación de ambos, que terminaron en lugares tan distantes, pero tan unidos por la misma situación.

Ajenos a lo que pasaría aquella noche de noviembre, Andrés y Luis se reunieron con los conocidos que aderezarían la reunión donde el alcohol corrió indeleble, contribuyendo a la alegría ficticia en la que todos se envolvieron con el correr del tiempo.

Mientras los acordeones norteños zumbaban en las viejas bocinas que animaban a los presentes, el fantasma de la desgracia comenzaba a tomar forma, sin que nadie se diera cuenta, así comenzó a gestarse la odisea que culminaría de la peor manera frente a los ofendidos deudos.

Esto, porque “La Gringa” portaba en su cintura lo que acabaría de tajo con la festividad que hasta entonces parecía reinar, no sólo en Guelatao, sino en todo General Cepeda, que súbitamente se fundió en el silencio que provocan la tragedia.

A puñaladas
Espantando el frío infernal que corría por todos lados, los fiesteros mitigaban el invierno con la antorcha de la indiferencia, mientras las anécdotas de la semana en el campo competían por erigirse como la mejor historia, esa que los dejara ante la concurrencia como los mejores jornaleros del rumbo.

Pero lo que hasta entonces era la mejor de las reuniones se convertiría en la peor de las desgracias, cuando un desacuerdo renació las diferencias entre los “primos” que tratando de lucirse ante el grupo dieron lo mejor de su repertorio verbal para no quedar mal ante su gente.

Tras varios minutos de una mezclada discusión, en la que todos parecían tener injerencia, “La Gringa” y Luis tomaron muy personal el asunto que se salió de control sin que nadie lo advirtiera, pero que resultaría definitivo en las aspiraciones vivenciales del fallecido.

Repentinamente, el mundo pareció detenerse y los dos rijosos se hicieron de palabras, formando el círculo imaginario donde todos figuraron como testigos del duelo que se tiñó de sangre, porque sería entonces cuando el infortunio se metió de lleno en la discordia, donde habría un perdedor.

Aprovechando la confusión que para entonces invadía a los presentes, Andrés sacó una daga de entre sus ropas y, apoyado en el barullo del momento, asestó una puñalada a su rival de ocasión, que herido de muerte cayó desplomado, ante el asombro de quienes nada pudieron hacer para ayudarlo.

Sorprendido de su propia obra, el atacante corrió por las calles del pueblo para perderse bajo el manto de la noche, mientras los familiares de Luis se arremolinaban en torno al cuerpo, que para entonces ya había escrito su destino final.

Buscando remediar lo irremediable, los potenciales deudos se postraron sobre el charco de sangre que escapaba de las entrañas del herido, que balbuceando sus últimas palabras fue subido en la camioneta que a toda prisa devoró los siete kilómetros de terracería que separaban la vida de la muerte.

Minutos después, el vehículo se detuvo abruptamente en las afueras del centro de salud, a donde el moribundo fue ingresado sin posibilidades, porque cuando el médico de guardia, lo revisó ya había exhalado su último suspiro.

Tras confirmarse el deceso de Lucho, un grito de dolor se dejó escuchar en el lugar, poniendo la etiqueta de crimen a la discusión que comenzó como una simple borrachera, pero que se distorsionó hasta dejar a un hombre muerto sin motivo aparente.

Aterrorizado
Al mismo tiempo, elementos municipales llegaban a la escena de la gresca, donde interrogaron a los testigos sobre los hechos, sacando las primeras conclusiones para cooperar con el fiscal encargado del caso, que hizo lo propio en la clínica donde se reportó la defunción.

Por su parte, “La Gringa” temblaba al sentirse acosado por los pensamientos fatalistas y buscando salvar su integridad se refugió en un punto ciego de la región, sabedor de que nadie lo encontraría porque, de lo contrario, su futuro podría ser el mismo del hombre victimado minutos antes.

Sintiendo que la furia de los deudos lo alcanzaba sin tenerlos enfrente, Andrés huyó a Monterrey, donde intentó comenzar una nueva historia, lejos de los señalamientos sociales o los recuerdos de un pasado que todos los días se convertía en presente.

Durante más de siete meses, el hombre de pinta militar y esperanzas rotas deambuló por las calles regiomontanas buscando el futuro que nunca llegó, porque ni sus múltiples intentos por aprender un oficio lo salvarían de encarar la realidad que lo acechaba peligrosamente.

Una tarde de junio, el prófugo de la justicia se entretenía aplicando sus dotes de ciudadano informal, cuando una voz desconocida lo alertó de sobremanera, y presagiando el principio del fin, volteó lentamente, tan sólo para percatarse de que su pesadilla tomaría un nuevo rumbo.

Viendo fijamente a los hombres que llegaron buscándolo, el güero suspiró hondo sin preguntar nada, porque las miradas que cruzaron ambas partes dejaban en claro que los días de correr sin rumbo fijo habían terminado justo en ese instante.

Resignado, al criminal no le quedo más que aceptar las circunstancias y subir en la patrulla ministerial, en la que regresó a Coahuila, sabiendo que le esperaba un negro porvenir, donde los barrotes del encierro serían su único panorama durante los siguientes años.

Antes de volver a su auténtica realidad, el hombre dio los motivos que lo orillaron a tomar la trágica decisión, narrando a los investigadores la forma como se desarrollaron los hechos que lo convirtieron en homicida, señalando la discusión fortuita como el elemento que lo incitó a pecar mortalmente.

Sobresaltado, manifestó que se fue del pueblo por temor a represalias, porque sabía que si se quedaba podía ser presa de los enfurecidos parientes del muerto, sacando distancia para evadir el problema en que se había metido por no contener su carácter.

Acusado
Inmerso en los recuerdos que volvieron de la nada, Andrés enfrentó su proceso legal ante un juez penal de Saltillo, argumentando en todo momento que fue provocado por Luis aquel fin de semana, donde se convirtió en asesino.

Tratando de evadir el encierro definitivo en el Cereso para varones de la localidad, “La Gringa” aportó los elementos que resultaron ser los necesarios para consolidar su deseo de mantener la libertad perdida tras una noche de borrachera.

Y es que como parte del litigio que llevó durante casi medio año, el inculpado ofreció una cantidad importante de pruebas, entre las que destacó la versión de los testigos, lo que le valió para que las autoridades dieran un fallo definitivo en las diligencias que se prolongaron hasta la víspera de la Navidad.

Bajo el panorama de lo recabado durante las actividades de investigación, el fiscal asignado dio su veredicto y dictó una sentencia de 5 años con 9 meses de prisión a Andrés por el delito de homicidio simple doloso en contra de Luis.

Sin embargo, la penalidad impuesta bastó para que el inculpado se acogiera a los beneficios que el castigo le brindaba, aceptando la libertad bajo caución a la que tenía derecho, siempre que cumpliera con las disposiciones de ley que debía acatar para acceder a la calle.

Fue así como “La Gringa” sintió que el alma le volvía al cuerpo, aunque para eso tenía que pagar 30 mil pesos por concepto de multa y reparación del daño, además de comprometerse a estar cerca de las autoridades para atender el llamado de éstas cuando fuera requerido.

Andrés fue sentenciado por un juez penal de Saltillo a 5 años 9 meses de prisión bajo el delito de homicidio simple doloso, se le brindó el beneficio de la libertad bajo caución, teniendo que pagar 30 mil pesos por concepto de multa y reparación del daño.

(ZOCALO/ REVISTA  IMPACTO SALTILLO/ Rosendo Zavala /29/01/2013 - 01:10 PM)

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