domingo, 2 de diciembre de 2012

LAS VEGAS: CERO INHIBICIONES EN LA SUITE DE LAS ESTRELLAS



La fiesta de los Grammy Latinos tiene uno de sus finales en un hotel de lujo, donde entre bebidas, prostitutas, droga y estrellas del espectáculo, hombres y mujeres buscan la redención de “una gran noche”.

Las Vegas • Una noche y dos días en Las Vegas. Un vistazo. Treinta y seis horas de sumersión en la frenética existencia de esta ciudad poseedora de millones de luces nocturnas implantadas en medio del oscuro desierto. Tantos foquitos hay por todos lados, en los muros de los hoteles y en cientos de anuncios espectaculares —destellos incesantes que hechizan las pupilas—, que los lugareños siempre presumen que esta urbe se mira… desde el espacio.

El Hotel Luxor es un edificio decadente y ruinoso que alguna vez, en un tiempo muy lejano —lejanísimo para las fugacidades que se viven aquí— maravilló a los habituales de Las Vegas, acostumbrados a observar inefables construcciones acartonadas que copian otros lugares del mundo y la naturaleza (Venecia, París, Nueva York, la Roma de los césares, un volcán en erupción): el Luxor es la portentosa emulación, hecha con concreto y cristales, de… una pirámide egipcia.

 Y ahí, adentro de la faraónica obra de tabla-roca, el esplendor se fue: los avejentados elevadores del hotel (pareciera que tuvieran siglos de existir), se bambolean como un vertiginoso juego mecánico de la feria: parece, con sus estruendos, que, como los oníricos castillos de naipes de los apostadores, en cualquier momento se desplomarán al ascender o descender. Espectáculo adicional a lo que suele ofrecer este antiguo pueblo de osados vaqueros (según presumen sus oriundos), vale la pena treparse en esos involuntarios juegos mecánicos y observar las caras de terror de quienes tienen que usarlos.

—¡Dios mío! ¡Qué sucede! ¡Esto se va a caer! ¡Oye el ruido, Duncan! —se quejaba casi en llanto tras sus lentes de fortísima graduación una pobre viejita de mirada desorbitada por el terror. Su marido estaba lívido, mudo al sentir la turbulencia aérea de la caja ascendente y descendente Número 4 del hotel, la cual golpeaba con violencia, vaya usted a saber contra qué: muros o rieles. Y así, una y otra vez…

El lugar, para seducir viajeros, ofrece habitaciones desde 28 dólares, precio que resulta ilustrativo de sus necesidades piramidales que no se aprecian desde el exterior, donde aún atrae a nuevos turistas: tiene en uno de sus costados una gigantesca efigie y un enorme obelisco, réplicas de los ubicados en Egipto. Muchas cosas en su interior tienen motivos de aquella cultura milenaria, por ejemplo, grabados faraónicos.

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Entrar a una de las más lujosas suites del Hotel Bellagio es casi imposible: se requieren muchos miles de dólares por noche. Pero entrar a uno de esos aposentos luego de la entrega de unos premios musicales, los Grammy Latinos, para codearse con las estrellas del espectáculo y sus cortes, todavía suena más inalcanzable. Pero bueno, un reportero sin hada madrina, no es reportero...

Frente a un par de ascensores hay una cadena como las que se ponen en los antros: dos corpulentos guardas con chícharos en los oídos la custodian. Una mujer, de traje sastre y corbata, tiene un bloc con una lista llena de nombres y apellidos. Nadie pasa de ahí si no está en la lista. Nadie. Uno de mis anfitriones sí está. Vía libre para los cuatro que vamos. Una mujer con body paint, con el cuerpo ataviado únicamente de pintura dorada, nos acompaña hasta el elevador. Ella tiene una llave que introduce junto al foquito del último piso del edificio. Le da vuelta y se despide toda sonrisas, cero inhibiciones por su cuerpo a la vista. Allá vamos, al cielo de Las Vegas, que en este caso es una enorme suite de dos habitaciones, con chimenea, estancia, sala, comedor, techos altísimos, puertas de cristales, las luces de la urbe as sus pies, y una joven mujer afroamericana que, como diyai, es buenísima…

El aroma de los caros perfumes y lociones, el destello de elegantes vestidos de noche, el maquillaje impecable, a veces excesivo de las damas, las corbatas de moño de los caballeros, las sonrisas congeladas de varios conocidos artistas (cuyos nombres omitiremos para respetar su privacidad), los cuerpos lindos de no pocas cantantes, y muchas carcajadas, existencias de rascacielos, reciben a los infiltrados.

La fiesta es por todos lados: hombres y mujeres deambulan en el bar, en los sillones, en las camas de los cuartos, y por supuesto, en los baños abiertos de par en par: las zonas más divertidas son las de dos de tres baños, los enormes baños que están en las habitaciones. Ahí, una tina de las antiguas, de las que tienen patas, está repleta de hielos y cervezas mexicanas. Una docena de hombres y mujeres prefieren las chelas “a pelo” que probar los misteriosos cocteles del impecable barman hispano. Al fin que la tina está al lado de un tocador con un enorme espejo. Y ahí, en el mármol del tocador, para quienes gustan, no todos, algunos, las líneas de polvo blanco se reparten bien, se pican bien. Música, risas, pupilas dilatadas, flirteos, delicados toqueteos. Euforia. Pasan las horas y las parejas desaparecen. Quedan grupos de hombres y mujeres, no más de 20, a la caza del ligue final…

—¡Lo que estoy buscando hoy es la cogida del siglo, man! No cualquier cogida. Hoy tiene que ser la cogida del siglo. Hoy es festejo. ¿Me entiendes? Y para eso, necesitas una perra inolvidable. ¡La-Perra! ¿Captas? Y La-Perra... es ella… —suelta su rotunda filosofía carnal el amigo de un productor, en charla entre machos. Luego gira el brazo y la mano derechos y señala a la elegida, quien se carcajea con dos amigas metidas todas en la tina llena de cervezas, ajena a que ha sido escogida como La-Elegida. El hombre usará todos sus trucos, incluidos los oficios de un enviado y una enviada, ambos trabajadores a su servicio, para convencer a la guapa mujer, pero ésta no cede. Bien borracha, se quita sus botas, y se irá con otro, con quien le dio la gana…

En Las Vegas las tiranías no suelen estar en estas suites. Y cuando están, la casa no siempre gana…

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Aquí mucha gente festeja y festeja. Pero también, mucha gente sufre terriblemente. Sufren las prostitutas de medio pelo que sueñan con que las inviten a una suite, al menos a una habitación decente, en vez de tener que ser empujadas al cuartucho de un motel por algún pelado. 

Recorren bares y bares de los casinos con su ropa que, por más sencilla que sea, las delata tanto como sus maquillajes que, en algún punto, siempre son excesivos, como sus bolsitas de cosméticos son corrientes.

Do you want to party?... —al fin se atreve una chiquilla a abordar a un hombre de unos 40 años, de traje elegante, Ermenegildo Zegna, se mira cuando saca su cartera. Ella no pasará de 22 años, sus ojos verdes son tan pero tan tristes, como un nudo en la garganta por un duelo permanente. El tipo la mira de arriba abajo, de sus botas y jeans a su top, y se voltea, apenas le ve el rostro. Sigue bebiendo en la barra de un bar y auscultando su móvil. Luego volverá a una mesa VIP de Black Jack en el casino del hotel Mandalay. Ella se aleja apenada, ruborizada, los ojos inundados, y se va a la fría calle otoñal, casi invernal con sus 12 grados.

El patán la ha tratado como una puta, a la linda y sufriente prostituta…

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Ya para amanecer, en el hotel Luxor inicia un peculiar movimiento que, me explican, se repite en hoteles de bajo costo. Cardúmenes de personas jalan sus modestas maletitas con ruedas para ir a dar al lobby. Tienen prisa. Todos van serios, muy serios, podría decirse que como sonámbulos, como zombis. Parece que huyen del infierno. Y sí, algo así les ocurre: han perdido todo. Lo poco que tenían. Es gente de clase media-baja que no se repone desde la crisis, me instruye un afable portero a la puerta del hotel. Gente de ropas muy usadas, de tenis gastados, de gorras viejas, de ilusiones perdidas una y otra vez, cada ocasión que su desesperación, o su adicción al juego (o ambas cosas) los succiona de nuevo a este averno. Y es que basta verlos en las mesas de juego: sufren, sudan, tiemblan, se desencajan, ganan algo, se excitan, beben (o no), y vuelven a perder. Se paran, regresan con más dinero extraído de los cajeros, hasta que ocurre lo inevitable: pierden todo.

—¿Quién sale millonario de Las Vegas? ¿Usted conoce a alguien? Yo no, en 25 años que tengo he visto de todo, pero un nuevo millonario, la verdad no… —dice Bob, el portero.

Y ahí se van ya todos esos miserables perdedores, ánimas de Las Vegas, los que, más allá de los turistas, siempre, por desesperación o vicio, poblarán esta porción del desierto de Nevada, esta ciudad de gozos fugaces y calvarios permanentes. Y para ellos, no, lo que pasa en Las Vegas “no se queda en Las Vegas, se va con ellos”, dice Bob… 

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