domingo, 2 de diciembre de 2012

LA CONSTRUCCIÓN DE UN PRESIDENTE

Raymundo Riva Palacio 

El destino lo alcanzó. Empezó a dibujarse en Tlanepantla, el 17 de marzo de 2005, cuando arrancó su campaña para el gobierno del Estado de México. Enrique Peña Nieto no figuraba entre los aspirantes más robustos para el relevo de Arturo Montiel, y parecía un político demasiado bisoño y sin mucho fondo. “¿De verdad crees que este muchacho pueda ser gobernador?”, cuestionó poco después de conocerlo el director de un periódico nacional a David López, en ese entonces responsable de la comunicación de la CFE, que los fines de semana le ayudaba a que lo conocieran personalidades de la comunicación.


Peña Nieto no lucía como el heredero de la maquinaria de poder del Grupo Atlacomulco, mítico en la política mexicana por haber generado una legión de personalidades y que produjo una escuela de liturgias y trabajo colectivo que marcaría a aquél joven que comenzó a absorber política en la secundaria, cuando su tío Alfredo del Mazo llegó a la gubernatura de su estado en 1981. Se veía pequeño ante figuras como Alfonso Navarrete Prida, el poderoso procurador mexiquense con una historia jurídica propia, que miraba a Peña Nieto hacia abajo, como si fuera un pequeño obstáculo más en el camino hacia el poder estatal.

Montiel se había rodeado de jóvenes políticos que había utilizado como contrapeso de los poderosos grupos de interés que capitaneaba Miguel Sámano, el influyente secretario particular del gobernador. Los llamaban los Golden Boys, un mote que salió de la oficina del entonces secretario de Gobierno Manuel Cadena, en donde también se encontraba Luis Miranda, uno de los mejores amigos de Peña Nieto, y Carlos Iriarte, también muy cercano a él y actual alcalde de Huixquilucan. La decisión se tomó por el más tímido de los Golden Boys, y nadie se arrepintió.

El poder que no se le veía en los prolegómenos de la candidatura, se convirtió en una locomotora durante la campaña, donde conectaba de manera automática con la gente. Quienes los vieron en mítines hace seis años, sin el factor de fuerza agregado de su personalidad telegénica, pudieron ver lo que durante la reciente campaña presidencial se observó: la gente se le encimaba, las mujeres le gritaban, lo acariciaban, le daban besos. Todos se querían retratar con él y tocarlo. El fenómeno carismático comenzó en ese momento.

Felipe Calderón y López Obrador se disputaban la victoria y pese a la abrumadora derrota del candidato del PRI, Roberto Madrazo no quería reconocerla. Desde la misma noche del 2 de julio de ese año, Peña Nieto habló con los gobernadores para que lo presionaran a admitir que había perdido. “Hay que hacerlo ya”, les dijo. “Tenemos que reconocer no sólo la derrota, sino también la victoria. Tenemos que ser institucionales”. Para ese momento, con los datos del IFE, el triunfo de Calderón era irreversible. Madrazo salió el 4 de julio, rodeado de los líderes del PRI y los gobernadores, a conceder la derrota y la victoria del panista.

La humillación a Madrazo era también un revés del que no se repondría el grupo que aspiró sin éxito la candidatura presidencial del PRI en 2011, pero que a diferencia de Peña Nieto, no se había trazado una estrategia de largo plazo. Desde que asumió la gubernatura del Estado de México, Peña Nieto estableció lo que quería hacer, hacia dónde ir, y cómo lo iba a hacer. La primera señal, un día después de rendir protesta, fue reunir a su gabinete a las 8 de la mañana del 16 de septiembre de 2005, y decirles que los había escogido por ser los mejores para las responsabilidades que les había asignado, y leerles la cartilla: honestidad, acercarse a la gente y un plan de acción inmediata, a 150 días, el inicio de los compromisos de gobierno. Obra pública y trabajo con los ciudadanos, como estrategia local. Hacia fuera del estado, decidió que iba a asistir a cada toma de posesión de gobernador, y a cambio, ellos tendrían que corresponderlo en cada uno de sus informes. Estaría en cada campaña de candidato a puesto federal o gobernador, y apoyaría.

Esa estrategia le dio presencia nacional. “Peña Nieto tiene una gran sensibilidad para entender la necesidad de utilizar a los medios de comunicación”, dijo uno de sus colaboradores cercanos. “Desde que arrancó, sus campañas han sido mediáticas”. El primer día de sus actividades, cuando habló con su gabinete antes de irse de gira, hubo una explosión en una fábrica de cohetes en Tultepec. No dudó en cambiar la agenda y viajar a esa comunidad, donde se comprometió a construirles un mercado con las medidas de seguridad para evitar siniestros como el de ese día, que se convirtió en una de las obras cumplidas de su gobierno. Aún para los críticos, esa estrategia de permanente contacto con los mexiquenses dio resultados positivos. En las elecciones intermedias en 2009, volvió a arrebatarle al PRD victorias y bastiones y comenzó a hundir electoralmente el PAN. La recuperación priista en el estado le dio prestigio como jefe político de esa maquinaria de hacer votos. Con su fuerza colocó piezas estratégicas al frente de comisiones en la Cámara de Diputados, como a su secretario de Finanzas, Luis Videgaray, quien se convirtió en presidente de la Comisión de Presupuesto.

El dinero es el corazón de la política, y Peña Nieto lo hizo latir a su ritmo. Todos los gobernadores del PRI y sus sectores tenían que pasar por la aduana de Videgaray y, en caso extremo, pedirle favores al gobernador mexiquense para que los respaldaran en San Lázaro. Todos los gobernadores de oposición también tenían que lidiar con el poder mexiquense. Videgaray fue quien establecía la relación financiera con el Gobierno federal mientras que Peña Nieto, discretamente, forjaba un canal de comunicación directa con el presidente Felipe Calderón a través de sus secretarios de Gobernación, sobre todo Juan Camilo Mouriño y Fernando Gómez Mont.

Peña Nieto se consolidó como fuerza determinante en el PRI en esas elecciones intermedias. Para entonces, la aspiración presidencial era una realidad no admitida públicamente, pero como decía en privado, para poder llegar al 2012 tenía que pasar la frontera de 2011, las elecciones para gobernador en el Estado de México. Después de la victoria en 2009, dijeron cercanos a él, definió qué sería su siguiente enemigo: una alianza PAN-PRD en las elecciones estatales. Peña Nieto hizo un trabajo en distintos niveles para sabotearla. Por un lado, sus operadores políticos cooptaron a quienes pudieran forjar la alianza con la izquierda. Por el otro, negoció con Gómez Mont, con el aval de la entonces líder del PRI, Beatriz Paredes, un acuerdo con el PAN que impidiera la guerra sucia y, sobretodo, una alianza electoral.

Trabajada la oposición, empezó la labor del sucesor. Meses antes de la selección de candidato, en una plática con los conductores de Radio Fórmula, dijo que sólo había dos candidatos: Videgaray y Alfredo del Mazo, su primo, que era presidente municipal de Huixquilucan. En vísperas de la designación en marzo del año pasado, los mensajes en su equipo indicaban que Del Mazo sería el candidato. El eficiente alcalde de Ecatepec, Eruviel Ávila, estaba listo para ser el candidato del PRD, pero en la víspera del destape, a un periodista amigo que le preguntaba sobre su inminente derrota, le respondió por BlackBerry: “Aún no está decidido nada”.

Ávila surgió como el sucesor de Peña Nieto, lo que se interpretó en ese momento como una decisión fría y pragmática. Lo fue, porque como diría a sus cercanos en todas las campañas cuyos arranques atestiguó y en el análisis de los resultados, ganaron únicamente quienes eran buenos candidatos, y no los que había seleccionado el partido, en el acomodo de los grupos políticos de interés. Aún así, sorprendió. Cuando Peña Nieto la notó entre algunos de sus cercanos, les decía con una sonrisa: “¿Pues que no viste todas las señales?”. En retrospectiva, recuerdan, si había una muy importante, el 3 de octubre de 2010, cuando festejó los 15 años de su hija mayor Paulina e invitó a todos los aspirantes. Todos, sin excepción, se pasaron de copas esa noche, y a todos vio en situación inconveniente. Pero sólo a uno de ellos le mandó decir que se cuidara. Era Ávila, quien abandonó las copas totalmente. Tras la victoria en el Estado de México, Peña Nieto estaba en las nubes. En noviembre pasado, como precandidato, dominaba la agenda en los medios de comunicación y todo giraba en torno a él. Fue a Washington y habló con los equipos editoriales de “The Washington Post”, “The New York Times”, “The Wall Street Journal” y “Bloomberg”. Dio una conferencia de prensa en el Edificio Nacional de Prensa en Washington, y al final varios periodistas estadounidenses le aplaudieron. Entonces llegó la Feria Internacional del Libro en Guadalajara.

Arrancaba diciembre, en vísperas de la selección de candidato presidencial del PRI, cuando no pudo responder la pregunta inocua de un corresponsal español sobre tres libros que hubiera leído. Aunque el incidente era menor, por su tamaño en la opinión pública se convirtió en un problema de imagen. “Diciembre fue un mes muy triste”, recordó una de las personas que vivieron ese momento. Pero al comenzar enero, el día 2, llamó a una reunión a sus cuatro principales colaboradores, Videgaray, quien sería el coordinador de la campaña, Miguel Ángel Osorio Chong, que se encargaría desde el PRI de la operación territorial, David López, en comunicación, y Miranda. “¡Basta!”, exigió. “Quiten esas caras. Vamos a preparar otra campaña. Somos la mejor opción. Vamos a echarnos para adelante. Vamos a darle la vuelta”.

“En chinga, en chinga”, como suele decir a veces, con un lenguaje florido que no es tan ajeno a él, estaba como siempre, con prisas. En enero convocó a lo que sería su cuarto de guerra: Videgaray, Osorio Chong, López, Pedro Joaquín Coldwell, el presidente del PRI que siempre presidía, Miranda, Jorge Carlos Ramírez Marín, ex presidente del Congreso, Jesús Murillo Karam, Emilio Gamboa, Liébano Sáenz, ex secretario particular del presidente Ernesto Zedillo, Robero Calleja, responsable de medios en el partido, Eduardo Sánchez, el vocero, Erwin Lino, su secretario particular, Benito Neme, su amigo y jurídico, y los jóvenes Aurelio Nuño y Fran Guzmán.

En la primera reunión, que siempre empezaban a las 10 de la noche y eran a morir, les dijo: “Lo que yo necesito es que ustedes tomen las decisiones, que dispongan de mi agenda y digan cómo hacer la campaña. Yo quiero disfrutar la campaña y estar cerca de la gente”. Su equipo reflejaba el ánimo del momento. Soberbios, prepotentes, distantes. Se sentían tallados a mano por la forma como les estaban saliendo las cosas. En el primer mes de campaña, el candidato ya había visitado casi la mitad de los estados. En el primer debate presidencial en mayo, Peña Nieto no salió a administrar su notable ventaja en las preferencias electorales, sino que cuando fue necesario, le respondió a López Obrador. Sin ganar en la opinión pública ganó, pues derrumbó leyendas populares como el que no sabía improvisar, ni leer fuera de telepronter, y que sólo en espacios controlados se podía mover con comodidad. Pero como había sucedido en Guadalajara, llegó una segunda crisis, la visita a la Universidad Iberoamericana a mediados de mayo.

Un buen encuentro en el auditorio, donde había podido superar las tensiones internas por el maltrato que al momento de entrar al recinto sufrieron los estudiantes, se convirtió en una pesadilla afuera, por una protesta que comenzó focalizada y que se generalizó, donde ni tuvo los reflejos para salir rápidamente de la universidad, ni su equipo de seguridad la capacidad para llevarlo por lugares seguros. Declaraciones de Coldwell y Gamboa denostando a los estudiantes, los irritaron más y dieron pie a la creación del movimiento #YoSoy132 que ahora es su sombra. “Aquello nos hizo mucho daño”, recuerda uno de sus colaboradores. Tanto, que no se lo pueden sacudir aún.

Ese episodio se dio en el contexto de la campaña negativa que había hecho el equipo de Josefina Vázquez Mota, que en 15 días de spots sobre compromisos incumplidos en el Estado de México, no sólo le había colocado nueve puntos negativos, sino que había frenado, y sería para toda la campaña, su ascenso en las preferencias electorales. El #YoSoy132 contribuyó a crearle la imagen de vulnerable y que era posible derrotarlo en las urnas. La campaña del PAN no fue acompañada por una buena estrategia de Vázquez Mota, que no capitalizó lo perdido por Peña Nieto. Quien lo hizo fue López Obrador, quien con un incremento en las preferencias y una caída sustantiva de negativos, se convirtió en un adversario de peligro a la mitad de la campaña.

Se encontraba en Cancún, a la hora de la cena, cuando su equipo recibió la información de que al día siguiente el periódico Reforma iba a publicar una encuesta donde la diferencia entre él y López Obrador era de cuatro puntos. Casi un empate técnico, pero que en las condiciones como había iniciado la campaña, representaba un golpe mediático contra el priista. A la mañana siguiente, viajó a Mérida. “¿Sabes qué?”, le dijo a López en la camioneta que los transportaba cuando le entregó una copia de la encuesta. “Esto nos va a ayudar a que ganemos”.

Paradójicamente, al haber sido Reforma un periódico que sistemáticamente jugó en contra de Peña Nieto y a favor de López Obrador, así fue. Desde Los Pinos se ratificó la instrucción a la campaña de Vázquez Mota para que no volvieran a atacar a Peña Nieto en spots y realinearan sus cañones contra López Obrador. En El Universal se publicaron los detalles de una cena organizada por el primo del ex senador Santiago Creel, donde dos asesores de López Obrador pedían dinero para la campaña muy por encima por lo permitido en la ley. En una reunió con políticos, académicos y activistas, María Elena Morera, quien creció sus organizaciones de la mano de gobiernos panistas, le preguntó al candidato de la izquierda si aceptaría públicamente la derrota en la elección presidencial.

López Obrador no supo responder con velocidad ante el cambio de dinámica en la campaña presidencial y se hundió. Vázquez Mota estaba derrotada casi desde el principio de la campaña. Peña Nieto cerró su campaña y organizó un ejército de abogados para lo que esperaban sería una larga lucha postelectoral. No fue así, ante la diferencia sustantiva de votos frente a López Obrador. El 31 de agosto, el Tribunal Electoral le entregó la constancia de mayoría a Peña Nieto y en la noche, en su casa, celebró con una cena reducida la victoria. Estaban Videgaray, Osorio Chong, Miranda y López, los mismos a los que les dijo el 2 de enero que se echaran para adelante, que él era la mejor opción para el país. Festejaría que las urnas lo habían llevado al final de su destino. La Presidencia, será una nueva historia.

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