TORREÓN, Coah. (Proceso).-
Hace casi siete años R. y W. estuvieron en el infierno. Olieron y vieron la
muerte de cerca –el primero durante 14 días; la segunda, cuatro– tras haber
sido secuestrados por Los Zetas. Son de las pocas personas que han sobrevivido
a ese grupo criminal.
A condición de mantener el
anonimato, cuentan a este semanario sus experiencias, las que, dicen, los han
marcado para el resto de sus vidas.
El 26 de diciembre de 2010
gritos de “¡Policía Federal!”, seguidos de disparos en la cerradura de la
puerta de un departamento, en el centro de esta ciudad, interrumpieron la
reunión de fin de año en la que estaban R. y W.
Hombres vestidos de civil,
con pasamontañas y armas largas, entraron y preguntaron por personas que eran
desconocidas para los jóvenes; a éstos y a otra chica los golpearon, los ataron
con cinta canela, los sacaron del edificio y los metieron en camionetas que
esperaban en la calle, también con gente fuertemente armada.
“En la calle estaba una
patrulla de la Policía Municipal. Eran cuatro policías, también encapuchados,
vigilando las tres o cuatro camionetas de los que nos sacaron en la noche. Nos
cubrieron los ojos con cinta canela y nos trajeron paseando hasta las seis de
la mañana, hasta que nos llevaron a una bodega, donde llegaron otras camionetas
con más gente”, recuerda R.
W. –quien dice que a ella y a
una persona moribunda les apagaban cigarros en la nuca mientras circulaban por
la ciudad y la carretera– narra que les dijeron que estaban en manos de Los
Zetas y que rezaran, porque no sobrevivirían.
“Éramos como unas 15 personas
hincadas sobre grava; fue un momento muy tétrico porque todos empezaron a
rezar. A mí, del miedo, se me olvidó el Padre Nuestro”, dice.
Después de ser interrogados
por alguien a quien llamaban “el comandante” sobre si pertenecían a algún grupo
rival, si vendían o consumían drogas, sobre sus actividades y las de sus
familias, fueron nuevamente subidos a los vehículos y llevados a un paraje del
desierto. W. lo advirtió porque cuando la sacaron del departamento estaba
descalza y sintió la arena en sus pies.
Los jóvenes recuerdan que
eran vigilados diariamente por seis personas, tres en cada turno de 12 horas;
hombres al parecer de rancherías cercanas, de entre 30 a 45 años, incluso un
menor de 17 años quien les confesó que “ya tenía varias calaveras” y que estaba
ahí porque “el comandante tenía a su hermanita de 10 años, y para verla tenía
que hacer lo que le ordenaran”.
“En los primeros días mataron
a una persona delante de nosotros. Le dieron tres balazos y después la echaron
en un tambo de 200 litros con agujeros a los lados y en la parte de abajo; le
pusieron dísel y le prendieron fuego; duró varias horas la quema. Cuando
terminó, hicieron un hoyo en la tierra y vaciaron el tambo y lo pusieron boca
abajo. Nos decían: ‘El que sigue eres tú’, que nos iban a cortar la cabeza y
nos mencionaban mucho que nadie nos iba a encontrar. Cuando yo salí quedábamos
cinco de 20”, cuenta con dificultad R.
Durante el tiempo que
estuvieron en poder de Los Zetas, R. y W. conocieron a una mujer de nombre
Marichuy, originaria de Chiapas, que llevaba dos meses secuestrada. Fue
entregada a Los Zetas por custodios del Cereso de Torreón luego de que fue a
visitar a su esposo interno.
Una noche en que los movieron
del paraje para llevarlos a otro cercano donde había más camionetas, escucharon
varias veces la voz del “comandante” y después balazos. Una de las víctimas fue
Marichuy.
“Nos regresaron al lugar
donde estábamos y ahí escuchamos cómo despedazaban a Marichuy a machetazos;
luego la echaron en un tambo con dísel y removían todo con una tabla que tenía
la letra zeta: lo sé porque los del turno de la mañana me quitaban la cinta de
los ojos y me contaron lo que hacían con esa tabla, que también usaban para
golpear en la espalda y en las nalgas.
Tablas para tortura incautadas a Los
Zetas. Foto: Blog del Narco
Tablas para tortura incautadas a Los
Zetas. Foto: Blog del Narco
“Cuando terminaron con
Marichuy uno de los guardias nos dijo: ‘Ni me hablen porque estoy enjaquecado,
esa vieja me costó mucho trabajo’. Antes de morir, Marichuy me pidió que
avisara a su familia, pero no supe su nombre completo, sólo que era de Chiapas
y tenía cinco hijos, el más chiquito de dos meses. Guardo de ella un pedazo de
tela con su sangre”, confía W.
Durante el tiempo que los
jóvenes estuvieron en poder de los sicarios, escucharon conversaciones por
radio y por celular que revelaban la colusión con autoridades municipales,
estatales y federales, las cuales informaban de movimientos de las Fuerzas
Armadas.
“A nosotros nos decían
‘cabritos’, a los federales les decían ‘feos’ o ‘mocos’, los municipales eran
‘cacos’ o ‘azules’, los estatales no tenían apodo. Todos alertaban de los
movimientos de los ‘aguacates’, los militares”, recuerda R.
Los sicarios se cuidaban del
Ejército, agrega W. “El chavalillo de 17 años me dijo que cuando escuchara que
los militares estaban cerca, estuviera alerta y que a una señal suya corriera
al monte, no a la carretera, porque cuando les caían los soldados mataban a
todos, víctimas y victimarios, que hacía unos días eso había pasado en un lugar
que llamaban ‘las marraneras’… no dejaron a nadie vivo”.
Después de 14 y cuatro días,
respectivamente, y sin explicación, R. y W. fueron liberados.
Una semana después de
regresar con su familia, Los Zetas llamaron a R. para extorsionarlo y W. se
rehusó a encender el celular que “el comandante” le dio para pasar por ella e
ir al cine.
(Este reportaje ha sido
posible por el apoyo generoso del pueblo de Estados Unidos a través de la
Agencia de Estados unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Los
contenidos son responsabilidad de Proceso y no necesariamente reflejan los
puntos de vista de USAID o del Gobierno de Estados Unidos)
Este reportaje se publicó en la edición
2122 de la revista Proceso del 2 de julio de 2017.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/GLORIA
LETICIA DÍAZ , 5 JULIO, 2017)
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