Néstor
Jiménez | Monclova, Coah.- Francisco Villa, “El Centauro del Norte”, entró
triunfante a Saltillo y de inmediato ordenó a muy su estilo…¡A mentadas! que
sus dorados reunieran a todos los sacerdotes que estuvieran en el colegio de
San Juan Nepomuceno.
El
día 22 de mayo de 1914, junto a los clérigos que había en la capital de
Coahuila a quienes ya les habían llegado noticias que el revolucionario a su
paso, había asesinado a extranjeros.
Eran
las tres de la tarde de acuerdo a lo escrito por el presbítero Pablo Louvet
cuando el caudillo sentenció tajante que de no reunir un millón de pesos
pasaría por las armas a cada uno de los religiosos.
Eran
6 jesuitas, 3 eudistas, encargados del seminario, un sacerdote benedictino
español, los seglares presbíteros, Robles, Morales, Ceferino De la Peña,
Guzmán, Suárez, Recio y Gutiérrez.
Villa,
a quien se le atribuye el nombre real de Doroteo Arango, no bromeaba y las
narraciones por parte del religioso lo describe como un tipo inspirado por un
furor satánico y de codicia enorme.
Se
le giró a uno de los mandamás del Colegio, el presbítero Miguel Kubickza que
reuniera el dinero pero sólo se consiguieron 3 mil pesos y a pesar de la
colecta de la sociedad no se alcanzó la suma.
Para
el 25 de mayo, el jefe de la División del Norte, los sacó de la casa donde los
tenía secuestrados y a cintarazos los llevó al “callejón del truco”, donde
ejecutó a varios de los curas.
Como
si trajeran el diablo dentro, aquellos heroicos soldados que pelearon contra
las huestes del “Chacal Usurpador” Victoriano Huerta, dieron rienda suelta a
sus más bajos instintos criminales.
Ahorcaron,
fusilaron y torturaron a “los padrecitos” que de acuerdo a la experiencia del
cura que consignó los hechos, el General ordenó el día 29 que todos los que
sobrevivieron, principalmente extranjeros fueran desterrados de inmediato a los
Estados Unidos de Norteamérica.
Las
Crónicas de Louvet narran que como animales fueron escoltados a cuartazos donde
fueron subidos a unos vagones sin derecho a probar comida con rumbo al norte
para jamás volver.
Dicen
que Dios no baja para castigar y que todo se paga en este mundo y en medio de
aquellos religiosos secuestrados y expulsados, había un extranjero que tenía
una deuda pendiente, una culpa que llevaría siempre a cuestas.
Su
destierro en nada recompensaría el daño que provocó al menos a una familia a la
cual llenó de luto y dolor en el tranquilo pueblo de Nadadores, enclavado en la
región Centro de nuestro Estado.
TRAIDOR ALLEGADO AL OBISPO
Juan
Francisco Militello, de origen italiano, era el párroco de la iglesia de
Nuestra Señora de la Victoria y de acuerdo a las investigaciones del
historiador Lucas Martínez Sánchez, pertenecía al clero secular de la Diócesis
de Saltillo.
Era
de los más allegados al Obispo Jesús María Echavarría, siendo asignado a la
parroquia donde debido a su marcado acento europeo, la homilía la daba de una
manera muy singular.
Siempre
se dio a respetar entre la feligresía y era de extracción jesuita, el cual está
registrado en el Libro Número 1 de Licencias y Facultades de la Diócesis de
Saltillo de 1912.
Fue
asignado al pueblo de Nadadores donde la historia consignaría su poca hombría
durante las sangrientas revueltas revolucionarias tras el asesinato del
presidente Madero y el cuartelazo a la ciudad en la Ciudad de México.
CARRANZA, EL CAFÉ Y EL CARPINTERO
Tras
la derrota sufrida en Monclova a manos de los federales, Venustiano Carranza
ordenó a sus tropas darse a la retirada con rumbo a Cuatro Ciénegas para ello se
encaminaron por Nadadores.
El
13 de julio de 1913, el Gobernador de Coahuila, montado en su caballo tordo,
siguió el camino del fierro (las vías férreas) y ordenó que una partida
quemaran y detonaran todos los puentes que se hallaran en su paso.
Lo
anterior con el fin de sabotear una eventual llegada de más enemigos que
reforzaran a los huertistas y los masacraran en su escape, por lo cual tendrían
que tomar ventaja replegándose a su tierra natal.
Lucas
Martínez, refiere en su obra el penoso incidente narrado fielmente por el
doctor Regino F. Ramón, cuando el general Joaquín Mass tomaba la plaza de la
hoy Capital del Acero.
Apenas
entraron a lo que hoy es “La Villita” y el humilde carpintero, Vicente
Martínez, hijo de Jesús Martínez, corrió a recibir al “Varón de Cuatro
Ciénegas” para que descansaran un poco del largo camino.
El
trabajador de la madera no dudó en regresar a su jacal y gustoso le llevó un
moca de café, además de unas gordas y una jarra con agua sumamente fresca.
Y
mientras el barbudo jefe del ejército constitucionalista bajaba de su caballo,
platicaba con el joven al mismo tiempo que sus tropas tomaban un descanso antes
de proseguir con su camino.
Vicente
no sabía que con aquella acción desinteresada y que hizo con el único fin de
atender con hospitalidad al futuro presidente de México, acababa de firmar su
¡Sentencia de Muerte!
LO ENTREGÓ A LA MUERTE
Luego
que Carranza y los soldados se retiraron con rumbo al Poniente, Vicente
Martínez fue increpado por el padre Militello, que trataba de hacerle ver que
los equivocados eran los rebeldes y no los federales.
Pero
al sorprender en flagrante acción al carpintero no dudó en “ponerlo en la cruz”
y debido a que el muchacho ni siquiera se arrepintió de lo que hizo, que a
juzgar del religioso estaba mal, el italiano viajó de inmediato a Monclova.
Al
llegar a la Plaza de Armas pidió una audiencia con el general Joaquín Mass y
cobardemente denunció a Vicente como un “consumado y peligrosos carrancista”.
Además,
aquel lobo con piel de oveja demostró su servilismo al ofrecerse como capellán
de las tropas huertistas, dentro de los comandos expedicionarios siendo aceptado
de inmediato.
Fue
asignado a la partida del coronel Álvarez marchando con rumbo a San
Buenaventura pero al llegar a Nadadores, con toda la saña del mundo, le recordó
la denuncia que había hecho en contra de Vicente, el carpintero.
¿Ese
era el proceder de un servidor de Dios?... ¡Claro que no! El Coronel de
inmediato ordenó a tres soldados al mando de un cabo, ir al jacalito del joven
para que lo arrestaran.
Inocentemente
trabajaba en la carpintería cuando en rastras lo llevaron hasta la orilla del
ferrocarril o “camino del fierro” y cerca de la estación, en presencia del
sacerdote lo fusilaron. En el colmo de la crueldad lo colgaron del cuello en
uno de los postes del telégrafo (hoy en día no queda ni un poste en la
estación).
Ahí
comenzó un peregrinar de don Jesús Martínez quien en todos lados preguntaba por
el paradero de su hijo y nadie le daba razón ocultándole el verdadero destino
que había corrido.
Un
pueblerino se compadeció del afligido nadadorense y le narró que Vicente había
sido ejecutado, por lo que tuvo que acudir ante el General Mass en Monclova y
pedirle permiso para recoger el cadáver.
Días
después el jefe de la plaza finalmente accedió encontrando los despojos de su
retoño devorados por coyotes y pájaros carroñeros dándole cristiana sepultura y
esperando el debido castigo.
Sin
embargo, este no llegó hasta dos años después, cuando el padre Militello llegó
de paso a saludar al Colegio de San Juan Nepomuceno en Saltillo y quiso el
destino que precisamente llegara Villa.
Sin
embargo, ni con todos los cintarazos, mentadas, golpes y humillaciones que
recibió no repararía la pérdida de don Jesús, que lo más seguro es que nunca
supo todo lo que el italiano sufrió antes de llegar a “el otro lado”.
(ZOCALO/
ESPECIAL/ Redacción/ 27/11/2016 - 04:00 AM)
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