La
mujer de enormes ojos y cuerpo de olas de mar fue tan asediada por ese hombre
de armas, a quien aceptó como novio y rápido se casó con él. Se esmeraron tanto
en fecundar el óvulo que en poco más de dos años tuvieron dos hijos, niña y
niño. Tenía joyas y carro del año y buena ropa, perfumes y accesorios, y una
casa mediana que apenas llenaban.
Tenían
tanto y les iba tan bien que no pensaron en que todo tiene un final: callejones
oscuros y sin salida, cilíndricos, que escupen fuego. Le cayeron en uno de los
traslados de droga, custodiando. Él estuvo a punto de botar el seguro y jalar
el gatillo del cuerno de chivo pero le ganó la cordura, el recuerdo de su mujer
y sus hijos. De lejos le gritaron que soltara el arma, se hincara y se acostara
boca abajo, en el pavimento.
Le
dieron tantos años que pedía prestados dedos para contar y pedazos de otras
paredes para infringir dolorosas muescas en la celda. Su mujer iba seguido y
luego no tan frecuentemente, pero siempre llevaba a los niños. Hasta que ese
hombre, también pistolero, se le acercó y le dijo reinita. Por esas nalgas, yo
te doy una casa más grande y te cuidaré con todo y tus dos hijos. Vente a vivir
conmigo.
Aceptó
porque necesitaba dinero y no le alcanzaba ni para que comieran sus hijos. No
lo conocía mucho pero le pareció la mejor opción. Ella, que era peleonera y le
gustaba andar de pachanga con las amigas, empezó a decirle a él a todo que sí y
a ellas que no. Él le ordenaba ve al mandado, yo cuido a los niños. Y ella
aceptaba con abnegación. Pero no soltaba el teléfono ni permitía que él leyera
sus mensajes.
Se
quejó de esa vida de monja y de telas sintéticas en lugar de escotes. De los
pantalones holgados en lugar de esas minifaldas de infarto. Ya ni siquiera
podía imitar el vaivén, esa danza de olas besando el mar, al caminar, porque él
la reprimía. No andes de puta, mijita. Le repetía, a veces de cerca, al oído,
con navajas en la lengua. Otras le gritaba en público, con espuma de cicuta en
la boca.
Un
día le dijo deja ese pinche teléfono, cabrona. Y lo dejó a un lado. Y sonó y
vibró y sonó en dos ocasiones más y volvió a vibrar. Eran los mensajes que ella
ya no podía contestar, por órdenes de su dueño. Hasta que le dijo, déjame que
le responda y ya lo guardo. Se le hizo fácil, no esperó la respuesta. Tomó el
aparato y empezó a teclear. Taca taca. Zumbido y timbre. Otros cuatro zumbidos:
pandilla de abejas dentro del aifon. Hasta que se escuchó un grito. Te ordené
que dejaras ese pinche teléfono. Y antes de que ella volteara y suspendiera el
taca taca le disparó en tres ocasiones. A ver si así dejas de guasapear,
pendeja.
AVISO: LA MALAYERBA DESCANSA DOS
SEMANAS. GRACIAS.
(RIODOCE/
Javier Valdez/12 julio, 2015)
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