En abril de 2010, en el mayor de los sigilos, bajo la
exigencia de reserva absoluta que él respetó y continúa respetando,
Julio Scherer García fue convocado a encontrarse con Ismael El Mayo Zambada. “Tenía interés en conocerlo”, le dijo el capo del cártel de Sinaloa, colega y compadre de El Chapo Guzmán. En el encuentro, que terminó en puntos suspensivos, El Mayo
Zambada dejó un reto: “Me pueden agarrar en cualquier momento… o
nunca”. Ante la captura de su socio, consideramos de alto valor
periodístico reproducir el texto resultado de aquel episodio.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Un día de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de su veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo.
La nota daba cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría al refugio del capo. No agregaba una palabra.
A partir de ese día ya no me soltó el desasosiego. Sin embargo, en
momento alguno pensé en un atentado contra mi persona. Me sé vulnerable y
así he vivido. No tengo chofer, rechazo la protección y generalmente
viajo solo, la suerte siempre de mi lado.
La persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico.
Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del
viaje, pero no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del
capo hasta su guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la
atmósfera del suceso y su verdad esencial, pero evitaría los datos que
pudieran convertirme en un delator.
Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como era:
“Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”
Una mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del
que no tuve ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un
recorrido breve, subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y
finalmente a un cuarto. Caminamos en seguida un rato largo hasta
detenernos ante una fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y
no tuve manera de mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.
La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros,
pájaros deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las
tres recámaras mostraban un frío abandono. En la sala habían sido
acomodados sillones y sofás para unas 10 personas y la mesa del comedor
preveía seis comensales.
Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La
curiosidad me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos
fijos para la comunicación interna. La recámara que me fue asignada
tenía al centro una cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El
colchón, sin sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor
viejo. Probé el agua de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro
botellas de Bonafont y un jabón usado.
Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber
lo que fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda
grata, la música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las
frases cortadas sin alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad,
el ejército que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.
(Fragmento del texto que se publica en la revista Proceso 1947, ya en circulación)
/ 23 de febrero de 2014)
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