De su infancia, José solo recuerda surcos y más surcos: verdes,
frondosos, en algunos rincones de la mata con tantas hojas que parecían
atractivos puños frágiles e incitantes. Y entre esos surcos y la tierra
siempre húmeda y abierta, en espera de lluvia y semilla, su hermana
jugando a las muñecas y él a los carritos, al trompo, a las canicas.
Ahora está en un dilema. José no sabe si vender la cosecha de este
año a los del pueblo de arriba, o a los de abajo. No explica la razón
pero está dubitativo, invadido por las congojas que parecen hacer que
crezcan en su rostro los otros surcos, éstos insondables: los de la
piel.
Es mota. Mariguana es lo que sembraban sus padres y tíos y vecinos y
todos en el pueblo. Allá, en la cima de la montaña, en los cerritos de
los lados, en los patios, a la vera del camino, pasando el monte, entre
el bosque, a pocos metros de los afluentes del río, del arroyo que está
más abajo.
Su hermana menor hacía vestidos para las muñecas, alguna barbi,
otras de trapo, negritas, güeras, flacas y llenitas. Las bichaba y las
volvía a vestir, con prendas que ella hacía de los retazos que su mamá
iba dejando cuando cosía fundas para las almohadas, cortinas, colchas y
una que otra falda.
Él compraba canicas en el abarrote de doña Chona. De colores,
de ojo de agua, de verde y anaranjado y rojo en el centro, negras como
ese futuro de nubarrones y esas lluvias tan esperadas para la fiesta de
los surcos, la yerba, la cosecha, las motas como puños multiplicados o
festivos.
Tenía pocos carritos, unos de madera y otros de fierro. Toscos todos,
golpeados, con la pintura carcomida de tanto uso y choques. Eran sus
juguetes. Apretando los labios y luego soltando aire como pedos
interminables, para simular los ruidos del motor, el andar tosigoso del
de madera, el más viejito.
Pero ahora es un anciano cansado. Los surcos esos han quedado
anegados por el agua de las lluvias acumuladas en este verano, que han
sido abundantes. Ahí, en su terreno y el de otros y otros, donde el agua
está almacenada, construyen una presa: traerán turistas para pasear,
comprarán pangas para rentarlas y se dedicarán a la siembra de peces de
agua dulce.
Y él está sentado en una tabla. Muy cerca de lo que tenía y tiene y
que ya no es suyo ni de nadie. Rememora y se empañan sus faroles,
rodeados de nuevas arrugas todavía más insondables: esos surcos, esa
yerba, su hermana jugando a las muñecas y dándoles comida de papel, y él
con sus carritos, las canicas.
Pero ya no hay nada. Solo esas dos toneladas de mariguana que tiene
escondidas: si las vende a los del pueblo de arriba, los matan los de
abajo, y si se la vende a éstos, lo matarán los otros. Y ya no tiene
carritos ni dinero.
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