martes, 4 de febrero de 2014

AQUÍ REINA EL BARRIO Y NUNCA ENTRA LA LEY’




Tijuana— “¡Ay, qué es eso que chilla tanto!”. La voz dulce de Alejandra, aunque habló quedito, despabiló a Violeta. –¡Mami, mami! ¿Qué es eso? –insistió la pequeña. Toda cubierta de sudor, a Violeta le escurría entre las piernas pedazos de carne ensangrentados. Yacía en la parte de abajo de una litera, sobre un colchón destartalado. Los pedazos de placenta y coágulos que insistentemente caían sobre sus piernas la aterrorizaban, aunque la mantenía despierta el pequeño aliento, la imperceptible respiración de un bultito colorado que atesoraba a su lado.

–Es tu hermanito– respondió con la voz entrecortada, a punto de desvanecerse y antes de quedar inconsciente por más de dos horas.

DAR A LUZ EN LA SOLEDAD

Se desconoce si su nombre real es Violeta, o es el que decidió llevar cuando llegó a Tijuana, a los 15 años. La mujer con mirada de niña, inocente en su hablar, con un tono de voz cantado que delata el origen sinaloense, jura que se llama Violeta. Ha sido prostituta desde la adolescencia, por eso las sospechas de su nombre.

“Se me hizo fácil vender mi cuerpo, además, andaba toda drogada y ni sentía nada. Me vine para acá porque me metían unas golpizas en mi casa, allá en Sinaloa”. Adicta a la heroína, sin acta de nacimiento, susurra que por eso las cinco ocasiones que la embarazaron dio a luz en la soledad, en un cuartucho macabro, conocidos en los barrios populares de Tijuana como cuarterías, un complejo habitacional en donde construyen hasta 50 pequeñas habitaciones.

La última vez fue el 20 de noviembre de 2009. Agotada por los dolores del parto, se preparó con alcohol y tijeras nuevas. Desde hacía años vivía en un cuartito de tres por tres metros, en la zona norte de Tijuana. Era pequeño, lo sabía, “¿pero quién le rentaría a una prostituta heroinómana con cara de niña?”. Nadie. Aunque lo que más le aterrorizaba era que en un hospital dieran parte a policía y le quitaran a los hijos.

Por eso, a la hora de dar a luz, con una sábana rala, cubrió la parte de abajo de las literas. “Me hice una casita”. Cuidadosa puso a dormir en el colchón de arriba a sus otros cuatro niños.

“Lo tuve de noche, un viernes recuerdo. Mordía una cobija porque me daba pena que me escucharan gritar; del último no podía aliviarme porque venía de lado. Los dolores que me daban eran horribles”.

No salía y con cada contracción, Violeta se desvanecía. Sentía que a ella le caían todas las dolencias del mundo. En un colchón sin cobijas, pelón, en un cuarto que expedía un olor penetrante como a sangre vieja, salió el bebé. “Me apachurré la panza bien fuerte y como venía enredado el cordón umbilical en su cuello, me senté, lo levanté del pescuezo, lo desenredé y moché la tripa”.

Vio mucha sangre y se asustó, pero sabía que debía reaccionar rápido, así que le puso una liga para el cabello en el nuevo ombligo. Orgullosa, confiesa: “¡Solita me aplasté bien fuerte la panza! para que saliera la placenta”.

“Ponía una bolsa en mi cama, la cubría con unas cobijas para que no me miraran los niños. Pero aun así me oían y se levantaban a ver qué era: ‘¡Ya salió el bebé, ya salió el bebé!’”, revoloteaban los pequeños alrededor del nuevo hermanito, el quinto que viviría en un cuartucho que se caía a pedazos.

Violenta tuvo a cinco niños en una cuartería, vecindades localizadas en la zona norte de Tijuana con microviviendas. En cada cuarto viven hasta 10 personas: migrantes –especialmente centroamericanos–, prostitutas, prófugos de la ley y tiradores (narcomenudistas) de droga se esconden entre sus pasillos.

Aquí reina el barrio y nunca entra la ley. El gobierno se desentiende de los problemas de salud pública que representan casos como el de Violeta, mientras que las autoridades de Seguridad Pública admiten que estos lugares sirven como “picaderos” de droga, centros de distribución de heroína y crystal, pero no pueden hacer nada.

Las cuarterías se localizan al norte de Tijuana, a un costado de la canalización que atraviesa la ciudad conocida como “El Bordo”. En esta zona merodean por las calles migrantes que fueron deportados y ante la imposibilidad de regresar a su lugar de origen, lo convierten en su territorio. Aquí conviven con narcomenudistas, pues en esas calles las autoridades también tienen detectados más de un centenar de “picaderos”.

Los migrantes mexicanos, los indocumentados centroamericanos, las bailarinas y las prostitutas pagan de 50 a 100 pesos para pasar una noche en uno de los cuartos construidos con madera vieja que tienen más de 50 años de antigüedad y donde mandan las “jefas”.

SIN OPCIONES

Ingresar a uno de estos lugares no es nada fácil; hay que “conectar” la entrada con una de las renteras. Digamos que esta se llama “doña Paty”. El acceso se logró con una organización de la sociedad civil que trabaja en el área.

Un hombre largucho, tan delgado que podría caber entre las rejas de la puerta, asiente con la cabeza; es la señal de que podemos entrar. Es el “bandera”, cuidador oficial. Su misión: evitar la entrada del Instituto Nacional de Migración (INM), un padrote enardecido con una sexoservidora o alguna autoridad de cualquier orden de gobierno.

“Aquí, ‘doña Paty’ nos cuida”, dice una mujer chaparrita de rasgos indígenas que confiesa que cuando llegó a Tijuana de Oaxaca nadie la quería hospedar. Ella era de esas a las que visten de preparatorianas por sus facciones de niña y diminuto cuerpo y las ponían a bailar en uno de los tugurios de la zona. “¿Quién me iba a rentar, no tenía ni para el depósito”.

Los habitantes admiten que terminan pagando hasta tres mil pesos mensuales por vivir en las vecindades y las condiciones son deplorables, pero no hay otra opción.

Cuarto tras cuarto, uno encima del otro, algunas cuarterías alcanzan hasta los tres pisos. Cada día, quienes rentan, hacen ampliaciones irregulares sin que la autoridad intervenga, con la justificación de que son predios particulares.

Sus habitantes comparten un baño comunitario. Decenas de niños gritan y brincan entre lonas, basura y sillones destartalados. Conviven en los pasillos con adictos a drogas duras e intercambian experiencias con hijos de prostitutas, juegan con ratas y perros, brincan entre fogatas y cenizas de basura que se quema diariamente para evitar el servicio de recolección.

Llegar ahí no es complicado: está a un costado de las instalaciones del Partido Revolucionario Institucional (PRI), a unas cuadras de la garita internacional para ingresar a Estados Unidos... tan a la vista de todos.

UNA FOSA SÉPTICA SIN FIN

Para Javier Viruete, ex director de la Policía Municipal, que dejó el cargo en diciembre del año pasado después de tres años de gestión, históricamente los uniformados han tenido muchas contrariedades propiciadas por las cuarterías, en donde son cotidianos los problemas de seguridad y salud pública.

Explica que últimamente se ha incrementado la venta de droga. “El gran problema es que son propiedades privadas donde no podemos ingresar nosotros. Las cierran con candado, herméticamente y dentro tienen perros pitbull, cercos de seguridad con púas”.

Alberto Capella, ex secretario de Seguridad Pública en Tijuana y en la actualidad titular de seguridad en Morelos, dice que se hicieron operativos, pero “parece una fosa séptica que no tiene fin. Se debe trabajar con un programa de salud muy fuerte para tratar de evitar que consumidores y vendedores se concentren en esas zonas. Ha sido un conflicto legal también, pues necesitamos órdenes para poder introducirnos a un domicilio”.

Las nuevas autoridades municipales no saben nada del problema, ni siquiera han elaborado un censo para determinar cuántas cuarterías” hay en la zona. Los cálculos son proporcionados por organismos de la sociedad civil que exigen a la autoridad solucionar los problemas de salud pública que representan por el hacinamiento.

(El Universal)
(EL DIARIO, EDICION JUAREZ/ Laura Sánchez/ El Universal | 2014-02-03 | 22:32)

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