Tijuana— “¡Ay, qué
es eso que chilla tanto!”. La voz dulce de Alejandra, aunque habló quedito,
despabiló a Violeta. –¡Mami, mami! ¿Qué es eso? –insistió la pequeña. Toda
cubierta de sudor, a Violeta le escurría entre las piernas pedazos de carne
ensangrentados. Yacía en la parte de abajo de una litera, sobre un colchón
destartalado. Los pedazos de placenta y coágulos que insistentemente caían
sobre sus piernas la aterrorizaban, aunque la mantenía despierta el pequeño
aliento, la imperceptible respiración de un bultito colorado que atesoraba a su
lado.
–Es tu hermanito–
respondió con la voz entrecortada, a punto de desvanecerse y antes de quedar
inconsciente por más de dos horas.
DAR A LUZ EN LA SOLEDAD
Se desconoce si su
nombre real es Violeta, o es el que decidió llevar cuando llegó a Tijuana, a
los 15 años. La mujer con mirada de niña, inocente en su hablar, con un tono de
voz cantado que delata el origen sinaloense, jura que se llama Violeta. Ha sido
prostituta desde la adolescencia, por eso las sospechas de su nombre.
“Se me hizo fácil
vender mi cuerpo, además, andaba toda drogada y ni sentía nada. Me vine para
acá porque me metían unas golpizas en mi casa, allá en Sinaloa”. Adicta a la
heroína, sin acta de nacimiento, susurra que por eso las cinco ocasiones que la
embarazaron dio a luz en la soledad, en un cuartucho macabro, conocidos en los
barrios populares de Tijuana como cuarterías, un complejo habitacional en donde
construyen hasta 50 pequeñas habitaciones.
La última vez fue el
20 de noviembre de 2009. Agotada por los dolores del parto, se preparó con
alcohol y tijeras nuevas. Desde hacía años vivía en un cuartito de tres por
tres metros, en la zona norte de Tijuana. Era pequeño, lo sabía, “¿pero quién
le rentaría a una prostituta heroinómana con cara de niña?”. Nadie. Aunque lo
que más le aterrorizaba era que en un hospital dieran parte a policía y le
quitaran a los hijos.
Por eso, a la hora
de dar a luz, con una sábana rala, cubrió la parte de abajo de las literas. “Me
hice una casita”. Cuidadosa puso a dormir en el colchón de arriba a sus otros
cuatro niños.
“Lo tuve de noche,
un viernes recuerdo. Mordía una cobija porque me daba pena que me escucharan
gritar; del último no podía aliviarme porque venía de lado. Los dolores que me
daban eran horribles”.
No salía y con cada
contracción, Violeta se desvanecía. Sentía que a ella le caían todas las
dolencias del mundo. En un colchón sin cobijas, pelón, en un cuarto que expedía
un olor penetrante como a sangre vieja, salió el bebé. “Me apachurré la panza
bien fuerte y como venía enredado el cordón umbilical en su cuello, me senté,
lo levanté del pescuezo, lo desenredé y moché la tripa”.
Vio mucha sangre y
se asustó, pero sabía que debía reaccionar rápido, así que le puso una liga
para el cabello en el nuevo ombligo. Orgullosa, confiesa: “¡Solita me aplasté
bien fuerte la panza! para que saliera la placenta”.
“Ponía una bolsa en
mi cama, la cubría con unas cobijas para que no me miraran los niños. Pero aun
así me oían y se levantaban a ver qué era: ‘¡Ya salió el bebé, ya salió el
bebé!’”, revoloteaban los pequeños alrededor del nuevo hermanito, el quinto que
viviría en un cuartucho que se caía a pedazos.
Violenta tuvo a
cinco niños en una cuartería, vecindades localizadas en la zona norte de
Tijuana con microviviendas. En cada cuarto viven hasta 10 personas: migrantes
–especialmente centroamericanos–, prostitutas, prófugos de la ley y tiradores
(narcomenudistas) de droga se esconden entre sus pasillos.
Aquí reina el barrio
y nunca entra la ley. El gobierno se desentiende de los problemas de salud
pública que representan casos como el de Violeta, mientras que las autoridades
de Seguridad Pública admiten que estos lugares sirven como “picaderos” de
droga, centros de distribución de heroína y crystal, pero no pueden hacer nada.
Las cuarterías se
localizan al norte de Tijuana, a un costado de la canalización que atraviesa la
ciudad conocida como “El Bordo”. En esta zona merodean por las calles migrantes
que fueron deportados y ante la imposibilidad de regresar a su lugar de origen,
lo convierten en su territorio. Aquí conviven con narcomenudistas, pues en esas
calles las autoridades también tienen detectados más de un centenar de
“picaderos”.
Los migrantes
mexicanos, los indocumentados centroamericanos, las bailarinas y las
prostitutas pagan de 50 a 100 pesos para pasar una noche en uno de los cuartos
construidos con madera vieja que tienen más de 50 años de antigüedad y donde
mandan las “jefas”.
SIN OPCIONES
Ingresar a uno de
estos lugares no es nada fácil; hay que “conectar” la entrada con una de las
renteras. Digamos que esta se llama “doña Paty”. El acceso se logró con una
organización de la sociedad civil que trabaja en el área.
Un hombre largucho,
tan delgado que podría caber entre las rejas de la puerta, asiente con la
cabeza; es la señal de que podemos entrar. Es el “bandera”, cuidador oficial.
Su misión: evitar la entrada del Instituto Nacional de Migración (INM), un
padrote enardecido con una sexoservidora o alguna autoridad de cualquier orden
de gobierno.
“Aquí, ‘doña Paty’
nos cuida”, dice una mujer chaparrita de rasgos indígenas que confiesa que
cuando llegó a Tijuana de Oaxaca nadie la quería hospedar. Ella era de esas a
las que visten de preparatorianas por sus facciones de niña y diminuto cuerpo y
las ponían a bailar en uno de los tugurios de la zona. “¿Quién me iba a rentar,
no tenía ni para el depósito”.
Los habitantes
admiten que terminan pagando hasta tres mil pesos mensuales por vivir en las
vecindades y las condiciones son deplorables, pero no hay otra opción.
Cuarto tras cuarto,
uno encima del otro, algunas cuarterías alcanzan hasta los tres pisos. Cada
día, quienes rentan, hacen ampliaciones irregulares sin que la autoridad
intervenga, con la justificación de que son predios particulares.
Sus habitantes comparten
un baño comunitario. Decenas de niños gritan y brincan entre lonas, basura y
sillones destartalados. Conviven en los pasillos con adictos a drogas duras e
intercambian experiencias con hijos de prostitutas, juegan con ratas y perros,
brincan entre fogatas y cenizas de basura que se quema diariamente para evitar
el servicio de recolección.
Llegar ahí no es
complicado: está a un costado de las instalaciones del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), a unas cuadras de la garita internacional para ingresar a
Estados Unidos... tan a la vista de todos.
UNA FOSA SÉPTICA SIN FIN
Para Javier Viruete,
ex director de la Policía Municipal, que dejó el cargo en diciembre del año
pasado después de tres años de gestión, históricamente los uniformados han
tenido muchas contrariedades propiciadas por las cuarterías, en donde son
cotidianos los problemas de seguridad y salud pública.
Explica que
últimamente se ha incrementado la venta de droga. “El gran problema es que son
propiedades privadas donde no podemos ingresar nosotros. Las cierran con
candado, herméticamente y dentro tienen perros pitbull, cercos de seguridad con
púas”.
Alberto Capella, ex
secretario de Seguridad Pública en Tijuana y en la actualidad titular de
seguridad en Morelos, dice que se hicieron operativos, pero “parece una fosa
séptica que no tiene fin. Se debe trabajar con un programa de salud muy fuerte
para tratar de evitar que consumidores y vendedores se concentren en esas
zonas. Ha sido un conflicto legal también, pues necesitamos órdenes para poder
introducirnos a un domicilio”.
Las nuevas
autoridades municipales no saben nada del problema, ni siquiera han elaborado
un censo para determinar cuántas cuarterías” hay en la zona. Los cálculos son
proporcionados por organismos de la sociedad civil que exigen a la autoridad
solucionar los problemas de salud pública que representan por el hacinamiento.
(El Universal)
(EL DIARIO,
EDICION JUAREZ/ Laura Sánchez/ El Universal | 2014-02-03 | 22:32)
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