El Flaco era muy joven y largo, pero no tanto como su
carrera delictiva. Plural en el consumo de drogas, asaltos, robo y
asesinatos. Le decían así cuando no le podían llamar fideo parado. Sus
pasos malos mayoriteaban a los buenos, como las flores negras y
marchitas a la vera de su camino.
Un día les llamó el jefe. Dígame jefe. Los quiero a todos. ¿A todos?,
preguntó el comandante de la célula. ¡A todos cabrón! Los citó en un
lugar y ahí los iban a recoger para llevarlos a otro lugar. Ah, otra
cosa: vengan desarmados. Pasó saliva y el montoncito se le atoró a medio
viaje, garganta abajo.
No es nada bueno que a uno que trabaja en los fierros y la pólvora,
con esa nueve milímetros o la cuarentaicincona, lo llamen y le digan que
no puede llevarlos. Eso es malo. Muy malo. El comandante del grupo se
acomodó en la silla como si no cupieran sus nalgas planas. El Flaco hizo lo mismo cuando se lo anunciaron, pero a él le sobraba espacio.
Habían cumplido unos encargos pero el último no resultó del todo
bien. Les preocupaba que los ajustes de cuentas que tantas veces les
ordenaban y realizaban, esta vez apuntaran hacia ellos. No creo, no
creo. Repetía el comandante. Si el jefe nos llama así ha de ser para
encargarnos algo más. Algo especial. Eran palabras tembeleques como
enjutos alambres: él mismo no se lo creía.
Por eso el Flaco estaba preocupado. Sus arrugas, las
cicatrices de esa vida disipada, de macarra y nocturna, parecían
ahondarse desde que el jefe los llamó para esa cita. Desarmados,
desarmados, repetía por dentro y por fuera. Se lo dijo a una amiga que
tenía conocidos pesados en la clica. Le contestó que no se preocupara, que lo iba a ver.
A ella sí se lo confesaron. Los citan así porque van a matarlos. Los
morros la regaron y tienen que pagar. Qué les van a hacer: un balazo y
pozo. Mta. Y chasqueó los labios.
Habló más arriba. Pidió que se la perdonaran al Flaco. Por
qué, porque es un niño y es mi amigo y quiero rescatarlo. Si lo
perdonan, voy a encarrilarlo para que ya no se meta en pedos. Le
respondieron que tal vez.
Como acordaron, llegaron por ellos en una camioneta de redilas. Todos
desarmados. Desarmados, retomaba la palabra en la cabeza del Flaco,
su jefe y los demás. A dónde vamos, preguntó uno. No podemos decir.
Y
más vale que se tumben los celulares. Pasaron por veredas y subieron
cerros. Adelante, antes de llegar a un pueblo, se detuvieron. El Flaco, quién es el Flaco. Levantó la mano y pronunció un monosílabo tibio, Yo. Bájate. Tienes suerte, cabrón.
Y arrancaron.
A las horas supo que a todos los habían matado. Y a los días ella se enteró que al Flaco lo había detenido el Ejército con un cargamento. Lo llevaban a Almoloya.
4 de octubre de 2013.
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