Tijuana— El hombre sentado frente a la mesa del bar volvió de
la muerte al menos en una ocasión. Lo supo cuando sintió bombear la
vieja máquina de oxígeno pegada a su cara deforme por los golpes y
escuchó pelear entre sí a los dos militares que lo torturaban, pensando
que se les había ido. Jaime Ávila Flores había conducido su patrulla a
las instalaciones del 28 Batallón de Infantería después de rendir su
parte de novedades a las ocho de la mañana del martes 31 de marzo de
2009. Gustavo Huerta Martínez, un ex capitán del ejército que despachaba
como director operativo en la Secretaría de Seguridad Pública
Municipal, le ordenó acudir a la base militar, en donde, le dijo, unas
personas de la ciudad de México querían entrevistarlo. Llegó con su
compañero de unidad poco antes de las 10, pero le fue negado el paso.
Tuvo que llamar a otro ex oficial del ejército habilitado como mando
policiaco para que lo dejaran entrar. Ese desconcierto lo tranquilizó un
poco. Le hizo creer que le llamaban para brindar una especie de
diagnóstico sobre la ciudad. En minutos, sin embargo, supo que lo
traicionó el instinto de sus 22 años de policía. “Nunca me olí nada. Fui
un estúpido de verdad”, dice que pensó apenas lo abordó un militar
vestido de civil que lo condujo hacia una cancha de raquetbol alejada de
las oficinas centrales, “una enorme caja de zapatos” donde aguardaba un
soldado, a quien percibió más nervioso que él. El soldado le ordenó
caminar hasta la esquina más lejana del rectángulo y lo siguió con un
rollo de papel sanitario en las manos, del que tomó trozos para taparle
los ojos antes de vendarlo. “Es mejor para ti que no veas nada”, le
dijo. Esperó largos minutos para el arribo de los enviados de la
capital. Eran los tres que dos horas más tarde habrían de resucitarlo.
El ex capitán que le tendió la trampa operó a su vez por instrucciones de su jefe, el secretario de seguridad pública Julián Leyzaola Pérez, un teniente coronel en retiro originario de Sinaloa que en menos de una década había dirigido la penitenciaria estatal y la academia de policía de Baja California. Ambos iniciaron en marzo de ese año una reestructuración de la dependencia, sustituyendo casi a todos los mandos existentes por oficiales formados en el ejército. Despidió a 600 elementos y consignó a 160 de ellos, acusándolos de corrupción. Leyzaola inició a partir de ello un ejercicio de fuerza nunca antes visto. No sólo redujo las estadísticas delictivas sino que fustigó a miembros de las células del narco. Su función pública parecía dominada por el rencor y menosprecio antes que por la ley. Se convirtió en juez y parte callejero. Una noche de octubre de 2009 fue captado por cámaras de televisión golpeando el cadáver de un presunto gatillero abatido durante un enfrentamiento. “El que se quiera enfrentar, pues se enfrenta y ahí se queda. Esa es la estrategia operativa”, explicaría meses después de aquella agresión. Leyzaola y Huerta ahora conducen la seguridad pública de Ciudad Juárez, en donde han repetido la misma cosecha de palmas y de cruces que en Tijuana. Pero su fama de asesinos y torturadores comenzó el mes en que Ávila y otros 24 jefes de área, fueron ilegalmente retenidos en la base militar y sometidos a tortura durante días con el propósito de construir una historia de éxito en el combate a la delincuencia organizada, que Felipe Calderón señalaría como el ejemplo a seguir.
“Era evidente que nadie iba a hablar conmigo”, cuenta Ávila, ahora físicamente disminuido por los tendones rotos de sus rodillas, las costillas mal soldadas y la sordera parcial que le dejaron los golpes y la asfixia. Casi por cumplir 50, hoy trabaja de carpintero en un pequeño taller de barrio. Existen muchas maneras de perder la vida. La suya, la que le dejaron, es totalmente distinta a la que forjó durante dos décadas. Aquella mañana llegó a las instalaciones del batallón con el uniforme que lo distinguía como jefe de distrito de La Presa, y antes de medio día yacía tirado, sin fornituras, con vendas como eslabón atándole tobillos, rodillas, manos y la parte superior de la cabeza. “Hay algo más fuerte que unos golpes, que una costilla rota, algo con lo que no te puedes levantar. Y ellos saben hacerlo muy bien. Imagínate esa posición. Imagínate con los ojos vendados. ¿Qué está pasando? A mí inmediatamente se me vinieron a la cabeza los muertos que yo había encontrado por las orillas de Tijuana. ¡Así los encontraba!, maniatados, vendados de la cabeza y de las mismas partes del cuerpo que yo. ¡No puedo creer que esto me esté pasando a mí! Dije: ¿El ejército estará haciendo esto, o son los malos? Ya no podía dividir la frontera entre quiénes son cada quién. Lo que estaba entendiendo ahora es que los dos son los malos. En mi cabeza yo decía: Ya valí cacahuate. Van a tirarme torturado, con un balazo en la cabeza y me pondrán una cartulina que diga que pertenecía a la maña. ¡Pero serán ellos!”.
La Tijuana de 2008 figuraba entre las ciudades más violentas del país. Se trataba de una violencia atípica, fuera de los estándares para esa y otras cunas del narco, como Nuevo Laredo, Juárez o Culiacán. La característica en ese puñado de municipios era la nueva forma, multiplicada y brutal, con la que se dejaban cadáveres. Y en cada una de ellas se alcanzó el cénit justo cuando irrumpieron las fuerzas federales. Tijuana lo alcanzó en octubre de ese año, con 62 asesinatos en una semana. Las víctimas aparecieron colgadas de puentes, disueltas en ácido, mutiladas, apiladas en baldíos y basureros. Las autoridades atribuyeron el fenómeno a la confrontación entre dos grupos locales, uno dirigido por Fernando Sánchez Arellano, el ingeniero, y otro por Teodoro García Simental, El Teo. A diferencia de Sinaloa, Chihuahua o Tamaulipas, Baja California cuenta apenas con cinco municipios. Todos ellos, además, eran gobernados por panistas, lo mismo que el estado. Existía allí la misma corrupción institucional que en todo el país, el tipo de colusión que permite actividades de crimen organizado. Pero consonancia política con el gobierno de Calderón. En 2007 el comandante de la II Región Militar, Sergio Aponte Polito, la señaló públicamente hasta con nombres y apellidos, luego de que el Gobierno del Estado desoyó sus denuncias. El general fue sustituido a petición del gobernador José Guadalupe Osuna Millán, por otro afín a los propósitos del gabinete. El general Alfonso Duarte Mújica instauró de facto, apenas entró al relevo, un solo orden policial bajo su mando, en el que las fuerzas civiles del estado y la federación quedaron prácticamente relegadas al momento en el que Leyzaola fue nombrado también secretario de seguridad pública.
El teniente coronel preparó el camino. O algo parecido. Antes de asumir como secretario se desempeñó como director operativo de la misma dependencia. Era el segundo de Alberto Capella, el antiguo dirigente del Consejo Ciudadano de Seguridad al que presuntos narcotraficantes quisieron matar en su casa, apenas se esparció la noticia de que sería el próximo titular de la policía municipal. Capella se atrincheró y respondió al fuego. Fue prototipo de valentía y honestidad, pero eso le sirvió de nada. Leyzaola lo desdeñaba como jefe mientras la ciudad se horrorizaba con cada nuevo suceso criminal. El alcalde Jorge Ramos decidió despedirlo en diciembre de 2008 y Leyzaola al mando, tomó los siguientes tres meses para estructurar los cambios y consolidar acuerdos no solamente con Duarte, sino con la clase empresarial y política locales. En los hechos, todo comenzó con una orden precisa del nuevo secretario.
“Desde el momento en el que Leyzaola tomó posesión como secretario de seguridad, nos ordena que cualquier persona detenida con armas o con droga se la entreguemos personalmente. ‘Me la traen y me la llevo al cuartel’, nos dijo. Aquello se hizo una moda: todas las personas que detuvimos con armas y con droga se las llevamos a él, y él las entregaba a los militares. No volvías a saber nada de ellas”.
Jorge Sánchez Reyes hace memoria de cuando era jefe de Operativos Especiales, una suerte de grupo elite armado por Leyzaola con 70 elementos que él mismo seleccionó de varias delegaciones. Sánchez y sus hombres iban uniformados siempre con trajes de combate color negro y pasamontañas. Las órdenes eran dadas personalmente por Leyzaola cada día. O por la frecuencia de radio, cuando era necesario. El grupo fue concebido para confrontar delincuentes, aunque en el Tijuana de los asesinatos a mansalva eso nunca sucedió. Al contrario, Sánchez solía recibir instrucciones para desplazar a sus hombres hacia un punto de la ciudad, y luego se enteraban que en el lado opuesto se suscitaban balaceras o aparecían mantas o cuerpos colgados. “¿Has cargado un cadáver alguna vez? Es increíble, pero haz de cuenta que pesan lo doble. Ahora imagínate colgar tres o cinco cuerpos de un puente. Eso requiere al menos la intervención de unos 15 individuos y al menos 20 minutos si además colocas un mensaje. Eso te da qué pensar, ¿no?”.
Antes que al grupo de 25 jefes, entre octubre y noviembre de 2008, comienza la detención de los primeros policías. Todo por instrucción de Leyzaola. Sánchez sostiene que ninguno de los jefes que se llevaron tenía ligas con las grandes organizaciones delictivas. De hecho, quienes se quedaron son de los que ellos mismos sospecharon siempre. Y hasta la fecha siguen, sin nadie que los perturbe.
Los arraigos y torturas en las instalaciones del 28 Batallón de Infantería fueron ocultados por autoridades militares y el poder civil del estado. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) solicitó a través del sistema de acceso a la información pública de Baja California informes sobre arraigos de civiles y policías durante 2009. La respuesta fue que no se tenía registro alguno sobre ello y menos sobre la operación de centros de arraigo en la ciudad de Tijuana. Pero 10 por ciento de los arraigos federales registrados en México ocurren en Baja California, según la misma CMDPDH. Sánchez fue una de las víctimas invisibilizadas por el sistema.
El teléfono personal del jefe de grupo de Operaciones Especiales timbró la mañana del 21 de marzo de 2009. “Sánchez, qué crees: acaban de soltarme ahorita del cuartel, ¿puedes enviarme una patrulla para que me recoja?”. El hombre que lo llamó estaba encargado del banco de armas, pero antes fue subordinado suyo dentro del cuerpo táctico. Por eso se conocían. Lo halló descalzo y muy lastimado. Al recogerlo, el oficial le dijo que habían quedado allí dentro otros dos compañeros, más golpeados que él. Sánchez preguntó si deseaba denunciar, y la respuesta fue un no. Leyzaola le dijo que él mismo se encargaría de investigar lo sucedido. No hubo tal cosa. Por el contrario, los policías torturados durante marzo fueron prácticamente emboscados por sus jefes máximos. Previo a la detención de cada uno de ellos, los militares torturaron a dos civiles, identificados como Luis Enrique Carrillo Osorio y Jesús Raymundo Sotelo González. El primero de ellos era ex agente municipal. Fue arrestado el 19 de ese mes, y de acuerdo con el parte de hechos se hallaba en posesión de una pistola calibre .9mm, 40 gramos de ‘cristal’ y un auto con reporte de robo. Su detención condujo el día siguiente a la de Sotelo González, y un día más tarde al inicio de las 25 detenciones de los jefes y subdirectores de la Secretaría de Seguridad Pública, bajo acusaciones, todos, de pertenecer a una organización criminal. Ello quedó asentado en una petición de intervención realizada en enero pasado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por la CMDPDH en conjunto con la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste (CCDH).
A todos se les detuvo de manera similar: Leyzaola y Huerta solían llamarlos para luego obligarlos a ir al cuartel, diciéndoles que la SIEDO había librado orden de presentación en su contra. A ninguno le fue presentado el documento. Dentro de las instalaciones militares, en cambio, fueron sometidos a métodos de asfixia con bolsas de plástico o depósitos con agua; sufrieron golpes que los dejaron lisiados de por vida; recibieron descargas eléctricas; fueron amenazados de muerte, humillados; los tuvieron sin comer ni beber agua durante días, maniatados y con los ojos cubiertos con cinta adhesiva y vendajes.
Sánchez había acudido a una reunión con el alcalde y otros funcionarios municipales –entre ellos Leyzaola- la mañana del viernes 27 de marzo. Al terminar la reunión, Leyzaola le pidió que se quedara. Solos en la sala de juntas, el secretario manoteó la mesa de madera. “¡Chingado, Sánchez! Acaba de hablarme mi general Duarte: que te lleve al cuartel, que ya hablaron de ti, un tal Maximino”, le dijo. A Maximino, Sánchez dice que lo conocía de nombre, solamente. Intento resistirse. Leyzaola le dijo que fuera por las buenas o los soldados irían por él hasta su casa. “Si nada debes, no hay porqué temer”, cuenta Sánchez que le dijo. Dos escoltas lo desarmaron y lo subieron a la Suburban blanca y alto blindaje de Leyzaola.
“Me llevaron al cuartel. Le abren (la puerta) a todo su convoy. Bajamos. Me dice: Ven, ¡tú sígueme! Caminamos ya sólo él y yo dentro del cuartel. Yo conocía más o menos ese cuartel. Ahí hice mi servicio militar. Yo soy de aquí, de Tijuana. Así que reconocí el cuarto al que me llevaba; de esos cuartos que hay en los cuarteles, con una cancha de raquet, un cuarto cerrado del que salen dos militares encapuchados. Leyzaola dice: ‘Aquí está’. Y ellos responden: ‘Páselo para acá’. Hasta ahí vi a Leyzaola. Se fue y yo entré. Cuando entro veo a un policía amarrado en una silla, con los ojos vendados. Eran las nueve de la mañana, más o menos. No había más nada. Se acerca uno de los militares y me dice que cómo me llamo. Le di mi nombre. Me dice entonces: ‘Pon tus manos acá atrás’. Cuando pongo las manos me esposa. Le pregunto, ¿oye, qué pasa?, me dice: ‘no, nada, espérate’. Y luego toma papel de baño y me tapa la boca y me venda. Entonces me dijo: ¡Siéntate!”.
Sánchez pierde la noción del tiempo. Pasan horas. Nadie habla. Sólo escucha el rebote de una pelota y el ruido de un juguete, “como de un soldadito de cuerda”. Vuelven las voces. Oye que llegan con más policías. Les preguntan sus nombres. Los reconoce: todos son jefes. Siente que es de noche cuando escucha el motor de una Hummer. Lo sacan con otros dos agentes y los suben al vehículo. Conducen sin salir del cuartel, hacia otro lugar, otro edificio. Siguen con los ojos vendados, pero logra un registro de oído. “Como que te haces más auditivo cuando sientes miedo”, explica. Lo meten solo a la nueva habitación. Le ordenan quitarse los zapatos y tirarse en el piso. Escucha el sonido del correr de una cinta adhesiva. Lo atan con ella y luego alguien se sienta sobre sus rodillas. Le preguntan qué hace en la policía. Les dice que es jefe de Operativos Especiales. Maximino lo acusa de recibir dinero del narco, le dicen. Él pide que lo careen, porque la acusación es falsa.
“Mientras eso pasa, oyes como el ruido de un plástico. Y de repente… es una bolsa. No la vi, pero pues, es una bolsa. Y pues esa se te pega así, inmediatamente. Y te pegan en el estómago para sacarte el aire. No, pues sientes que se te va la vida. Sientes como que te ahogas. Y ya cuando estás por morir te la quitan y te dicen: ‘¡A ver cabrón, ahora sí me vas a decir! Pero qué quieres que te diga, si eso no es cierto. Y otra vez… Me dieron como tres veces. Me dicen: ‘Bueno, ya, olvídate de eso. Nomás dinos qué policías andan metidos en la maña’. Pero pues yo qué te voy a decir, ¡investiga tú! Yo qué quieres que te diga. Y me dicen: ‘Pues a ver, tú mueves patrullas para que cometan crímenes’. Les digo: No, eso no es cierto. Pregúntale al secretario, él es el que me dice a dónde ir, en dónde trabajar. Yo trabajo para las órdenes de él”.
Entonces escucha la voz de Leyzaola.
“Escuché cuando le dice al que me interrogaba: ‘Pregúntale por los de noviembre’. O sea, fíjate, Leyzaola les dijo. Y yo pensé: híjole, está aquí”.
Sánchez y otros 12 compañeros sometidos a tortura en la base militar obtuvieron sentencia absolutoria en agosto de 2010. Son los 13 que se negaron siempre a aceptar las imputaciones en su contra. Los otros 12 recobraron la libertad en octubre de 2012. Fueron los primeros detenidos y los más expuestos a la tortura. Los que aceptaron firmar las acusaciones en contra. Del total de 25, cuatro logaron ser reinstalados en la corporación. La mayoría de los otros 21 quieren lo mismo y mantienen una disputa legal contra el Ayuntamiento. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) solicitó que les fuera reparado el daño. Ellos tenían un salario de entre 15 mil y 20 mil pesos mensuales, más prestaciones de ley. Ahora sobreviven como vendedores en puestos de fruta o de artículos de segunda mano; como mecánicos, albañiles o carpinteros. Dos son taxistas, como Sánchez. Todos perdieron sus casas y sus visas de cruce internacional, fueron boletinados por sus vínculos con una organización criminal. La vida, tal y como la tuvieron, les fue arrebatada. Pero hubo al menos otros 60 elementos que no tendrán oportunidad de pelear lo que les quitaron.
Mientras estaban detenidos los 25, se corrió la noticia de que asesinarían a un policía diariamente, hasta la liberación del grupo.
“Quién sabe si sería el mismo gobierno-reflexiona Sánchez. Porque, pensándolo fríamente, ¿quién les dijo eso? Nosotros no teníamos vínculo con la delincuencia. Y comenzaron con un matadero de agentes que –al menos los que yo conocí- tenían un perfil bajo, eran buenos elementos. Ninguno era de los que más o menos intuías que andaban en malos pasos. Era gente que, cuando nos enterábamos, nosotros mismos nos preguntábamos: bueno, ¿y a éste porqué lo mataron? Por eso ahora nos damos cuenta de que todo fue planeado, que fue una estrategia de colaboración entre los tres niveles de gobierno, entre los empresarios y los políticos. Si no hubieran estado de acuerdo no hubiéramos sido consignados. No hay otra lógica que permita el análisis de lo sucedido”.
A comienzos de 2008, Jaime Berumen Borrayo era jefe de la delegación Sánchez Taboada. En 25 años de servicio jamás le tocó enfrentarse a miembros de células del narcotráfico, hasta una noche en la que detuvo a cuatro de ellos. Amenazaron con hacerlo pozole, el término que utilizan para referirse a la disolución del cuerpo en un tambo lleno de ácido. Los cuatro fueron arrestados por conducir un carro robado y tener pendientes cuatro asaltos. Pero un juez los liberó al mes. Fue como soltar a los perros en cacería. Esa misma madrugada fueron a la casa del policía para matarlo. Llegaron los cuatro, acompañados de otros cinco encapuchados, todos armados. Uno de los que arrestó Berumen le soltó un disparo a quemarropa con una pistola. Le tiró a la cara. Berumen se cubrió por instinto y la bala se desvió al romperle el brazo. Sus hijos y la esposa salieron de las habitaciones. Les apuntaron a la cabeza. Hubo gritos y llanto, pero al final esa intervención le salvó la vida. Los asesinos se fueron.
Berumen fue incapacitado y solicitó su cambio a los talleres donde reparan las patrullas. Pero apenas retornó a su trabajo fue notificado de su suspensión. Le dijeron que era sospechoso de cobrar en las tienditas de droga, y que fue esa la causa por la que intentaron matarlo. Decide pelear por la vía jurídica y gana. Lo reinstalan, y entonces lo manda llamar Leyzaola. Antes de ordenar el arresto, le dice que está en desacuerdo con su reinstalación, que tiene un padrino en el Ayuntamiento pero que ahí no le servirá. Al cuartel llegó la mañana del 24 de marzo. Berumen es quien identificó a dos de los tres torturadores, aunque solo por sus apodos: El Matute y El Tortas. Los otros implicados en la trama aparecen en la petición que la CMDPDH y la CCDH hicieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Además de Leyzaola y Huerta, mencionan al general comandante de la Segunda Zona Militar, Alfonso Duarte Mújica; a los representantes del Ministerio Público Federal Antonio Zepeda León, Humberto Velázquez Villalvo y César Adame. También al teniente Fernando Coaxin Hernández, el director de Sanidad del cuartel militar encargado de resucitar a los torturados.
El nivel de implicación para cebarse sobre un puñado de policías a quienes no se demostró vínculos con el narco, cambió la lectura que ellos mismos tenían sobre el crimen hasta el día de su detención.
Berumen perdió audición en su lado derecho y sufre lumbagia. No vio a Leyzaola, pero tras la primera sesión de tortura supo que en algún lugar entre las sombras, dentro de la habitación, estaba el secretario de seguridad. “Me llevaron una laptop que para que viera a los policías; querían que los señalara. Sé que él ahí estaba: era su computadora”. Todo ello le hizo repensar los meses previos, los de 2008. “Cuando me estaban torturando y casi me moría, decían que dejara de hacerme pendejo, porque nadie sabía que me tenían en el cuartel, que si se les pasaba la mano y llegábamos a morir nos iban a tirar en el boulevard 2000 y a ponernos una cartulina diciendo que éramos del crimen organizado”. La mitad de los 25 policías recibió la misma amenaza. Y a varios de ellos les hizo pensar que quien masacraba en la ciudad no sólo eran los pistoleros de una organización o de otra, sino los militares. El boulevard 2000 les helaba la sangre: era el escenario favorito para el montaje cuerpos destrozados a golpes y balazos.
La CNDH concluyó que existen elementos de prueba suficientes para reparar el daño a los 25 ex policías, pero también para fincar responsabilidad jurídica y administrativa a los responsables de las vejaciones. En noviembre pasado envió por lo tanto la recomendación en tal sentido al Ayuntamiento de Tijuana, hoy en manos del PRI. La respuesta del gobierno local sucedió el 29 de abril. La sindicatura y el área jurídica expusieron que Julián Leyzaola y Gustavo Huerta estaban obligados a comparecer ante la autoridad municipal o en caso contrario serían inhabilitados de por vida para ejercer cualquier cargo público. Ninguno acudió. Una escaramuza oficial, más que nada. “En los hechos, tal resolución carece de efecto jurisdiccional. Tanto Leyzaola como Huerta podrán ejercer donde quieran, excepto en Tijuana, si es que se les hace efectiva la amenaza”, explica Raúl Ramírez Baena, un acérrimo persecutor de las violaciones cometidas por militares y ex militares en Baja California, que fundó y dirige la CCDH. “Pero al final no es tan malo: es una raya más al tigre, y con ello suma a la fama de torturadores que tienen los dos”.
La criminalización sin pruebas, el arraigo y tortura contra los 25 ex policías, dice Ramírez, tuvo en efecto un propósito manipulador. Porque la violencia en Tijuana se contuvo no por un efectivo trabajo de militares y municipales encabezados por Leyzaola, sino porque tras la detención de El Teo, sobrevinieron los acuerdos entre autoridades, cárteles y empresarios. “Lo que tenemos es una pax romana. Nada más. Todo en realidad es un gran cuento”.
El ex capitán que le tendió la trampa operó a su vez por instrucciones de su jefe, el secretario de seguridad pública Julián Leyzaola Pérez, un teniente coronel en retiro originario de Sinaloa que en menos de una década había dirigido la penitenciaria estatal y la academia de policía de Baja California. Ambos iniciaron en marzo de ese año una reestructuración de la dependencia, sustituyendo casi a todos los mandos existentes por oficiales formados en el ejército. Despidió a 600 elementos y consignó a 160 de ellos, acusándolos de corrupción. Leyzaola inició a partir de ello un ejercicio de fuerza nunca antes visto. No sólo redujo las estadísticas delictivas sino que fustigó a miembros de las células del narco. Su función pública parecía dominada por el rencor y menosprecio antes que por la ley. Se convirtió en juez y parte callejero. Una noche de octubre de 2009 fue captado por cámaras de televisión golpeando el cadáver de un presunto gatillero abatido durante un enfrentamiento. “El que se quiera enfrentar, pues se enfrenta y ahí se queda. Esa es la estrategia operativa”, explicaría meses después de aquella agresión. Leyzaola y Huerta ahora conducen la seguridad pública de Ciudad Juárez, en donde han repetido la misma cosecha de palmas y de cruces que en Tijuana. Pero su fama de asesinos y torturadores comenzó el mes en que Ávila y otros 24 jefes de área, fueron ilegalmente retenidos en la base militar y sometidos a tortura durante días con el propósito de construir una historia de éxito en el combate a la delincuencia organizada, que Felipe Calderón señalaría como el ejemplo a seguir.
“Era evidente que nadie iba a hablar conmigo”, cuenta Ávila, ahora físicamente disminuido por los tendones rotos de sus rodillas, las costillas mal soldadas y la sordera parcial que le dejaron los golpes y la asfixia. Casi por cumplir 50, hoy trabaja de carpintero en un pequeño taller de barrio. Existen muchas maneras de perder la vida. La suya, la que le dejaron, es totalmente distinta a la que forjó durante dos décadas. Aquella mañana llegó a las instalaciones del batallón con el uniforme que lo distinguía como jefe de distrito de La Presa, y antes de medio día yacía tirado, sin fornituras, con vendas como eslabón atándole tobillos, rodillas, manos y la parte superior de la cabeza. “Hay algo más fuerte que unos golpes, que una costilla rota, algo con lo que no te puedes levantar. Y ellos saben hacerlo muy bien. Imagínate esa posición. Imagínate con los ojos vendados. ¿Qué está pasando? A mí inmediatamente se me vinieron a la cabeza los muertos que yo había encontrado por las orillas de Tijuana. ¡Así los encontraba!, maniatados, vendados de la cabeza y de las mismas partes del cuerpo que yo. ¡No puedo creer que esto me esté pasando a mí! Dije: ¿El ejército estará haciendo esto, o son los malos? Ya no podía dividir la frontera entre quiénes son cada quién. Lo que estaba entendiendo ahora es que los dos son los malos. En mi cabeza yo decía: Ya valí cacahuate. Van a tirarme torturado, con un balazo en la cabeza y me pondrán una cartulina que diga que pertenecía a la maña. ¡Pero serán ellos!”.
La Tijuana de 2008 figuraba entre las ciudades más violentas del país. Se trataba de una violencia atípica, fuera de los estándares para esa y otras cunas del narco, como Nuevo Laredo, Juárez o Culiacán. La característica en ese puñado de municipios era la nueva forma, multiplicada y brutal, con la que se dejaban cadáveres. Y en cada una de ellas se alcanzó el cénit justo cuando irrumpieron las fuerzas federales. Tijuana lo alcanzó en octubre de ese año, con 62 asesinatos en una semana. Las víctimas aparecieron colgadas de puentes, disueltas en ácido, mutiladas, apiladas en baldíos y basureros. Las autoridades atribuyeron el fenómeno a la confrontación entre dos grupos locales, uno dirigido por Fernando Sánchez Arellano, el ingeniero, y otro por Teodoro García Simental, El Teo. A diferencia de Sinaloa, Chihuahua o Tamaulipas, Baja California cuenta apenas con cinco municipios. Todos ellos, además, eran gobernados por panistas, lo mismo que el estado. Existía allí la misma corrupción institucional que en todo el país, el tipo de colusión que permite actividades de crimen organizado. Pero consonancia política con el gobierno de Calderón. En 2007 el comandante de la II Región Militar, Sergio Aponte Polito, la señaló públicamente hasta con nombres y apellidos, luego de que el Gobierno del Estado desoyó sus denuncias. El general fue sustituido a petición del gobernador José Guadalupe Osuna Millán, por otro afín a los propósitos del gabinete. El general Alfonso Duarte Mújica instauró de facto, apenas entró al relevo, un solo orden policial bajo su mando, en el que las fuerzas civiles del estado y la federación quedaron prácticamente relegadas al momento en el que Leyzaola fue nombrado también secretario de seguridad pública.
El teniente coronel preparó el camino. O algo parecido. Antes de asumir como secretario se desempeñó como director operativo de la misma dependencia. Era el segundo de Alberto Capella, el antiguo dirigente del Consejo Ciudadano de Seguridad al que presuntos narcotraficantes quisieron matar en su casa, apenas se esparció la noticia de que sería el próximo titular de la policía municipal. Capella se atrincheró y respondió al fuego. Fue prototipo de valentía y honestidad, pero eso le sirvió de nada. Leyzaola lo desdeñaba como jefe mientras la ciudad se horrorizaba con cada nuevo suceso criminal. El alcalde Jorge Ramos decidió despedirlo en diciembre de 2008 y Leyzaola al mando, tomó los siguientes tres meses para estructurar los cambios y consolidar acuerdos no solamente con Duarte, sino con la clase empresarial y política locales. En los hechos, todo comenzó con una orden precisa del nuevo secretario.
“Desde el momento en el que Leyzaola tomó posesión como secretario de seguridad, nos ordena que cualquier persona detenida con armas o con droga se la entreguemos personalmente. ‘Me la traen y me la llevo al cuartel’, nos dijo. Aquello se hizo una moda: todas las personas que detuvimos con armas y con droga se las llevamos a él, y él las entregaba a los militares. No volvías a saber nada de ellas”.
Jorge Sánchez Reyes hace memoria de cuando era jefe de Operativos Especiales, una suerte de grupo elite armado por Leyzaola con 70 elementos que él mismo seleccionó de varias delegaciones. Sánchez y sus hombres iban uniformados siempre con trajes de combate color negro y pasamontañas. Las órdenes eran dadas personalmente por Leyzaola cada día. O por la frecuencia de radio, cuando era necesario. El grupo fue concebido para confrontar delincuentes, aunque en el Tijuana de los asesinatos a mansalva eso nunca sucedió. Al contrario, Sánchez solía recibir instrucciones para desplazar a sus hombres hacia un punto de la ciudad, y luego se enteraban que en el lado opuesto se suscitaban balaceras o aparecían mantas o cuerpos colgados. “¿Has cargado un cadáver alguna vez? Es increíble, pero haz de cuenta que pesan lo doble. Ahora imagínate colgar tres o cinco cuerpos de un puente. Eso requiere al menos la intervención de unos 15 individuos y al menos 20 minutos si además colocas un mensaje. Eso te da qué pensar, ¿no?”.
Antes que al grupo de 25 jefes, entre octubre y noviembre de 2008, comienza la detención de los primeros policías. Todo por instrucción de Leyzaola. Sánchez sostiene que ninguno de los jefes que se llevaron tenía ligas con las grandes organizaciones delictivas. De hecho, quienes se quedaron son de los que ellos mismos sospecharon siempre. Y hasta la fecha siguen, sin nadie que los perturbe.
Los arraigos y torturas en las instalaciones del 28 Batallón de Infantería fueron ocultados por autoridades militares y el poder civil del estado. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) solicitó a través del sistema de acceso a la información pública de Baja California informes sobre arraigos de civiles y policías durante 2009. La respuesta fue que no se tenía registro alguno sobre ello y menos sobre la operación de centros de arraigo en la ciudad de Tijuana. Pero 10 por ciento de los arraigos federales registrados en México ocurren en Baja California, según la misma CMDPDH. Sánchez fue una de las víctimas invisibilizadas por el sistema.
El teléfono personal del jefe de grupo de Operaciones Especiales timbró la mañana del 21 de marzo de 2009. “Sánchez, qué crees: acaban de soltarme ahorita del cuartel, ¿puedes enviarme una patrulla para que me recoja?”. El hombre que lo llamó estaba encargado del banco de armas, pero antes fue subordinado suyo dentro del cuerpo táctico. Por eso se conocían. Lo halló descalzo y muy lastimado. Al recogerlo, el oficial le dijo que habían quedado allí dentro otros dos compañeros, más golpeados que él. Sánchez preguntó si deseaba denunciar, y la respuesta fue un no. Leyzaola le dijo que él mismo se encargaría de investigar lo sucedido. No hubo tal cosa. Por el contrario, los policías torturados durante marzo fueron prácticamente emboscados por sus jefes máximos. Previo a la detención de cada uno de ellos, los militares torturaron a dos civiles, identificados como Luis Enrique Carrillo Osorio y Jesús Raymundo Sotelo González. El primero de ellos era ex agente municipal. Fue arrestado el 19 de ese mes, y de acuerdo con el parte de hechos se hallaba en posesión de una pistola calibre .9mm, 40 gramos de ‘cristal’ y un auto con reporte de robo. Su detención condujo el día siguiente a la de Sotelo González, y un día más tarde al inicio de las 25 detenciones de los jefes y subdirectores de la Secretaría de Seguridad Pública, bajo acusaciones, todos, de pertenecer a una organización criminal. Ello quedó asentado en una petición de intervención realizada en enero pasado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por la CMDPDH en conjunto con la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste (CCDH).
A todos se les detuvo de manera similar: Leyzaola y Huerta solían llamarlos para luego obligarlos a ir al cuartel, diciéndoles que la SIEDO había librado orden de presentación en su contra. A ninguno le fue presentado el documento. Dentro de las instalaciones militares, en cambio, fueron sometidos a métodos de asfixia con bolsas de plástico o depósitos con agua; sufrieron golpes que los dejaron lisiados de por vida; recibieron descargas eléctricas; fueron amenazados de muerte, humillados; los tuvieron sin comer ni beber agua durante días, maniatados y con los ojos cubiertos con cinta adhesiva y vendajes.
Sánchez había acudido a una reunión con el alcalde y otros funcionarios municipales –entre ellos Leyzaola- la mañana del viernes 27 de marzo. Al terminar la reunión, Leyzaola le pidió que se quedara. Solos en la sala de juntas, el secretario manoteó la mesa de madera. “¡Chingado, Sánchez! Acaba de hablarme mi general Duarte: que te lleve al cuartel, que ya hablaron de ti, un tal Maximino”, le dijo. A Maximino, Sánchez dice que lo conocía de nombre, solamente. Intento resistirse. Leyzaola le dijo que fuera por las buenas o los soldados irían por él hasta su casa. “Si nada debes, no hay porqué temer”, cuenta Sánchez que le dijo. Dos escoltas lo desarmaron y lo subieron a la Suburban blanca y alto blindaje de Leyzaola.
“Me llevaron al cuartel. Le abren (la puerta) a todo su convoy. Bajamos. Me dice: Ven, ¡tú sígueme! Caminamos ya sólo él y yo dentro del cuartel. Yo conocía más o menos ese cuartel. Ahí hice mi servicio militar. Yo soy de aquí, de Tijuana. Así que reconocí el cuarto al que me llevaba; de esos cuartos que hay en los cuarteles, con una cancha de raquet, un cuarto cerrado del que salen dos militares encapuchados. Leyzaola dice: ‘Aquí está’. Y ellos responden: ‘Páselo para acá’. Hasta ahí vi a Leyzaola. Se fue y yo entré. Cuando entro veo a un policía amarrado en una silla, con los ojos vendados. Eran las nueve de la mañana, más o menos. No había más nada. Se acerca uno de los militares y me dice que cómo me llamo. Le di mi nombre. Me dice entonces: ‘Pon tus manos acá atrás’. Cuando pongo las manos me esposa. Le pregunto, ¿oye, qué pasa?, me dice: ‘no, nada, espérate’. Y luego toma papel de baño y me tapa la boca y me venda. Entonces me dijo: ¡Siéntate!”.
Sánchez pierde la noción del tiempo. Pasan horas. Nadie habla. Sólo escucha el rebote de una pelota y el ruido de un juguete, “como de un soldadito de cuerda”. Vuelven las voces. Oye que llegan con más policías. Les preguntan sus nombres. Los reconoce: todos son jefes. Siente que es de noche cuando escucha el motor de una Hummer. Lo sacan con otros dos agentes y los suben al vehículo. Conducen sin salir del cuartel, hacia otro lugar, otro edificio. Siguen con los ojos vendados, pero logra un registro de oído. “Como que te haces más auditivo cuando sientes miedo”, explica. Lo meten solo a la nueva habitación. Le ordenan quitarse los zapatos y tirarse en el piso. Escucha el sonido del correr de una cinta adhesiva. Lo atan con ella y luego alguien se sienta sobre sus rodillas. Le preguntan qué hace en la policía. Les dice que es jefe de Operativos Especiales. Maximino lo acusa de recibir dinero del narco, le dicen. Él pide que lo careen, porque la acusación es falsa.
“Mientras eso pasa, oyes como el ruido de un plástico. Y de repente… es una bolsa. No la vi, pero pues, es una bolsa. Y pues esa se te pega así, inmediatamente. Y te pegan en el estómago para sacarte el aire. No, pues sientes que se te va la vida. Sientes como que te ahogas. Y ya cuando estás por morir te la quitan y te dicen: ‘¡A ver cabrón, ahora sí me vas a decir! Pero qué quieres que te diga, si eso no es cierto. Y otra vez… Me dieron como tres veces. Me dicen: ‘Bueno, ya, olvídate de eso. Nomás dinos qué policías andan metidos en la maña’. Pero pues yo qué te voy a decir, ¡investiga tú! Yo qué quieres que te diga. Y me dicen: ‘Pues a ver, tú mueves patrullas para que cometan crímenes’. Les digo: No, eso no es cierto. Pregúntale al secretario, él es el que me dice a dónde ir, en dónde trabajar. Yo trabajo para las órdenes de él”.
Entonces escucha la voz de Leyzaola.
“Escuché cuando le dice al que me interrogaba: ‘Pregúntale por los de noviembre’. O sea, fíjate, Leyzaola les dijo. Y yo pensé: híjole, está aquí”.
Sánchez y otros 12 compañeros sometidos a tortura en la base militar obtuvieron sentencia absolutoria en agosto de 2010. Son los 13 que se negaron siempre a aceptar las imputaciones en su contra. Los otros 12 recobraron la libertad en octubre de 2012. Fueron los primeros detenidos y los más expuestos a la tortura. Los que aceptaron firmar las acusaciones en contra. Del total de 25, cuatro logaron ser reinstalados en la corporación. La mayoría de los otros 21 quieren lo mismo y mantienen una disputa legal contra el Ayuntamiento. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) solicitó que les fuera reparado el daño. Ellos tenían un salario de entre 15 mil y 20 mil pesos mensuales, más prestaciones de ley. Ahora sobreviven como vendedores en puestos de fruta o de artículos de segunda mano; como mecánicos, albañiles o carpinteros. Dos son taxistas, como Sánchez. Todos perdieron sus casas y sus visas de cruce internacional, fueron boletinados por sus vínculos con una organización criminal. La vida, tal y como la tuvieron, les fue arrebatada. Pero hubo al menos otros 60 elementos que no tendrán oportunidad de pelear lo que les quitaron.
Mientras estaban detenidos los 25, se corrió la noticia de que asesinarían a un policía diariamente, hasta la liberación del grupo.
“Quién sabe si sería el mismo gobierno-reflexiona Sánchez. Porque, pensándolo fríamente, ¿quién les dijo eso? Nosotros no teníamos vínculo con la delincuencia. Y comenzaron con un matadero de agentes que –al menos los que yo conocí- tenían un perfil bajo, eran buenos elementos. Ninguno era de los que más o menos intuías que andaban en malos pasos. Era gente que, cuando nos enterábamos, nosotros mismos nos preguntábamos: bueno, ¿y a éste porqué lo mataron? Por eso ahora nos damos cuenta de que todo fue planeado, que fue una estrategia de colaboración entre los tres niveles de gobierno, entre los empresarios y los políticos. Si no hubieran estado de acuerdo no hubiéramos sido consignados. No hay otra lógica que permita el análisis de lo sucedido”.
A comienzos de 2008, Jaime Berumen Borrayo era jefe de la delegación Sánchez Taboada. En 25 años de servicio jamás le tocó enfrentarse a miembros de células del narcotráfico, hasta una noche en la que detuvo a cuatro de ellos. Amenazaron con hacerlo pozole, el término que utilizan para referirse a la disolución del cuerpo en un tambo lleno de ácido. Los cuatro fueron arrestados por conducir un carro robado y tener pendientes cuatro asaltos. Pero un juez los liberó al mes. Fue como soltar a los perros en cacería. Esa misma madrugada fueron a la casa del policía para matarlo. Llegaron los cuatro, acompañados de otros cinco encapuchados, todos armados. Uno de los que arrestó Berumen le soltó un disparo a quemarropa con una pistola. Le tiró a la cara. Berumen se cubrió por instinto y la bala se desvió al romperle el brazo. Sus hijos y la esposa salieron de las habitaciones. Les apuntaron a la cabeza. Hubo gritos y llanto, pero al final esa intervención le salvó la vida. Los asesinos se fueron.
Berumen fue incapacitado y solicitó su cambio a los talleres donde reparan las patrullas. Pero apenas retornó a su trabajo fue notificado de su suspensión. Le dijeron que era sospechoso de cobrar en las tienditas de droga, y que fue esa la causa por la que intentaron matarlo. Decide pelear por la vía jurídica y gana. Lo reinstalan, y entonces lo manda llamar Leyzaola. Antes de ordenar el arresto, le dice que está en desacuerdo con su reinstalación, que tiene un padrino en el Ayuntamiento pero que ahí no le servirá. Al cuartel llegó la mañana del 24 de marzo. Berumen es quien identificó a dos de los tres torturadores, aunque solo por sus apodos: El Matute y El Tortas. Los otros implicados en la trama aparecen en la petición que la CMDPDH y la CCDH hicieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Además de Leyzaola y Huerta, mencionan al general comandante de la Segunda Zona Militar, Alfonso Duarte Mújica; a los representantes del Ministerio Público Federal Antonio Zepeda León, Humberto Velázquez Villalvo y César Adame. También al teniente Fernando Coaxin Hernández, el director de Sanidad del cuartel militar encargado de resucitar a los torturados.
El nivel de implicación para cebarse sobre un puñado de policías a quienes no se demostró vínculos con el narco, cambió la lectura que ellos mismos tenían sobre el crimen hasta el día de su detención.
Berumen perdió audición en su lado derecho y sufre lumbagia. No vio a Leyzaola, pero tras la primera sesión de tortura supo que en algún lugar entre las sombras, dentro de la habitación, estaba el secretario de seguridad. “Me llevaron una laptop que para que viera a los policías; querían que los señalara. Sé que él ahí estaba: era su computadora”. Todo ello le hizo repensar los meses previos, los de 2008. “Cuando me estaban torturando y casi me moría, decían que dejara de hacerme pendejo, porque nadie sabía que me tenían en el cuartel, que si se les pasaba la mano y llegábamos a morir nos iban a tirar en el boulevard 2000 y a ponernos una cartulina diciendo que éramos del crimen organizado”. La mitad de los 25 policías recibió la misma amenaza. Y a varios de ellos les hizo pensar que quien masacraba en la ciudad no sólo eran los pistoleros de una organización o de otra, sino los militares. El boulevard 2000 les helaba la sangre: era el escenario favorito para el montaje cuerpos destrozados a golpes y balazos.
La CNDH concluyó que existen elementos de prueba suficientes para reparar el daño a los 25 ex policías, pero también para fincar responsabilidad jurídica y administrativa a los responsables de las vejaciones. En noviembre pasado envió por lo tanto la recomendación en tal sentido al Ayuntamiento de Tijuana, hoy en manos del PRI. La respuesta del gobierno local sucedió el 29 de abril. La sindicatura y el área jurídica expusieron que Julián Leyzaola y Gustavo Huerta estaban obligados a comparecer ante la autoridad municipal o en caso contrario serían inhabilitados de por vida para ejercer cualquier cargo público. Ninguno acudió. Una escaramuza oficial, más que nada. “En los hechos, tal resolución carece de efecto jurisdiccional. Tanto Leyzaola como Huerta podrán ejercer donde quieran, excepto en Tijuana, si es que se les hace efectiva la amenaza”, explica Raúl Ramírez Baena, un acérrimo persecutor de las violaciones cometidas por militares y ex militares en Baja California, que fundó y dirige la CCDH. “Pero al final no es tan malo: es una raya más al tigre, y con ello suma a la fama de torturadores que tienen los dos”.
La criminalización sin pruebas, el arraigo y tortura contra los 25 ex policías, dice Ramírez, tuvo en efecto un propósito manipulador. Porque la violencia en Tijuana se contuvo no por un efectivo trabajo de militares y municipales encabezados por Leyzaola, sino porque tras la detención de El Teo, sobrevinieron los acuerdos entre autoridades, cárteles y empresarios. “Lo que tenemos es una pax romana. Nada más. Todo en realidad es un gran cuento”.
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