Cuando chamaco, viajar en
autobús era mareo seguro. A veces hasta con vómito. Por eso mientras
traqueteaba el armatoste me daban a chupar medio limón con azúcar. Y a ir
oliendo un algodoncito empapado de alcohol. Mi madre advertía antes y durante
el viaje “…no te asomes a la ventana porque se te vuela la cabeza viendo los
postes”. Es que como en las películas “pasaban” muy rápido enclavados tan cerca
a la carretera. No tomaba pastillas para el mareo porque decían que estaba muy
chico y podía volverme tarado. “Así es que te aguantas”. Pero por esas rarezas,
en el tren la pasaba como si nada. Hasta dormía sin sentir lo duro de las
bancas siempre de tablillas fuertes y bien barnizadas. Redondeadas al parejo de
las corvas. Así no sentía lo duro de la esquina. Tampoco me trastornaba el olor
penetrante a chapopote comparado con la hedionda gasolina del autobús, autos y
camiones en sentido contrario. Me adormilaba el traca-traca de las ruedas sobre
las vías. Y aunque el vagón se movía más a los lados a veces suavemente y otras
brusco. Pero ni vahídos, dolor de cabeza y menos ganas de ir al baño.
Cuando viajaba en autobús ni
jugaba y menos platicaba con mi hermana. Iba con la cabeza agachada rezando a
mi manera. Y como oía a mis padres y tías, me comprometía con una “manda”
famosa. “Virgencita de San Juan, no dejes marearme y te prometo entrar de
rodillas a tu templo”. Y como casi siempre el viaje era San Luis-Guadalajara,
llegábamos a San Juan de los Lagos, mitad de jornada. El chofer “nos daba” una
hora para comer y visitar el templo. Entonces no tenía plaza enfrente ni
pavimento a los lados. Todo, eran puestos de dulces. Arrayanes, jamoncillos,
charamuscas, cocadas, tejocotes cristalizados y, la verdad, sobraban ojos y
faltaban centavos para darse el gusto.
Entraba de rodillas, desde el
grueso portón hasta la orilla del altar. Siempre vi muy chiquita la imagen.
Pero cuantas veces fui sobraban los fieles. Cumplida la promesa me encantaba
ver los retablos colgados entonces al lado derecho del templo y cerquita del
altar. Casi todos dibujados sobre madera y a colores. Otros en tela. Obra
personal de los agradecidos devotos en señal del favor pedido a la Virgen y
concedido. Nada de pintores profesionales.
Hubiera querido pasar tanto tiempo como para ver cada uno. Pero con el
tiempo encima apenas le echaba ojo a unos cuantos. Eran admirables. El de
cierto hombre aplastado por “una troca” pero “gracias a la Virgencita volví a
vivir”. Las muletas colgando con su etiqueta constando cómo dejó de usarlas
algún cristiano cuando la sanjuanera le hizo el milagro para nuevamente
caminar. Había muchos retablos de señoritas agradecidas por haber encontrado al
hombre de su vida. Otras escribieron con pincel pasional, cuando el amado
regresó luego de “andar volado” con una “mala fulana”. La madre agradecida
porque encontró al pequeño perdido. El campesino derribado y arrastrado por su
caballo. Todo mundo lo daba por muerto. En plena desgracia se encomendó a la
Virgen y dejó su testimonio por salvarlo.
En mi parentela materna era
muy dados a “las mandas”. Más a la Virgen de San Juan de los Lagos. De allá
venían mis abuelos y sus padres. En la línea paterna la devoción se encaminaba
al Señor del Saucito. Llamado así un pueblucho entonces terregoso, asoleado y
desértico en los años cuarenta. Había más perros y menos pobladores. Sobraba el
pulque, aguamiel, colonche, “gorditas” de maíz y dulce. Torteadas a mano, les
ponían una hoja de mazorca abajo. Inmediatamente las metían en hornos caseros
de ladrillo. Sabrosas. Allí, cerca del camposanto está el templo del Señor del
Saucito. Crucificado. Y lleno también de retablos. Colgaban además pequeñas
figuritas planas de oro legítimo chapeado o plata: Piernitas, brazos, cabezas,
corazones y manos como señal de gratitud y por alivio en tales partes. Eso lo
vi hace 56 años y cuando tenía nueve. Igualmente los viajes.
Por aquellos días mi padre nos
llevó al viejo aeropuerto cercano a Morales en San Luis Potosí. Simple pista
terregosa. Ni torre de control y menos alumbrado para aterrizaje nocturno.
“Vamos a subirnos a una avioneta”. Le cobraban cinco pesos “por una vueltecita
sobre la ciudad”. Me clavé en el suelo cuando quiso treparme. Tenía pavor y
pénsula. Se caerá igualito a como los veía en las películas sobre la guerra. O
en el noticiero “Movietone”, de cada domingo en el cine.
Pero cuando llegué a los 21
en 1957 no pude hacerme para atrás. Ya tenía dos años como reportero y fui
enviado al “Esto” de Distrito Federal. Jamás olvidaré al avión. Un DC-3. Dos
ruidosos motores con hélice. Un hombre empezaba a darles vuelta a mano. Cuando
arrancaban soltaban apestoso humo entre negruzco y azulado. Tenía dos grandes
llantas delanteras. La trasera muy pequeña. Por eso en tierra, nariz para
arriba y cola abajo. Para mi fortuna no hubo zangoloteos en aquel vuelo. Apenas
dos que tres turbulencias antes de aterrizar en México. Bajé sonriente, entre
llovizna y sin mareos.
Ese mismo año y por mi
trabajo debí encaramarme en aeroplanos de un motor o aviones comerciales.
Siempre ida y vuelta a México. Unas veces desde Torreón o Monterrey. Otras, Guadalajara
o Morelia. También Aguascalientes o León. Por eso cuando menos lo imaginé
desapareció el temor a los mareos. Desde entonces me encanta viajar por aire.
Los jets son una maravilla. Pero me choca la incomodidad en algunos. Apeñuscan
los asientos para más pasajeros. El de enfrente pega en las rodillas y cuando
se reclina, lo tiene uno en las narices.
Solamente dos veces me
ataranté y asusté. Una, en avioneta. Salimos de Mexicali a Isla de Cedros. Nos
atrapó una tormenta y andábamos como pelota de raquet. Tanto como recordar a la
Virgen de San Juan de los Lagos y ofrecerle una “manda”. Y la otra ocasión,
saliendo de Tijuana a México. Era un DC-9. Ya los discontinuaron. Llevábamos
media hora de vuelo. El piloto avisó por el sonido “…señores pasajeros, se
presentó una pequeña emergencia y debemos regresar”. Pidió no asustarnos. Las
aeromozas nos dijeron a casi todos “no es nada de cuidado”. Algunas lloraban y
otros rezaban angustiados. Me agarré fuerte al descansa-brazos. “Hasta aquí
llegué”. Pero al ratito aterrizamos a salvo. Al bajar nos advirtieron “…antes
de una hora salimos…cuestión de reparación inmediata”.
Llegó la hora de levantar
vuelo. Algunos decidieron no subir y cancelar. Otros lo hicieron con
desconfianza. Un viajero me dijo “…quédese, esa descompostura es un aviso”.
Pero en eso vi a un sacerdote. No lo había divisado al inicio original del
viaje. Subió tranquilamente. Me animó su presencia. Pensé “…Dios va con este
hombre y yo cerca de él”. Subí al jet. Tranquilo. Casi tres horas después las
turbulencias alrededor de Aguascalientes alarmaron. El susto entró al jet sin
abrir la cabina. Arreció el bamboleo y alcancé, por si las dudas, la bolsa para
mareados. Busqué al sacerdote. Unos 45 años. Robusto y dejando ver el inicio de
calvicie. Lentes con armazón dorada. Traje negro. Notable su alzacuello.
Tranquilo. Entré en la quietud. Al ratito aterrizó el jet. La semana pasada
viajé entrada por salida a México. Escribí estas líneas en el vuelo 177 de
Aeroméxico. Recordé al cura y ni siquiera vi la bolsa de mareo.
Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús
Blancornelas, publicado por última vez en noviembre de 2015.
(SEMANARIO ZETA/ DOBLEPLANA/ JESÚS BLANCORNELAS/
LUNES, 15 OCTUBRE, 2018 12:00 PM)
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