La transición de gobierno
entre Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador fue tan larga en
términos de horas, intensidad y acciones que provocaron turbulencias políticas
y financieras, que como bromeó en algún momento el presidente electo, el
primero de diciembre no tomaría posesión sino rendiría un informe de todo lo
que hizo durante este tiempo. Muchas de sus decisiones políticas tuvieron
impacto en la confianza interna y externa sobre lo que será su gobierno, y
antepusieron obstáculos a su deseo de transformación del país. El monto de
recursos que se estimaba tendría tras ganar la elección, quedó reducido ante la
incertidumbre que generó, que frenó inversiones y aceleró la salida de
capitales.
Mucho temor generó por todos
lados, menos en sus bases electorales sólidas e incondicionales a él bajo
cualquier circunstancia. El López Obrador que despertaba miedos en 2006 y en
2012 y pareció desaparecer en 2018, regresó ante la sorpresa de unos, la
decepción de otros y el desasosiego de quienes pensaban que el político que
siempre ha sido congruente, sería incongruente. ¿Por qué un pensamiento tan
arraigado por décadas que siempre tuvo como meta la conquista del poder,
tendría que cambiarlo cuando lo alcanzara? No hay ninguna razón objetiva que dé
sustento a esa idea que ha sido causa, por cierto, del desencanto de algunos
que nunca lo habían visto como opción, pero votaron por él. López Obrador es lo
que siempre fue y nadie quiso engañar. ¿De qué se sorprenden tantos?
La consistencia y
congruencia, si bien no compartida cuando proyecta el país con el que sueña,
por millones de mexicanos, han sido sus principales valores, y los desplegó
durante toda una transición que se sintió eterna. Comenzó oficialmente el 20 de
agosto, cuando la iniciaron formalmente el presidente Enrique Peña Nieto y el
presidente electo tras su tercer encuentro en Palacio Nacional, aunque el
dinamismo y la energía desplegada por López Obrador, alargó el proceso por cinco
meses. Este periodo fue como estar en una montaña rusa donde los desaciertos y
las contradicciones, las confrontaciones y las descalificaciones contra quienes
piensan distinto a él o lo critican por sus dichos y sus actos.
Las imágenes con la que se explicó
el protagonismo y la conducción unipersonal y vertical de López Obrador la
sintetizó hace cuatro días John Paul Rathbone, editor de asuntos
latinoamericanos del diario Financial Times, que vive en Nueva York, al
plantear que López Obrador era una mayor amenaza a la democracia que Jair
Bolsonaro, el ultraderechista que en enero asume la Presidencia de Brasil. La
analogía de Rathbone tenía un antecedente inmediato en México, donde un libro,
How Democracies Die (Cómo Mueren las Democracias), escrito por los profesores
de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se comenzó a vender copiosamente
en las librerías de la Ciudad de México, buscando en él pistas para entender la
Cuarta Transformación y a su líder.
Levistky y Ziblatt
describieron el estilo de gobernar y los objetivos que busca el presidente
Donald Trump, y plantearon que el laboratorio de la democracia definido por el
ministro de la Suprema Corte de Justicia, Louis Brandeis, en el caso New State
Ice Co. v. Liebmann en 1932, se está transformando en un laboratorio del
autoritarismo, donde un personaje con escaso compromiso con los derechos
constitucionales, está tratando de reescribir las reglas. El populismo ha
capturado al mundo, cautivados por la retórica y las soluciones simplistas que
plantea, o quienes que quieren castigar al régimen en el que viven. El
populismo, en la definición del politólogo Cas Mudde adoptada por The Guardian
en el inicio de una serie de reportajes sobre el fenómeno la semana pasada, “es
una ideología que observa en la sociedad una división fundamental entre dos
grupos homogéneos y antagónicos –los ‘puros’ y la ‘elite corrupta-, y que
postula que la política debe expresar la voluntad del pueblo”.
Los populistas llegaron para
quedarse, cuando menos por un tiempo. Es un fenómeno viejo que se ha convertido
en una realidad política que está montada en la ola de su mejor momento
histórico, al ir ganando el poder a través de lo que rechazan por definición
sus ideas y sus acciones: la democracia. En la actualidad, argumentan Levitsky
y Ziblatt, el retroceso democrático empieza en las urnas. Los políticos tratan
a sus adversarios como sus enemigos, intimidan a la prensa libre y amenazan con
impugnar resultados electorales. También buscan debilitar las defensas
institucionales de la democracia, incluidos los tribunales, para minar los
contrapesos.
Si se observan los eventos
más relevantes en la etapa de la transición, parecería que el traje de Trump le
queda a López Obrador. The Guardian dice que Europa no experimenta sola el
surgimiento del populismo. “Se han electo populistas en las presidencias de
cinco de las siete más grandes democracias: Brasil, Estados Unidos, Filipinas,
India y México”, apuntó. Para una buena parte del mundo, López Obrador es un
líder populista cuyas políticas asustan y generan incertidumbre, como se vio
con los fenómenos financieros y bursátiles de las últimas semanas.
Durante el periodo de la
transición quedó encasillado en esa categoría de análisis, y el presidente
López Obrador podrá caber en la descripción de populista, pero no se puede
hacer un juicio concluyente a priori. Se puede no ser un demócrata, pero
conducir una nación hacia la democracia. Se puede ser populista, pero gobernante
responsable y capaz de tomar decisiones que vayan contra su ideología pero en
beneficio del país. Ya se verá qué López Obrador es el que tendremos los
mexicanos. Mientras tanto, hay que otorgarle, incuestionablemente, el beneficio
de la duda.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(EJE CENTRAL/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 30 DE NOVIEMBRE DE 2018)
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