“¿De quién es el auto?”, me preguntó con
mirada de puñal el agente de Migración. “Mío”, respondí. Y sin pronunciar un
cortés “por favor” soltó mandón la palabra: “¡Bájese!”. Jalé la manivela pero
no pude abrir la puerta porque una nueva frase me detuvo: “Apague el motor y
ponga aquí sus llaves”, señalándome el techo del carro. Di vuelta al switch. Y
entonces salí de mi Volkswagen negro, una “pulguita”. El vigilante me dijo
entre cansado y fastidiado: “Abra la cajuela”. Cuando le aclaré que necesitaba
las llaves, de mala gana apuntó con su índice dándome a entender “tómalas”.
Levanté la capota: Llanta de refacción, cruceta, diminuto gato, un pequeño
estuche negro de plástico con herramienta y nada más. “Okey”, dijo tras echarle
una mirada. ¡Zas! Sonó cuando cerré la cajuela. Me quedé con las llaves.
Como si fuera baraja, el
migrante vio los pasaportes de mi esposa y tres hijos. Puso sus manazas sobre
el techo y se agachó a la ventanilla, los llamó por su nombre y cada uno fue
respondiendo correctamente y les regresó el documento. Con el dorso de su mano
golpeó las portezuelas en busca de algo sólido e irregular. Dio pequeñas
pataditas a las llantas esperando encontrar algo más que aire, y terminando de
rodear el auto preguntó: “¿A dónde van?”. Escuchó “…a San Diego” y reinterrogó
“¿A qué van?”. Entre sorna y broma se me ocurrió responder: “Bueno, pues íbamos
a desayunar, pero después de tanta espera, creo que mejor vamos a comer”, no le
cayó bien la respuesta. Así, con más disgusto que formalidad dijo: “¡Pasen!” y
cruzamos la frontera.
Como decía mi abuelita: “Las
tripas gruñen de hambre”. Desde la noche anterior nos pusimos de acuerdo en
familia: “Mañana vamos a desayunar al otro lado”. Y al día siguiente, cuando
salimos, ya íbamos saboreándonos unos hotcakes con huevos revueltos y tocino.
Primero cafecito negro y luego un vaso de leche helada.
Rumbo a la garita nos
encontramos lo entonces pocas veces visto: Una enorme “cola”. Inmediatamente di
la media vuelta y enfilé para Otay, el otro paso más alejado, esperaba menos
tráfico y me sorprendí. Luego de alinearme, detrás de mi auto, en un ratito,
creció la fila que se movía con tanta calmosidad que empujaba al fastidio
esquina con el berrinche.
Todavía no existían los
celulares, por eso no pude hablar al periódico y preguntar el motivo de “la
cola”. No me quedó otra que bajarme del auto y consultar al más cercano
automovilista por la tardanza. Enfurecido respondió que no sabía.
Al rato, primero uno y luego
otros helicópteros pasaron cerquita de nosotros; abajo y a sus costados se
leían las iniciales de las televisoras estadounidenses. Entonces sí pensé:
“Algo grave pasó”. Encendí el radio del auto y escuché la noticia. “Mataron en
Guadalajara a Enrique Camarena Salazar, agente antidrogas de Estados Unidos”.
Transmitieron los detalles de rigor. Por eso el retraso en el paso a Estados
Unidos. “Seguramente los migrantes recibieron órdenes de revisar todo”, les
dije a mi esposa e hijos aquel cinco de marzo de 1985.
Fue la segunda ocasión que vi
un embrollo así desde los setentas, cuando la famosa “Operación Intercepción”
me pescó en el cruce Mexicali-Calexico. La ordenó el presidente Richard M.
Nixon, era una revisión endemoniada que también provocaba retrasos. Los oficiales
de Inmigración traían un artilugio como palo de golf, pero que en el extremo
inferior redondo tenía un espejo hacia arriba. Lo metían bajo la carrocería
para ver si no había por allí algún pegoste con droga. El sistemita ese
atormentó y disgustó. Miles de mexicanos nos sentimos ofendidos; es que nada
más por cruzar a Estados Unidos se nos estaba etiquetando como sospechosos de
narcotráfico.
Aquel marzo del 85 no
detuvieron sospechosos en la garita, pero a los pocos días sucedió lo
increíble. Un juez estadounidense sobornó con 30 mil dólares a tres agentes de
la policía estatal bajacaliforniana. Secuestraron a René Martín Verdugo en
territorio mexicano. Lo encajuelaron, se fueron a despoblado, y en la
imaginaria división territorial fronteriza la policía de Estados Unidos lo
recibió. Sigue prisionero. Fue enlistado como asociado de Rafael Caro Quintero,
el afamado narcotraficante de la época. Los estadounidenses le pusieron el dedo
como autor intelectual en el crimen de Camarena.
Otros policías antidrogas
secuestraron al doctor Humberto Álvarez Machain en Guadalajara, acusado de
cuidar a Camarena para que no se muriera cuando lo torturaban. Encarcelado
varios años, sorpresivamente lo liberaron, pero a Rubén Zuno Arce le
desgraciaron. Dijeron que era dueño de la casa donde fue el martirio, lo
citaron a un tribunal, viajó desde Guadalajara para cumplir. Inocente, tercos
descaminados lo condenaron a prisión de por vida.
Camarena investigaba el
narcotráfico en Guadalajara desde el consulado de Estados Unidos. El 7 de
febrero del 85 salió a comer, le acompañaba su esposa cuando varios fulanos
aparecieron. Nada se supo hasta el 5 de marzo, cuando encontraron tirado su
cadáver. Desde entonces, la policía de Estados Unidos insiste en buscar más
culpables aparte de los inocentes que tiene encarcelados.
En Tijuana ejecutaron a José
Juan Palafox Cadena. Era el jefe local del Centro de Inteligencia y Seguridad
Nacional (CISEN). Iba en auto solo y desarmado, estaba a cuatro cuadras de su oficina
en el Fraccionamiento Agua Caliente. Pasaditas las diez de la noche un julio
26, dos hombres en una camioneta empezaron a rebasarlo. Y cuando se emparejaron
le dispararon seis veces, allí murió. En un hombre con el cargo de Palafox, fue
imprudente permitir ese paso y a esa hora.
El tráfico en la garita no se
detuvo, continuó como si nada el movimiento de pasajeros en el aeropuerto,
central de autobuses y carreteras. No se detuvo la circulación en bulevares,
avenidas, calles y callejones, nada de retenes u otra forma para atajar o
perseguir matarifes. Rodeando el auto de la víctima y borrando evidencias, más
curiosos y menos policías. Los agentes federales se aparecieron al último.
Transcurridos los días, oficialmente ni pista ni detenidos. Secreto a voces:
Fueron agentes estatales.
Entristece que tal suceda
entre funcionarios, duele ver el mayor empeño estadounidense cuando les matan
un compañero y la poca solidaridad de mexicanos si ejecutan a un agente. Pero
lo más grave: Oficialmente el CISEN es lo máximo en inteligencia y seguridad de
este país, no puede ser posible tanta ignorancia para resolver el fatal
enredijo, es para alarmar. Si eso pasa en el CISEN con uno de los suyos, mal
deben andar muchas cosas. No aclarar nada, despostilla a la Secretaría de
Gobernación, es tiempo de hablar sobre sogas en la casa del ahorcado. El
silencio embarra de complicidad.
Tomado de la colección “Dobleplana” de
Jesús Blancornelas, publicado por última vez en agosto de 2002.
(SEMANARIO ZETA/ DOBLEPLANA / JESÚS BLANCORNELAS
/LUNES, 5 NOVIEMBRE, 2018 12:00 PM)
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