El carro de sonido paseaba por el pueblo la noticia del accidente. Y
ándale, gritaba el de la grabación. Un buen trancazo se pegó un
automovilista. Y ándale, se estampó contra la barrera del puente, cerca
del río. Y ándale, el conductor quedó tieso frente al volante en el
lugar de los hechos. Todo con tal de vender el periódico.
Desde temprano, el vehículo recorría las calles. Se paraba en
esquinas, en la tienda, la escuela, los centros de trabajo. Daba
noticias sobre otros hechos violentos y anuncios del gobierno. En su
griterío, lanzaba al viento dardos envenenados y éstos se clavaban en
pecho y cabeza de los oyentes: alimento para el morbo, ensalada de
mitotes y licuado de escándalos para el desayuno.
Alerta, decía el del carro que ofrecía el periódico matinal. Alerta,
repetía cuando empezaba de nuevo la grabación. Y era un jalón de orejas.
Una fuerte llamada de atención. Un alud de veneno depositado en
sobredosis en trompas de Eustaquio y tímpano. Y venía la cantaleta de
nuevo: y ándale, por andar borracho, se estampó cuando manejaba su
camioneta.
El hombre quedó muerto ahí, en el lugar. Y ándale. Vaya trancazo por
andar pisteando y tomando. Se escuchaba la voz. Y anunciaba dónde había
pasado. Aquella noche, el hombre regresaba de una fiesta, borracho y
loco por el polvo, perdió el control de su camioneta nueva y chocó,
luego se volcó y salió de la carretera. Muerte instantánea.
En la grabación el de la voz gritaba. Le echaba sal, limón y chile a
sus coros. No conforme con anunciar las novedades de sangre y chirriar
de llantas y ladrar de ametralladoras, se lucía con la muerte y se
burlaba de los protagonistas de esas historias nocturnas que siempre
empapaba con esa voz, esos decibeles, esas palabras, ese veneno: á n d a
l e, separando sílabas, acentuando la esdrújula y manchándolo de rojo
todo.
Por borracho, se oía. Por borracho, repetía. Y luego pegaba duro.
Plabras como trancazo, muerto, accidente. Ni los reporteros del
periódico que vendían ni el que había grabado ese escándalo como forma
de venta habían pensando en la víctima y no era un cualquiera.
El hombre regresaba de una fiesta. Venía borracho y coco y a alta
velocidad. La curva se lo tragó. Y pegó, volcó y ahí quedó. El hombre
era narcotraficante. Mejor dicho matón. Su hermano escuchó el carro de
sonido y ese viajar de escándalo aéreo y morboso. El cuerpo tendido en
la sala y ellos con el café y el padre nuestro, velándolo.
Se subió a su trocona y agarró rumbo a las oficinas del periódico.
Llegó con el jefe de los cuatro reporteros: encuernado, los ojos como
vitral y la muerte en la voz. Le dijo Va a haber cinco lutos más si no
callan al del carro de sonido. Y esa mañana en el pueblo entero calló.
(RIODOCE/ Columna Malayerba de Javier Valdez/ enero 19, 2014
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