Esto le pudo
pasar a cualquiera, pero le sucedió a Ari Goldstein.
Un buen día, cruzó
la frontera para buscar a su padre en la antigua periferia de Ciudad Juárez, en
la colonia Independencia. El don lo esperó con los brazos abiertos, y con una
buena cantidad de viandas y comidas mexicanas para su hijo solterón. En la fila
del puente, la conversación los entretuvo imaginando el tiempo de calidad que
compartirían en el depa del West Side de El Paso. Sin embargo, un amargo
detalle les enturbió el inicio del fin de semana consanguíneo: un agente de
Inmigración los envió directo a revisión.
utadora de los
gendarmes y en medio de ese tipo de espera eterna en la que las pertenencias
personales reposan en el parabrisas del carro. Los minutos fueron intensos que
hicieron repensar la pertinencia del encuentro familiar.
Luego de una
conversación civilizada y expiatoria, en la que Goldstein estuvo rodeado de
perros, el policía cedió a la compasión, no sin antes soltar una advertencia:
‘Está bien por hoy, pero para la próxima no vuelva a cruzar a los Estados
Unidos con mangos y aguacates con semilla. Esta vez se la paso porque el error
fue de su padre. Deben saber que tenemos castigos para este tipo de cosas. Siga
adelante’.
Historias del puente
hay tantas como sorgo en el mundo. Algunas son tristes; otras disparatadas.
¿DÓNDE EMPEZAR?
Hubo una época no
muy lejana en la que los relatos fronterizos no fueron muy felices. Una de las
tantas: cuando se decidió que en pleno Halloween la gente no cruzara con las
máscaras de sus disfraces, no vaya a ser que detrás del antifaz del Capitán
América o del Santo se escondiera ‘El Chapo’ de Sinaloa o Edward Snowden.
Hay más cuentos en
los que las indumentarias cobran gran importancia. Uno de ellos lo protagonizó
Vanessa Delgado, una joven que se reparte entre sus estudios de psicología en
El Paso y su afición por el baile del vientre entre los dos países.
‘Una vez iba de
regreso de Juárez a El Paso’, comenta. ‘Venía de hacer un acto de bellydance y
no me dio tiempo de cambiarme de atuendo. Cuando me vio el agente, se sacó de
onda al verme vestida de esa manera y empezó de volado. Yo, atraída por su
acento puertorriqueño, seguí el coqueteo. Intercambiamos números, y salimos
como por tres meses, hasta que se enteró de una verdad inconfundible: que al
ser mexicana yo no iba a ser una sirvienta abnegada. Él luego juró no volver a
salir con una mexicana. Lástima, era un mono cuerísimo’.
Hay otros episodios
en donde el agente puede ser más temido que de costumbre por una simple razón:
ser familiar directo del detenido. Si aún no lo creen, entonces, será necesario
dejar hablar a Karina Rocha, una bachiller de Trabajo Social: ‘De regreso de una
pijamada en Juárez tuve la experiencia de ser chequeada por mi hermano, quien
es agente de inmigración’, relata.
‘Mis amigas se
sacaron de onda cuando vieron que un familiar me había detenido. Nos dejaron
esperando horas y no nos decían nada. Mi hermano, para hacer las cosas peores,
sólo volteaba para ver si yo seguía allí sin decir una palabra. Después de
haber pasado por eso, reconozco que no me gusta cuando mi hermano está en el
puente. Me da pánico y vergüenza. Siempre le pido a Dios que no me toque él
cuando cruzo’.
CUESTIÓN DE AGENTES
Hay que ser claros:
los agentes suelen ser los malos de la película. ¿A quién no lo han tratado mal
de gratis? Bueno, para quienes aún estén sentidos con estos oficiales, ahí les
va una historia que quizás les mejore el concepto. Las palabras son del joven
paseño Luis Herrera:
‘Cruzamos con mi
hermanito de 10 años, y mi mamá se dio cuenta de que no cargaba los papeles de
él. Cuando el oficial se dio cuenta, se dispuso a sacarlo del carro y hacerle
unas preguntas de cultura general para saber si el niño era estadounidense.
Quiso saber cuál era la capital de este país, y mi hermanito la olvidó de puro
nervio. El agente comenzó a reír y dijo: ¡Ay, niño, no pienses tanto!. Cuando
hicieron lo mismo con la capital de Texas, el señor comentó: A lo mejor no te
han enseñado eso. el hombre seguía riéndose de la educación e inteligencia,
antes de volver: Deja, te doy una bien fácil, cántame el himno nacional. El
muchachito se quedó quieto y preguntó: ¿Cómo empieza?. El agente agachó la
cabeza y terminó por reconocer: Hijo, tienes que ser de aquí porque ningún niño
de tu edad sabe nada. Mi hermanito se subió al carro, el oficial le devolvió
todo a mi mamá y se despidió con estas palabras: Pase, señora, pero enséñele a
su hijo un poco de nuestra nación o para la otra traiga sus papeles, por favor.
Para concluir esta
parte, en la que los ciudadanos son los que cometen los errores, habrá que
incluir la historia de Cristian Rodríguez. Él, otro joven que hace cosas de
gente de su edad, alguna vez quiso volver a El Paso con su grupo de amigos.
Sucedió lo que nadie esperaba, que fueran detenidos y el sistema se aferrara a
mostrar que ese carro de un compañero había cruzado tres veces en el mismo día.
Aunque el error fue del registro, les tocó revisión y les metieron un perro al
vehículo. El animal se emocionó al olfatear uno de los asientos. Los policías
supusieron lo peor, y Cristian comenzó a dudar de la honorabilidad de sus
compadres. El carro fue pasado por rayos X, pero no se consiguió nada. No
obstante, los agentes estaban seguros de que algo no olía bien en esa máquina y
decidieron desmantelarla en la cara de todos. La razón no tenía rebate: los
perros no se equivocan cuando meten su hocico.
Cuando procedieron a
quitar ese asiento, Cristian esperó lo peor. Y esto vino con esos giros
extraños que tiene la vida para atemorizar a sus fieles: ‘apareció una bola de
papel aluminio’, relata el personaje. ‘Esta
cubría un burrito viejo que había sido olvidado entre los asientos’.
(El Diario de
El Paso / Daniel Centeno/ 2013-10-12 |
23:56)
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