Le llaman shuanggui: el método que aplica China a
funcionarios y dirigentes políticos acusados de corrupción, quienes
–después de ser defenestrados y detenidos en lugares secretos– terminan
por confesar sus “delitos” y aceptar un castigo ejemplar, incluida la
pena de muerte. Pero esa práctica es opaca, incumple las garantías del
debido proceso y viola los derechos humanos. Especialistas advierten que
Beijing utiliza ese temible método con fines políticos: el caído en
desgracia puede ser víctima de una guerra interna entre facciones del
régimen o un chivo expiatorio cuya sanción calmará el enojo popular.
BEIJING (Proceso).- La corrupción protagoniza todos los debates en
China. El gobierno sabe que ese fenómeno socava su legitimidad al tiempo
que genera y estimula las protestas sociales.
Hu Jintao, anterior presidente, pronunció 16 veces esa palabra
durante su discurso en el Congreso de Partido Comunista de China (PCCH)
en noviembre del año pasado y advirtió que la corrupción “puede provocar
el derrumbamiento del país”.
En marzo del año pasado Wen Jiabao, exprimer ministro, reconoció que
la “actual lucha (anticorrupción) no cumple las expectativas del
pueblo”.
Xi Jinping –nuevo presidente de la república y quien dijo que el
combate a la corrupción será la tarea primordial de su gobierno– heredó
el problema, el cual se agrava porque las diferencias sociales son
mayores ahora que hace 10 años e internet impide que los funcionarios
oculten sus excesos.
Y mientras los cables de WikiLeaks revelaron el desprecio que Xi
manifiesta en privado hacia los corruptos, el mandatario acompaña sus
discursos con hechos: Prohibió los gastos desmedidos para celebrar actos
públicos, eliminó los banquetes pantagruélicos de los funcionarios y
redujo los gastos del Ejército. El pasado enero prometió que caerían
“moscas” y “tigres”, es decir burócratas de bajo nivel o altos
funcionarios… y su campaña parece estar funcionando.
Los ceses de burócratas aumentaron desde que Xi asumió el poder en
marzo pasado. En meses recientes han caído peces gordos como Liu Tienan,
exvicedirector de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reformas; Wang
Suyi, quien desempeñaba un cargo importante en el Pcch en Mongolia
Interior; Li Chuncheng, exvicesecretario general de la provincia de
Sichuan, y Liu Zhijun, exministro de Ferrocarriles y artífice del
desarrollo de los trenes de alta velocidad en China. Este último fue
condenado a muerte pero con dos años de suspensión (una fórmula que en
la práctica termina en cadena perpetua).
Los chinos se deleitan con las destituciones pero los expertos dudan:
No saben cuánto durará el impulso anticorrupción o hasta dónde dejará
el PCCH que llegue Xi. Y es que las intenciones de combatir la
corrupción chocan contra un sistema que la estimula. Tras una detención
sonada se suele pensar que el capturado no pagó en la ventanilla
adecuada, fue víctima de una guerra interna o lo eligieron como el chivo
expiatorio que calmará temporalmente a las masas.
Para Wen-cheng Lin, decano de la Universidad Nacional Sun Yat-sen, en
Taiwán, hay razones que impiden una lucha anticorrupción de mayor
calado:
“Primero, la falta de equilibrios en el sistema”, dice a Proceso vía
correo electrónico. “No hay oposición política, prensa independiente ni
fuerzas sociales que critiquen las fallas del partido. Segundo, la
boyante economía crea inmejorables oportunidades para la corrupción
gubernamental y el sistema legal no está preparado para combatirla. Y
tercero, la corrupción está en todos los niveles del partido, incluso en
los más altos, que han establecido un pacto tácito de no causarse
problemas entre ellos”.
Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1992 de la revista Proceso, actualmente en circulación.
/4 de septiembre de 2013)
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