En esto han creído los gobernantes rígidos: antes de
la política y el juego de las fuerzas sociales, se desencadena el complot
destinado a minar las instituciones y
derruir la legitimidad.
Julio Scherer y Carlos Monsiváis
Rubén Duarte Rodríguez / Dossier Politico
En la primavera de
1967, unas semanas antes del “Verano del amor” de los hippies en la Universidad
de Berkeley y en toda la bahía de San Francisco, apareció en la revista Life un
reportaje ilustrado con dramáticas fotografías de los estudiantes
universitarios sonorenses que participaron en el movimiento contra la
imposición del “cacique” –así le llamaban los reporteros de esa publicación–
Faustino Félix Serna como candidato del PRI y seguro gobernador del estado, que
fue consumada gracias a la intervención del ejército ordenada por el presidente
Díaz Ordaz. A la postre, la ocupación de la Universidad de Sonora por las
tropas especiales de paracaidistas sirvió como un ensayo general de la toma de
la UNAM y la matanza de Tlatelolco del año siguiente.
El de 1967 fue un
movimiento con características sociales muy amplias que rápidamente desbordaron
los limitados objetivos políticos que traía consigo. El fenómeno sociológico de
jóvenes de clase media “acantonados” –como se decía en aquel tiempo– utilizando
las aulas para actividades muy diferentes a la de tomar clases, para
intercambiar sus experiencias, para convivir haciendo guardias, cantando en las
noches y descubriendo su propia sexualidad, era exactamente el mismo que se
reproducía a escala planetaria. Se les podía ver haciendo acopio de palos y
piedras, levantando barricadas y preparando cocteles molotov para enfrentar un
posible asalto de la “ola verde”, grupo que estaba integrado en su mayoría por
esquiroles de la CTM que llegaban a romper los actos del llamado movimiento
“antiimposicionista”.
El proceso de
radicalización generado al principio por los enfrentamientos entre dos bandos
opuestos dentro del mismo partido oficial –faustinistas contra acostarromistas-
se transformó rápidamente en un proceso semi-insurreccional. Se sentía
literalmente un ambiente de guerra civil. En las reuniones de los dirigentes
estudiantiles se llegó a proponer la lucha armada como último recurso ante la
cerrazón del gobierno frente a las demandas de la huelga que, de la
universidad, se había generalizado a muchos otros centros educativos del
estado.
En su libro El día
que explotó la rabia, Ismael Mercado Andrews refiere de esta manera los
acontecimientos en el desenlace de la huelga: “El 13 de mayo estalló la
violencia a la que tanto nos oponíamos. La escuela primaria Vicente Guerrero
fue atacada premeditadamente por los grupos gobiernistas para disolver a como
diera lugar el movimiento. Querían hacer ver que los padres de familia que
hacían guardia habían comenzado la balacera. Esto era un buen pretexto para
obscurecer el trayecto tan sano que había seguido la huelga. Fue la noche más
violenta, cayeron heridos jóvenes que estaban cumpliendo normalmente con la
guardia.”[1]
Después de la
provocación vino el contraataque de los padres de familia, que asaltaron la
comandancia de la policía municipal y se llevaron las armas que había allí. No
era un gran arsenal; sin embargo, por las condiciones de ascenso en que estaba
el movimiento, fue muy grande la alarma en los sectores oficiales.
Al respecto,
recuerda Mercado: “El 16 de marzo, el pueblo ya sin hacer caso, pues quería
hacer justicia por su propia mano, avanzó a la comandancia de policía llegando
con rifles, pistolas, bombas molotov, piedras y todo lo que encontraron en el
camino. Fue una lucha sangrienta, desordenada, sin líder que guiara la marcha,
hubo también varios heridos. Algunas personas nos ofrecieron en ese momento
ametralladoras para tomar el Palacio de Gobierno o la casa de Luis Encinas; no
quisimos armar la violencia y estuvo en nuestras manos hacerlo, ninguno nos lo
hubiera criticado, pero tuvimos miedo... miedo de ver caer a gente inocente,
estudiantes jóvenes que nacían a la vida, nomás por un mal sistema de
gobierno.”[2]
En Sonora había un
pueblo en pie de lucha que había sido capaz de asaltar una estación de policía
y al que, si no le temía a las fuerzas regulares del orden que servían al
gobierno estatal, había que someter con la fuerza del ejército. Esa fue la
conclusión a la que llegaron Díaz Ordaz y sus más cercanos colaboradores.
“El 17 de mayo llegó
el ejército de Paracaidistas de la Defensa Nacional, al mando de Jesús
Hernández Toledo... A las 7:20 P.M., entró a la Universidad, y Hernández Toledo
al decir: ‘Lo hacemos por la Patria, ¡Viva México!’, comenzó a dar órdenes de
que nos hicieran desalojar de nuestra Alma Mater... Al día siguiente salimos
exiliados los de la plenaria a Tucson”[3], dice el cronista Mercado.
El 67 sonorense fue
el punto de unión entre una vanguardia estudiantil que, sin romper los nexos
con las facciones disidentes provenientes del partido en el poder, logró muy
rápidamente ganarse la simpatía popular y fusionarse con un amplio y heterogéneo
sector de la sociedad.
Otra cuestión que a
posteriori ha adquirido cada vez mayor relevancia, es la demostración evidente,
por analogía, de la falsedad de la “conspiración comunista”[4] con la que Díaz
Ordaz y sus apologistas intentaron justificar lo cruento de la represión ordenada
por él en 1968. Apenas unos cuantos meses antes, a nadie se le ocurrió inventar
la existencia de células comunistas para que el ejército tomara la Universidad
de Sonora.
“Yo me acuerdo que
mi papá, la noche en que los soldados desalojaron la universidad fue a la
secundaria y me llevó casi arrastrando a la casa. Y así lo hicieron con todos
los demás estudiantes, porque estábamos dispuestos a enfrentarnos con nuestras
bombitas molotov, piedras, palos o lo que pudiéramos. Los padres de familia no
iban a permitir eso. En todo caso los que se iban a enfrentar iban a ser ellos.
Esa fue una experiencia que nos marcó tanto a nuestros padres como a nosotros
mismos y nos situó en una posición política irreconciliable con el gobierno. Para los estudiantes de mi generación este
bautizo de fuego significó toda una postura de radicalización que iría mucho
más a fondo, a la búsqueda de alternativas de organización, de militancia
política. Esta experiencia que vivimos muchos que estuvimos en la retaguardia
del movimiento, desde las escuelas secundarias, nos envenenó de
antigobiernismo. Para nosotros el gobierno era sinónimo de lo peor:
autoritarismo, injusticia, represión, asesinatos. 1968 no haría más que
confirmarlo”.[5]
[1] Ismael Mercado Andrews, El día que explotó la
rabia, Editorial Información, primera edición 1973.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Parte de guerra, Tlatelolco 1968. Aguilar, primera
edición 1999, p. 127.
[5] Conversación del autor con Joel Verdugo sostenida
a propósito de la elaboración de su tesis de maestría en Ciencias Sociales por
el Colegio de Sonora, presentada en el año 2000.
(DOSSIER POLITICO/ Rubén Duarte Rodríguez /
2013-05-15)
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