miércoles, 15 de mayo de 2013

EN EL PRINCIPIO, ESTÁ LA TEORÍA DE LA CONJURA...

1967 (III)

En esto han creído los gobernantes rígidos: antes de la política y el juego de las fuerzas sociales, se desencadena el complot destinado a minar  las instituciones y derruir la legitimidad.

Julio Scherer y Carlos Monsiváis
 
Rubén Duarte Rodríguez / Dossier Politico
En la primavera de 1967, unas semanas antes del “Verano del amor” de los hippies en la Universidad de Berkeley y en toda la bahía de San Francisco, apareció en la revista Life un reportaje ilustrado con dramáticas fotografías de los estudiantes universitarios sonorenses que participaron en el movimiento contra la imposición del “cacique” –así le llamaban los reporteros de esa publicación– Faustino Félix Serna como candidato del PRI y seguro gobernador del estado, que fue consumada gracias a la intervención del ejército ordenada por el presidente Díaz Ordaz. A la postre, la ocupación de la Universidad de Sonora por las tropas especiales de paracaidistas sirvió como un ensayo general de la toma de la UNAM y la matanza de Tlatelolco del año siguiente.

El de 1967 fue un movimiento con características sociales muy amplias que rápidamente desbordaron los limitados objetivos políticos que traía consigo. El fenómeno sociológico de jóvenes de clase media “acantonados” –como se decía en aquel tiempo– utilizando las aulas para actividades muy diferentes a la de tomar clases, para intercambiar sus experiencias, para convivir haciendo guardias, cantando en las noches y descubriendo su propia sexualidad, era exactamente el mismo que se reproducía a escala planetaria. Se les podía ver haciendo acopio de palos y piedras, levantando barricadas y preparando cocteles molotov para enfrentar un posible asalto de la “ola verde”, grupo que estaba integrado en su mayoría por esquiroles de la CTM que llegaban a romper los actos del llamado movimiento “antiimposicionista”.

El proceso de radicalización generado al principio por los enfrentamientos entre dos bandos opuestos dentro del mismo partido oficial –faustinistas contra acostarromistas- se transformó rápidamente en un proceso semi-insurreccional. Se sentía literalmente un ambiente de guerra civil. En las reuniones de los dirigentes estudiantiles se llegó a proponer la lucha armada como último recurso ante la cerrazón del gobierno frente a las demandas de la huelga que, de la universidad, se había generalizado a muchos otros centros educativos del estado.

En su libro El día que explotó la rabia, Ismael Mercado Andrews refiere de esta manera los acontecimientos en el desenlace de la huelga: “El 13 de mayo estalló la violencia a la que tanto nos oponíamos. La escuela primaria Vicente Guerrero fue atacada premeditadamente por los grupos gobiernistas para disolver a como diera lugar el movimiento. Querían hacer ver que los padres de familia que hacían guardia habían comenzado la balacera. Esto era un buen pretexto para obscurecer el trayecto tan sano que había seguido la huelga. Fue la noche más violenta, cayeron heridos jóvenes que estaban cumpliendo normalmente con la guardia.”[1]

Después de la provocación vino el contraataque de los padres de familia, que asaltaron la comandancia de la policía municipal y se llevaron las armas que había allí. No era un gran arsenal; sin embargo, por las condiciones de ascenso en que estaba el movimiento, fue muy grande la alarma en los sectores oficiales.

Al respecto, recuerda Mercado: “El 16 de marzo, el pueblo ya sin hacer caso, pues quería hacer justicia por su propia mano, avanzó a la comandancia de policía llegando con rifles, pistolas, bombas molotov, piedras y todo lo que encontraron en el camino. Fue una lucha sangrienta, desordenada, sin líder que guiara la marcha, hubo también varios heridos. Algunas personas nos ofrecieron en ese momento ametralladoras para tomar el Palacio de Gobierno o la casa de Luis Encinas; no quisimos armar la violencia y estuvo en nuestras manos hacerlo, ninguno nos lo hubiera criticado, pero tuvimos miedo... miedo de ver caer a gente inocente, estudiantes jóvenes que nacían a la vida, nomás por un mal sistema de gobierno.”[2]

En Sonora había un pueblo en pie de lucha que había sido capaz de asaltar una estación de policía y al que, si no le temía a las fuerzas regulares del orden que servían al gobierno estatal, había que someter con la fuerza del ejército. Esa fue la conclusión a la que llegaron Díaz Ordaz y sus más cercanos colaboradores.

“El 17 de mayo llegó el ejército de Paracaidistas de la Defensa Nacional, al mando de Jesús Hernández Toledo... A las 7:20 P.M., entró a la Universidad, y Hernández Toledo al decir: ‘Lo hacemos por la Patria, ¡Viva México!’, comenzó a dar órdenes de que nos hicieran desalojar de nuestra Alma Mater... Al día siguiente salimos exiliados los de la plenaria a Tucson”[3], dice el cronista Mercado.

El 67 sonorense fue el punto de unión entre una vanguardia estudiantil que, sin romper los nexos con las facciones disidentes provenientes del partido en el poder, logró muy rápidamente ganarse la simpatía popular y fusionarse con un amplio y heterogéneo sector de la sociedad.

Otra cuestión que a posteriori ha adquirido cada vez mayor relevancia, es la demostración evidente, por analogía, de la falsedad de la “conspiración comunista”[4] con la que Díaz Ordaz y sus apologistas intentaron justificar lo cruento de la represión ordenada por él en 1968. Apenas unos cuantos meses antes, a nadie se le ocurrió inventar la existencia de células comunistas para que el ejército tomara la Universidad de Sonora.

“Yo me acuerdo que mi papá, la noche en que los soldados desalojaron la universidad fue a la secundaria y me llevó casi arrastrando a la casa. Y así lo hicieron con todos los demás estudiantes, porque estábamos dispuestos a enfrentarnos con nuestras bombitas molotov, piedras, palos o lo que pudiéramos. Los padres de familia no iban a permitir eso. En todo caso los que se iban a enfrentar iban a ser ellos. Esa fue una experiencia que nos marcó tanto a nuestros padres como a nosotros mismos y nos situó en una posición política irreconciliable con el gobierno.  Para los estudiantes de mi generación este bautizo de fuego significó toda una postura de radicalización que iría mucho más a fondo, a la búsqueda de alternativas de organización, de militancia política. Esta experiencia que vivimos muchos que estuvimos en la retaguardia del movimiento, desde las escuelas secundarias, nos envenenó de antigobiernismo. Para nosotros el gobierno era sinónimo de lo peor: autoritarismo, injusticia, represión, asesinatos. 1968 no haría más que confirmarlo”.[5]

[1] Ismael Mercado Andrews, El día que explotó la rabia, Editorial Información, primera edición 1973.

[2] Ibid.

[3] Ibid.

[4] Parte de guerra, Tlatelolco 1968. Aguilar, primera edición 1999, p. 127.

[5] Conversación del autor con Joel Verdugo sostenida a propósito de la elaboración de su tesis de maestría en Ciencias Sociales por el Colegio de Sonora, presentada en el año 2000.

(DOSSIER POLITICO/ Rubén Duarte Rodríguez / 2013-05-15)

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