Javier Valdez/Riodoce
La banda orquesta
esperaba terminar la tanda para descansar. Fiesta de graduación. Ellos, músicos
experimentados y de buen nivel, se esmeraban en prender la mecha de la fiesta y
empujar, a través de esos sonidos, a los asistentes a la pista de baile. Y nada.
La mecha se prendió
cuando le entraron a canciones de banda sinaloense. Caminos de Michoacán fue la
chispa y de ahí para adelante la tanda estuvo nutrida y tuvo vida en el centro
del salón de baile. El que cantaba tomó el micrófono para anunciar que los
siguientes minutos estarían descansando.
Entró en el aire la
música de un diyei que no requirió de destreza para acomodar los cidís en la
tornamesa. Algunas cumbias sabrosas y guapachosas mantuvieron a la gente parada
y entrelazada, en espera de una y otra y otra canción. Los músicos conversaban
a un lado de la tarima. Un hombre bien vestido, de traje tipo norteño y
elegante se acercó.
Llamó al que
cantaba. El hombre se presentó. Tendió su mano y pronunció un nombre que el
ruido apagó. Apretó la mano del músico con fuerza y le dijo, Quiero hacerle una
petición.
El músico, que
además tocaba la guitarra, lo escuchó y asintió cordialmente mientras
intercambiaban palabras que apenas llegaron a sus oídos. Le dijo, Claro, lo que
guste. Quiero que toquen La Calle 12. Cuál, perdón, es que no alcancé a
escuchar. La calle 12, dijo aquel hombre, a quien el malhumor se le subió
rápido a los ojos. Sí, claro. Ahorita.
Le preguntó cómo si
llamaba, para dedicársela. Aquel le respondió que nomás la tocara.
Enseguida, una vez
que terminaron el descanso, anunció la canción. Una petición, con mucho gusto.
Claro que sí. Cómo no. Para ustedes La calle 12. Sonaron los metales y las
cañas, entraron la batería y las cuerdas. Una interpretación excelsa, aunque no
alcanzó para regresar a los asistentes a la pista.
Aplausos:
montoncitos allá y otro poco más allá. Dispersos, apenas sonoros. Al final de
la canción, el hombre se acercó de nuevo y le dijo que tocaban muy bien, que le
había gustado mucho. Se desabrochó el saco y lo abrió, se acomodó la camisa y
el cinto: la pistola estaba entre la camisa y el pantalón y él fingió que le
molestaba, así que hizo como que la sacaba y la volvía a meter.
Ahora quiero que la
cante. El músico le preguntó, Qué. Que la cante. Quiero que la cante. Le dijo.
Y otra vez esos ojos crecieron. El nombre no la pensó. Claro, señor. Lo que
guste. Encantado. Les informó a sus compañeros. Les aclaró, Quiere que la
cante. Se acercó al micrófono con gran temple. Y la cantó. Los músicos
compartían miradas nerviosas. No dejaban de revirar, intrigados.
Al final, el hombre
aquel se acercó para felicitarlo por haber cantado una canción que no tenía
letra.
13 de marzo de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez/ marzo 17, 2013)
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