domingo, 18 de noviembre de 2012

SALVADOR ALLENDE: LA TRAMA DEL SUICIDIO EN VOZ DE RICARDO LAGOS


La Corte chilena falla en definitiva sobre el caso del presidente socialista y acaba con la mitología del “revolucionario caído en combate” promovida por Castro y muchos otros.

“Es claro que el presidente Salvador Allende se suicidó… Me costó entender por qué quisieron hacer un planteamiento distinto”, dice en voz baja, como para olvidar esos recuerdos, Ricardo Lagos, el primer mandatario socialista luego de 27 años del golpe de Estado en Chile.

“Cuando las cosas estaban muy mal, decía: ‘A mí de aquí no me sacan vivo’, y sus palabras las remarcaba con fuertes golpes sobre la mesa… No hay ninguna duda: se suicidó, pero no porque tenía ganas, sino producto del bombardeo a La Moneda y porque temía ser capturado”.

MILENIO Dominical dialogó con el ex presidente chileno sobre este tema y su amistad con el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien al abrir por primera vez el libro que escribieron juntos —El siglo que despierta—, se lo llevó a la nariz y le dijo: “Para saber si los libros salieron buenos, hay que olerlos, igual que al vino”.

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El 13 de septiembre pasado, la Corte de Apelaciones de Chile cerró el caso sobre la muerte del presidente Allende en aquel bombardeo en el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973. Se confirmó lo que para pocos era creíble: se suicidó.

El examen del cadáver exhumado así lo reveló. “Puede constatarse con absoluta certeza que los restos no presentaban otras heridas que no fueran las de su rostro”.

La verdad histórica para muchos dentro y fuera Chile era que lo habían asesinado; que el gobierno de Richard Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, habían utilizado a la CIA para derrocar al presidente socialista —ese “hijo de puta” y “pro comunista”, como lo calificaban—, y que los peritajes oficiales de los promotores del golpe que hablaban de un suicidio eran incoherentes, falsos.

Son miles los escritos de condena sobre el tema.
Gabriel García Márquez, en La verdadera muerte de un Presidente, sostuvo que “Allende murió en un intercambio de disparos... Luego todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozó la cara con la culata del fusil”. Hay otro texto, el de Fidel Castro, que el 28 de septiembre de 1973 en la Plaza de la Revolución José Martí de la Habana, en un discurso de 32 hojas, detalla meticulosamente la forma en que según él asesinaron al presidente chileno:

“Avanzando hacia el punto de irrupción de los fascistas, recibe un balazo en el estómago que lo hace inclinarse de dolor, pero no cesa de luchar; apoyándose en un sillón continúa disparando contra los fascistas a pocos metros de distancia, hasta que un segundo impacto en el pecho lo derriba y ya moribundo es acribillado a balazos. Al ver caer al Presidente, miembros de su guardia personal contraatacan y rechazan a los fascistas hasta la escalera principal. Se produce entonces, en medio del combate, un gesto de insólita dignidad: tomando el cuerpo inerte del Presidente lo conducen hasta su gabinete, lo sientan en la silla presidencial, le colocan su banda presidencial y lo envuelven en una bandera chilena”.

Hoy, después de 39 años de aquel golpe de Estado, la verdad de la medicina forense, la verdad judicial, es que no hubo balas enemigas. Allende se dio dos tiros en el Palacio de La Moneda, en un sofá del Salón Independencia. “Allí se sienta y coloca el fusil que portaba entre sus piernas y apoyándolo en su mentón, lo acciona, falleciendo en forma instantánea como resultado del disparo recibido”, apunta la diligencia final. 

El arma utilizada fue una AK-47. Castro se la había regalado y en la empuñadura se puede leer una placa que dice: “A Salvador. De su compañero de Armas. Fidel Castro”.

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Uno de los personajes que siempre creyó en el suicidio del doctor Salvador Allende fue Ricardo Lagos, embajador designado para la Unión Soviética por el propio presidente Allende en aquel año. No es uno de sus temas favoritos, pero intercambió opiniones sobre el asunto con su amigo Carlos Fuentes, con quien compartió la autoría del libro mencionado, El siglo que despierta, en este 2012.

Fuentes escribió en el periódico español El País, el 12 de marzo del 2000, que “La soberanía de Chile, tantas veces invocada en defensa del alegre ex dictador, será puesta a prueba por los chilenos mismos: la justicia chilena deberá juzgar los crímenes de Pinochet. Asegurar que la justicia se cumpla al mismo tiempo que la democracia, la economía y la sociedad avancen, es el enorme reto que confronta Ricardo Lagos”.

Fue un mensaje de apoyo para el amigo que iniciaba su periodo presidencial. “Si me pregunta cuándo conocí a Carlos, no me acuerdo, porque a un escritor como ése, lo conocemos aquí, en un libro”, confía el ex presidente de Chile.

Invitado a México a participar el pasado siete de noviembre en la Sesión Plenaria del Consejo Nacional Banorte-Ixe, Lagos recordó que el 11 de septiembre de 1973 se dirigió a comer a casa de sus suegros y ahí recibió la noticia del suicidio por parte de la esposa del doctor personal de Allende, Óscar El Cacho Soto, quien negoció con los golpistas que le dieran 10 minutos para que salieran los acompañantes del mandatario.

Durante su gestión presidencial (2000-2006) creó por decreto supremo Nº 1.040 del 26 de septiembre de 2003, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura encabezada por el obispo Sergio Valech Aldunate para “esclarecer la verdad acerca de las graves violaciones de derechos humanos” de la dictadura militar de Augusto Pinochet. El informe de la Comisión Valech reveló que durante 17 años de esa dictadura hubo 33 mil 221 detenciones y, dentro de las mismas, 27 mil 255 casos de prisión política y/o tortura.

Lagos pretendió juzgar durante su mandato al golpista Pinochet, pero no lo logró. “Pero cuando Pinochet muere, ya no tiene las inmunidades de su alto cargo porque la Corte se las quitó; lo estaba encausando…”.

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¿ESTÁ DE ACUERDO CON LA CONCLUSIÓN DE LA TERCERA SALA DE LA CORTE DE APELACIONES DE QUE EL PRESIDENTE ALLENDE SE SUICIDÓ?

A ver… Creo que es claro que se suicidó… Me costó entender por qué quisieron hacer un planteamiento distinto… Pero había que conocer a Allende. Hay un texto muy interesante del presidente (Francois) Mitterrand cuando se produce el golpe. Él estuvo en Santiago en 1972 como secretario del Partido Socialista Francés y Allende lo recibió en La Moneda. Al término del almuerzo, cuenta Miterrand, lo acompaña a la salida y pasa por la galería de los presidentes. De repente se para Allende y le dice: “Éste, el presidente Balmaceda (José Manuel, 1886-1891), enfrentó una guerra civil. Terminó su mandato aunque perdió la guerra un mes antes de concluirlo y se asiló en la embajada argentina. Allí se pegó un tiro. Hoy es el ejemplo que tenemos los chilenos”.

Yo no voy a decir que era amigo del presidente Allende. Lo conocí mucho, pero no era de estar en su casa porque además había una diferencia de edad obvia. Cuando se da el golpe yo era embajador designado para la URSS; le pregunté por qué lo hacía si yo no había sido diplomático y me respondió: (imita la voz de Allende) “Pero compañero usted se ha dado cuenta, se trata de la Unión Soviética y lo estoy proponiendo porque quiero que uno, dos, tres cuatro”.

ENTONCES, ¿ALLENDE YA HABÍA DECIDIDO…?
Usted hablaba con el Presidente y él decía cuando las cosas estaban muy mal ya: “A mí de aquí no me sacan vivo”. O sea, era muy claro que el Presidente había decidido… Ese discurso final lo dijo debajo del escritorio presidencial porque estaba ya comenzando el bombardeo. Usted se da cuenta de la tranquilidad del discurso. Se está despidiendo… y ahí no había un papel ni teleprompter. Ése es un discurso que él había pensado; estoy seguro que cuando se produce el golpe ya había resuelto… Ese día junto con mi mujer fuimos a casa de mis suegros, en el centro alto de la cordillera de Santiago, después del bombardeo a La Moneda y está una amiga cuyo marido estaba en Palacio porque era el médico personal de Allende, Óscar Soto. Él llama a su mujer a las dos de la tarde. Cuando cuelga el teléfono, la esposa del Cacho Soto me dice: “Allende se suicidó”.

Eso fue así, no hay duda alguna. ¿Por qué le cuento toda esta historia? Porque en el fondo el tema de la investigación era conocer a los responsables… Yo digo, a ver, ¿ése fue un suicidio o fue el producto del bombardeo a La Moneda? La cosa es diferente ¿no? Él no se suicidó porque tuviera ganas… Su gran temor era que lo capturaran vivo… La decisión la tomó cuando les instruye a todos: “¡Ya, se van!”, y salen todos con bandera blanca. A los que estaban cerca les comenta: “Se me quedó algo”, se mete al salón Independencia y se pega un pistoletazo.

COMO PRESIDENTE BUSCÓ QUE ENJUICIARAN A PINOCHET…

Cuando Pinochet muere ya no tiene las inmunidades de su alto cargo; la Corte se las quitó y lo estaba encausando. Él estaba imputado por violaciones a los derechos humanos. Terminó hasta como Al Capone: imputado por evasión de impuestos. Vale decir que tenía una cantidad enorme de juicios en su contra. Hasta hoy siguen los juicios respecto de su fortuna y qué se yo.

PERO NO SE LE SENTENCIÓ…
Al morir, desde el punto de vista penal se acaba el proceso. A mí me tocó tal vez una parte muy compleja: crear la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura para reconocer a las personas como víctimas de la represión. No conozco un informe de ese tipo porque nadie quiere entrar al tema, son muchos los afectados. Además, los juicios siguen abiertos.

Los restos del ministro del interior de Allende, José Tohá, también fueron exhumados porque se dijo en su momento que se había suicidado en el hospital militar. Un juez demostró que lo ahorcaron. Este lunes 19 (de noviembre) sus restos regresaron al cementerio pero con la definición judicial de que fue asesinado en marzo de l974. Está el caso del jefe de la DINA (y contacto de la CIA), Manuel Contreras, sentenciado a 400 años (en Chile se derogó la pena de muerte), y va a morir en la cárcel, pero no muchos países tienen al jefe de la policía secreta en la cárcel… Es cierto, no hubo una sentencia final contra Pinochet, pero estaba imputado…
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USTED PLATICÓ CON CARLOS FUENTES DE ÉSTE Y OTROS TEMAS, ¿CÓMO INICIÓ LA AMISTAD?

Carlos es una figura… Bueno si me pregunta cuándo conocí a Carlos, no me acuerdo, porque usted a un escritor como ése lo conocemos aquí, en un libro. Carlos vivió en Chile y había una relación con él. Con Gabo (García Márquez) tenía una cátedra, la cátedra Cortázar, y yo les decía que me invitaran y me llevaron a Guadalajara en 1998. Hubo una cena increíble. Fuentes dijo que era incapaz de usar una computadora, y mostraba su dedo que lo tenía un poquito desgastado… por la pluma. En cambio el Gabo lo trataba de convencer. “Mira, el primer libro que escribí en un computador fue El amor en tiempos de cólera, y cuando lo leí de nuevo dije: el nombre del personaje principal no puede ser fulano tiene que ser perengano… ¡Una maravilla!.. Puse: donde dice Pedro ponga Juan, y todo se cambió”.

Fuentes tampoco usaba teléfono móvil. Él llegó al fax. Yo tengo una cantidad enorme de faxes de él... Al final yo le enviaba mails y el respondía con fax… Después fui Presidente y abrí La Moneda que se cerró en la época de (Eduardo) Frey padre. Puse una sola condición: el que quiera protestar que lo haga afuera. Una sola vez entró un señor que dijo: “Estoy cesante y exijo un trabajo”, y abrió un cartel dentro de La Moneda. Los que estaban de visita le dijeron: “Señor, el cartel afuera”.

Después un amigo me reta: “¿Presidente, abrió la Moneda, y cuándo va a entrar la literatura? ¿Por qué no inventa una cátedra presidencial e invita a alguien?”. Lo hicimos y uno de los primeros invitados fue Carlos Fuentes.Después empezamos a tener una relación mucho más cercana. Cuando cumplió los 80 años, Fuentes me hizo el honor de que fuera uno de los tres que hablara en el almuerzo que le ofreció el presidente (Felipe) Calderón, esa fue la única vez que vi que Felipe (González) habló solo cinco minutos.

¿Y EN QUÉ MOMENTO PLANEAN EL LIBRO EL SIGLO QUE DESPIERTA?
Estábamos en un foro internacional y los dos éramos copresidentes. No me acuerdo de qué estábamos hablando, pero terminó la reunión y seguíamos hablando. Se acercó el presidente de Prisa, (Juan Luis) Cebrián y nos dice: “¿Qué tal si yo traigo una grabadora y ustedes siguen hablando?”. Y Carlos me dice una cosa insólita: “¿Y tú me harás el honor de conversar conmigo?”. Le digo que es al revés y que encantado lo haría.

No supimos cómo hacerle, es la verdad, pero me pidió que le mandara algunas ideas para conversar. Llegué a Santiago y lo hice; se los mando y la verdad es que el libro no tiene mucho qué ver con lo que le envié. Después tratamos de ver en qué momento nos juntábamos, y esa fue la parte más difícil…, al final, para una de estas reuniones preparatorias del G20 (Nicolas) Sarkozy, en septiembre de 2011, invita a un grupo de cuatro o cinco ex presidentes porque quería escucharnos —muy raro en él y más raro que tomara nota, porque Sarkozy sabía todo—.

Se arregló todo para vernos en Londres. Fuentes eligió el hotel a dos cuadras de su casa para llegar caminando. Y ahí sí se conversó en términos oficinescos: entrábamos a las nueve de la mañana, hacíamos un break a las 10 y media para un cafecito, a la una el almuerzo con una sola copa de vino, después a las tres reanudábamos hasta las siete y de ahí a comer, ahí sí con vino sin problemas de copas, y lo mismo hicimos el domingo.

Ahí llegó Juan Cruz, a quien no conocía. Es un crítico literario español que había hecho un libro idéntico cuyo título era precioso: El Futuro ya no es lo que era, que hizo con Felipe González. Trabajamos algo el lunes por la mañana y en la tarde me fui a París y de ahí a Chile.

En febrero de este 2012 me llega el libro terminado y con prólog, con un mensaje: “Tiene 15 días para dar el visto bueno”. Lo recibimos y lo leímos. Él no cambió nada y yo un par de cosas. Parece que ha tenido éxito en las ventas…, claro, por Carlos Fuentes. El libro lo conoció Fuentes en mi casa. Terminaba la Feria de Buenos Aires y voló a Santiago. Llegó a la casa. Me habían llegado 20 ejemplares del librito y se lo mostré. “Salió bonito”, dijo. Lo tomó, lo abrió y lo acercó a su nariz. Lo olió. “Los libros, para saber si salieron buenos, hay que olerlos, igual que el vino... Huele bien”. Yo no sabía que los libros tenían buqué.


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