domingo, 23 de octubre de 2011

PROSTITUTA

Javier Valdez
--Este es el que te va a ayudar. Era un chavo de diecisiete años, cabello de chayote y unos ojos cafés en el centro de unas ojeras malvas y hondas, como de noria.

--Yo me aviento el jale, jefa. Yo me la echo. Tengo ganas de divertirme con una. Ya me hace falta matar. Traía fajada una treinta y ocho.

Lo llevaron hasta ella porque quería deshacerse de una mujer. Y por qué, oiga, le preguntó el morro. Porque anda con mi marido.

Entonces él le dijo que debía cortar el mal de tajo: de raíz.
--Cómo, reviró ella.
--Muy fácil. Hay que matarlo también a él. Y ya no le gustó.

Consiguió una nueve milímetros y les pidió a los de la clica que fueran por ella.

El rimel le corría como lágrimas de luto. Su boca no parecía de fresa, sino un entuerto de bilé y sangre. El corte de pelo y ese peinado que se había preparado para salir a la calle ya no existían.
Un estropajo rubio en su cabeza.

--Ahora sí, cabrona, te vas a morir.
La muchacha le gritaba que no. Que por su madre nunca había tenido sexo con su esposo. La de la pistola le pegaba cachetadas y le jalaba las greñas.

--Eres una puta mentirosa. Y aquella le juraba que no había pasado nada, que el hombre no había querido.

Fue tanta su insistencia que la dejó ir.
--Pero pobre de ti, hija de tu chingada madre que te vuelvas a acercar a mi marido. 

--Lo juro, lo juro.
--Llévensela.
--¿Pa’l monte, el canal o pa’ dónde?, preguntó el sicario de cabeza de chayote.
--No, déjenla por ahí. No la maten.
--Pero jefa, le contestó.
--Déme chanza: un rato de diversión, luego la corto y pum.
Ella lo miró con atención, queriendo echarse un clavado en esas hondas y oscuras ojeras.
--Oye, le dijo, se me hace que algo tienes tú contra las mujeres. --Qué te hicieron de niño, pues.
Y no contestó.
 --Solo un rato, ¿ta bueno?.
Cuando dio la media vuelta ella le repitió la orden:
--No la mates, déjala por ai.

A los días supo que uno de los patrones lo acusaba de haber agarrado unos dólares. Ni preguntaron. Fueron directo contra él, aunque no tenía ninguna responsabilidad.

 Lo torturaron y luego le pegaron varios tiros en piernas, cabeza y pecho. Apareció muerto, a los dos días, cerca del canal.

Cuando le contaron a ella, se agüitó.
--Pero cómo. El morro era desmadroso, un matón, un enfermo. Pero ratero no.

Hizo un par de preguntas a quienes lo conocían más. Supo que su madre, que no vivía ahí, había sido prostituta. Él era un niño, pero desde entonces se dio cuenta. Y lo sufrió: portaba ese trauma y quería, frente a cada mujer, ajustar cuentas con su pasado y ese oficio de su madre. Por eso las odiaba. Para él, todas eran unas putas. Había que usarlas y desecharlas. Y en medio de este juego macabro, mutilarlas.

Salió en los periódicos: le achacaron varias muertes y lo relacionaron con otros hechos violentos. Y allá, en la soledad del monte, del otro lado de la cinta amarilla cercando la escena del crimen, ella, su madre, llorándole. Varios años sin saber de él y había viajado nomás para identificarlo.
-- Sí, comandante, es mi hijo.

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