Anochecía; 3 de marzo de
1994. A los separos de la Policía Judicial del Estado llegó detenido un
personaje: Francisco Javier Arellano Félix. Y atrasito, Ismael Higuera “El
Mayel”. No pasaron quince minutos cuando se apareció Francisco Fiol Santana,
jefe del Grupo de Homicidios. Los vio; sin saludarlos, se dirigió a tres o
cuatro agentes vigilantes: “Déjenlos libres”. Se vieron sorprendidos entre sí
los policías. “¿No entienden?, ¡déjenlos libres!”. Los acompañó hasta la
puerta, llamó a uno de sus agentes. “A ver, lleva aquí a los señores a donde te
indiquen”. No hubo un “gracias” ni un “que les vaya bien”; nada.
Fiol regresó a las oficinas,
pidió el acta, la dobló y la echó a su bolsa; y así, como quien utiliza
“quitamanchas”, no quedó rastro del paso circunstancial de Francisco Javier y
“El Mayel” en la Policía Judicial del Estado, ni parte, ni reporte, ni acta para
iniciar averiguación; nada. Sólo hay una prueba impresa en el periódico El
Heraldo, propiedad de Jorge Hank Rhon, cuando Francisco Javier es llevado,
esposado, a los separos. Estoy seguro de que la publicaron sin saber de quién
se trataba.
La fotografía fue tomada
cerca de las ocho de la noche, tras una tupida balacera. Seguramente a
Francisco Javier y a “El Mayel” les pasaron muy cerquitas los tiros; “El
Árabe”, que así le decían a un gatillero de los Arellano, cubrió con su cuerpo
a Francisco Javier. Y así fue, increíble, como se salvó primero de la muerte y
luego de la prisión.
El resto del episodio es
dramático: recién había cumplido cuatro años el primer gobierno panista en Baja
California, y a esas alturas la PGR ya era un chapoteadero de corrupción,
cuando se afianzó el Cártel Arellano Félix. Sembraron soborno y cosecharon
impunidad, invirtieron dólares y obtuvieron complicidad como utilidad. A su
generosidad, la procuraduría panista correspondió con protección, encubriendo
sus crímenes; despistó y “congeló” investigaciones, tanto como aquella noche
dejó libre a Francisco Javier y a “El Mayel”.
Los dos iban en una Suburban
nuevecita, un guardaespaldas de “El Mayel” y su chofer de confianza; atrás, en
una patrulla, varios agentes judiciales estatales los custodiaban. Hicieron
alto frente al “Mercado de Todos” en La Mesa de Tijuana. Iban tras “El Güero”
Palma, que, se enteraron, estaba protegido por agentes federales. Allí se
toparon con el convoy contrario: una Suburban azul, nuevecita, repleta de
hombres de la PGR. Adentro, Palma. Sintiéndose con más autoridad, se bajó el
comandante de la Policía Judicial, Alejandro Castañeda. Encaró a los
contrarios; el diálogo debió ir subiendo de tono, seguramente el policía
reconoció a Francisco Javier y “El Mayel”. Ni siquiera se dio cuenta; desde
dentro del vehículo le dispararon a la cabeza y el pecho quién sabe cuántas
veces. No tuvo agonía, murió a media calle.
Respingaron sus camaradas,
desenfundaron y apretaron gatillos; metros separaban a los dos grupos, unidos
por la desesperación, cobijados por la muerte. Los retaguardias protectores
también debieron apearse y tirotear a los atacantes de Francisco Javier; fue
increíble el revoltijo de policías federales y estatales matándose por culpa
del maldito narcotráfico. Nunca hubo un disparadero así. El Obisbo de Tijuana,
Berlié Belaunzarán, iba camino a su casa, escuchó el tiroteo y llegó al sitio;
bendijo a los muertos y agónicos.
Se aparecieron los
patrulleros municipales, luego los policías estatales y también los federales.
Pudo haber seguido y, por fortuna, no siguió la balacera. Paramédicos
auxiliaron a los heridos, las paredes cercanas quedaron descarapeladas; ahora
sí que corrió la sangre, los vehículos nuevos, todos perforados a balazos,
destrozados sus cristales. Armas en el pavimento todavía humeantes, cientos de
casquillos. Mezcla de sangre, pólvora, odio, corrupción y muerte.
El Licenciado Sergio Ortiz
Lara, Subprocurador de Justicia del Estado, se dio cuenta de cómo fueron
liberados Francisco Javier y “El Mayel”; indudablemente hubiera acusado a los
policías, pero no pudo. Los Arellano actuaron más rápido y detuvieron al
funcionario; le endilgaron el delito de permitir la fuga de los mafiosos,
precisamente la que él iba a denunciar; lo consignaron, fue procesado. El
gobierno estatal de Ruffo pagó la fianza para liberarlo. Sucedió entonces lo
dramático: toda la prensa condenó ese pago; hasta a las planas de los diarios
llegó la influencia de los Arellano.
Con el tiempo, Francisco Fiol
Santana dejó la policía; navegó un rato en la Judicial Federal, luego fue
detenido por posesión de droga y portación de arma prohibida. Salió libre meses
después, regresó a Tijuana, vivía solo en un departamento. Los vecinos dijeron
que a nadie molestaba, pero una madrugada lo encontraron muerto.
Tomado del Libro El Cártel, de Jesús
Blancornelas, publicado por última vez en mayo de 2008.
(SEMANARIO ZETA/ DOBLEPLANA /JESÚS BLANCORNELAS /LUNES, 24 SEPTIEMBRE,
2018 12:00 PM)
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