No la dejaba salir a menos
que fuera con mujeres conocidas o parientes. No podía platicar con hombres ni
verlos ni saludarlos de lejos. Las llamadas telefónicas también eran sometidas
a riguroso control: las que entraban y salían eran revisadas por él, teléfono
en mano.
El hombre no solo era celoso.
También sicario. Y estaba enamorado. Miraba a su mujer con amor y también como
un tesoro preciado que nadie debía tocar ni abrir ni mirar ni escudriñar. Luego
de muchos ruegos, lo único que aceptó fue que ella entrara a trabajar en una
cadena de farmacias. Le dijo que además quería que fuera en esa sucursal. En
ninguna más.
Solo había un problema. La
joven, de buena estatura y silueta infartante, pocas veces llegaba a tiempo a
su trabajo. El encargado la regañaba pero a ella no parecía preocuparle: una
mueca, un bah, un pujido, un ademán despectivo. Se ponía la bata blanca y se
abrochaba el gafete, recargada en el mostrador, en espera del cliente y dueña
de la situación.
El encargado de la farmacia
se cansó de aguantarla y la reportó. Entre él y otro encargado maniobraron para
que la cambiaran de sucursal. Cuando el trámite administrativo estaba casi
listo, la maroma se les cayó. El hombre tuvo que seguir soportando sus retrasos
y desdenes.
Hasta esa vez que llegó un
supervisor. Entró a las siete. Puntual. Vio al personal: solo dos de los tres
que debían estar en ese turno. Habló al encargado y este le explicó que era una
empleada problemática e impuntual, que ya había intentado cambiarla. Córrela,
le dijo. Que vaya a las oficinas por la liquidación y la den de baja.
La mujer fue informada y en
ese momento le llamó al esposo. El hombre, que regularmente la llevaba e iba
por ella al trabajo y cuando no podía hacerlo enviaba a un pistolero de
confianza para que la llevara a su casa, se encabronó cuando supo: de por sí
era común que le salieran un denso manto de humo y pólvora de sus dedos y de
esa mirada torva, aunque no tuviera armas en mano.
Ahorita lo arreglo, le
anunció. Acudió con ella a las oficinas y preguntó por el supervisor. No quería
recibirlo pero le pateó la puerta y le mostró el cañón de la treinta y ocho.
Corrió el carro de la pistola y le apuntó. Te voy a matar si no le das el
trabajo. Bueno, bueno. Sí, sí, sí. Hizo llamadas, vio papeles: trastabilló con
sus extremidades, la lengua, respiración, la voz. Pero la vamos a poner en otra
sucursal, anunció.
Cómo la ves, mi vida.
Preguntó a ella, todavía con la pistola en la mano y el brazo en posición
escuadra. Pujó, hizo muecas, pucheros, enchuecó la boca y lanzó un no como
piedra. Es que a mí me gusta esa sucursal, la que está cerca de la casa. Y
hasta ahí la llevó. De nuevo media hora tarde.
Artículo publicado el 15 de julio de 2018 en la
edición 807 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/JAVIER VALDEZ/ 17 JULIO, 2018)
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