El tío ya no lo aguantó. Era
la vergüenza de la familia. Así que decidió meterlo a un centro de
internamiento para adictos. Llamó a alguien y rápido llegó la voladora: una
camioneta cerrada con siete jóvenes que lo tumbaron a empujones y patadas, lo
ataron con manos y brazos y luego de someterlo, lo metieron al vehículo para llevárselo.
Salieron de ahí hechos la mocha y apenas el polvo marcó la partida.
Llegaron y lo siguieron
tundiendo. Se acercó alguien que parecía el que mandaba. Bien vestido, alto,
con voz gruesa. Todos se detuvieron frente a él, casi cuadrándose. Bola negra,
dijo. Y todos reiniciaron los golpes. Esta vez le cortaron parte de la espalda
y le abrieron la cabeza. Al diagnóstico se agregó fractura de clavícula. Se
quedó ahí, tendido. Le dieron paracetamol y le gritaron al segundo día ya
levántate güevón. Órale, este no es un hotel.
Lo sacudieron, le dieron
polvo y reaccionó. Vámonos, tenemos que ir en la voladora por otros dos. Eso
era la bola negra y él debía aplicársela a otros. De lo contrario, se lo harían
de nuevo. Repartió tantos chingazos como bolas negras y fue así que logró que
lo incluyeran entre los invitados a las fiestas. Otro nivel. Cerveza, yerba y
perico. Las mujeres que del área femenil también estaban para ellos. Podían
bailar y drogarse, y luego entrar sin permiso en sus oquedades. Una vez en la
burbuja nebulosa de los viajes fantásticos no había manera de oponer
resistencia.
Había permisos y premios, y
también para él. Se los fue ganando a fuerza de puñetazos y patadas. De decirle
sí al jefe, que era el licenciado. Lo enseñaron a delinquir y a pasar las
líneas de las drogas. Le pusieron de apodo el demonio. Cuando el tío fue por él
le dijeron que estaba mucho mejor. Pero no lo vio. Dónde anda. Es que fue a
comprar comida y a botear en los cruceros. Pero va muy bien, pronto estará
totalmente recuperado. El tío se fue, aliviado por las buenas nuevas pero no
del todo convencido: no haberlo visto le dejó amarga la boca.
Ninguno como él. Les decía el
licenciado tráiganme al demonio y se lo llevaban. Era bueno para los golpes y
para cumplir las órdenes. Un samurái de los enervantes y las luchas callejeras.
Puma de alcantarillas. El demonio llegaba y paspás. La víctima no se levantaba
en días. Un premio para él. Sabía que podía saborear la droga que quisiera, y
también a las recluidas en el área contigua.
Se sumergió en las arenas
movedizas del placer, de los viajes en globo y del paseo por las nubes oscuras
de los sótanos. Sonrió y babeó. Y así quedó, esparcido en el piso, con
viscosidades en la boca. Inerme. Cuando fueron por él para aplicar otra bola negra,
el licenciado dijo ni modo. Era mi preferido. Y gritó bola negra.
Columna publicada el 13 de mayo de 2018 en la edición
798 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 15 MAYO, 2018)
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