Temprano en su sexenio, el
Presidente Enrique Peña Nieto convocó a los líderes priistas a Los Pinos y les
dijo que él no tendría una sana distancia del PRI, como lo había dicho años
antes el Presidente Ernesto Zedillo, sino un sano acercamiento. El Salón
“Adolfo López Mateos” donde se realizó el evento, estalló en aplausos. Las comparaciones
lo ensalzaban. Zedillo entregó la banda presidencial a Vicente Fox, quien
derrotó al candidato oficial Francisco Labastida, en lo que muchos de los
priistas consideraron que fue una entrega pactada del poder. Con Peña Nieto,
los priistas pensaban que iba a ser diferente, al regresar a Los Pinos después
de 12 años de ausencia, pero los resultados electorales del domingo los
metieron en la pesadilla sobre si el PRI podrá sobrevivir la humillación de las
urnas.
Los resultados son un
desastre para el partido que alguna vez lo fue todo. José Antonio Meade alcanzó
el 16 por ciento del voto, según los datos preliminares, 6 por ciento menos que
los que tuvo Roberto Madrazo en 2006, cuando los gobernadores del PRI, molestos
por la forma como se hizo de la candidatura presidencial, le quitaron el apoyo.
Fue el peor momento en la historia del PRI, pero este domingo cayó todavía más.
Si a Zedillo lo denostaron, a Peña Nieto, convertido en posible sepulturero del
PRI, lo van a crucificar. Ya está cantado lo que viene. Ulises Ruiz, ex
Gobernador de Oaxaca y que aspira la presidencia del partido, anticipó la
semana pasada que este lunes comenzarían a pedirle cuentas a Peña Nieto. No
será el único.
El colapso de la imagen del Presidente
no se frena por nada. La Presidencia fue, en muchos sentidos, el Principio de
Peter de Peña Nieto, y en este espacio se han narrado diversos episodios que lo
demuestran. Pero este domingo, conservar el poder era lo único que le
garantizaba que sus reformas se mantuvieran y consolidaran. La derrota de Meade
es un revés más grande para él que para el candidato, que hizo mucho más de lo
que podía con una campaña acotada y siempre bajo la sombra de un Presidente que
se entrometió lo suficiente para estorbar e involuntariamente sabotear, pero
nunca para ayudar. Eso fue desde el principio.
Peña Nieto lo hizo candidato
de forma cupular, sin hacer el trabajo de consenso dentro del partido para que
al incrustarles a un abanderado que no estaba afiliado al PRI, fuera acogido
sin anticuerpos que lo combatieran. No le permitió a Meade nombrar a su equipo
de campaña, sino que él colocó a las personas claves. Le impuso a Aurelio Nuño
como coordinador, al ex Gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, como
co-coordinador, y a Ochoa como presidente del PRI. Le colocó a cargo de las
redes digitales a su protegida en Los Pinos, Alejandra Lagunes -más enfocada a
la mercadotecnia que a la política-, y en el análisis de encuestas a Rodrigo
Gallart, que solía leer equivocadamente los datos. Por ejemplo, que el
gasolinazo levantaría malestar sólo por unos días, que detonó el malestar que
definió la campaña presidencial, o que el atributo que buscaba el electorado en
un candidato era la honestidad.
En la cúpula de Los Pinos,
Peña Nieto, Ochoa y Nuño, sobre todo, decidieron quiénes iban en las listas
para diputaciones y senadurías, repartiéndoselas entre sus cercanos y
protegiendo a quienes más cerca estaban de sus afectos. Si el PRI se sentía
agraviado por el Presidente, este fue el tiro de gracia. El resultado fue la
debacle. A nivel legislativo, dentro de la coalición con el Partido Verde y
Nueva Alianza, alcanzó 13 diputaciones de mayoría hasta ahora, pero como
partido, no conquistó ninguna. Tampoco logró ninguna senaduría de mayoría, y
sólo una será para la coalición, que los llevará a tener una bancada menguada,
inferior que partidos que siempre miraron hacia abajo, como el Partido del
Trabajo, o de reciente aparición, como Encuentro Social. Peña Nieto tuvo la
posibilidad de hacer un cambio de candidatos, pero dejó pasar el tiempo legal
empeñado en que lo seleccionado era lo mejor. En cambio, la caída se extendió.
Perdió en todas las contiendas para Gobernador, incluida la que decían tener
segura, Yucatán. Ahí gobernaba el PRI, como en Jalisco que también perdió. No
fue competitivo en las siete gubernaturas restantes en juego.
En el tema de los congresos
locales, prácticamente desapareció en Aguascalientes y Chihuahua, perdió casi
toda su fuerza en Baja California Sur y en Chiapas, donde desde el PRI
impusieron a un candidato a Gobernador que fracturó la alianza estatal con el
Partido Verde, se desplomó. Incluso en Campeche, que gobierna uno de los
priistas más aguerridos, su control fue horadado por Morena. Los cómputos
apenas empiezan y se ven ominosos para el PRI. Para quien presumía de ser un
experto en materia electoral, como Peña Nieto, los resultados deberían ser
vergonzosos. Sus decisiones probaron ser tan equivocadas que colocó al partido
en el camino de la extinción.
El riesgo de que en el
hundimiento de la nave que creyeron poderosa haya una diáspora hacia Morena,
fue tratado de atajar por el líder del PRI, René Juárez, en el discurso de
concesión de la derrota el domingo pasado, cuando apeló a los militantes a la
cohesión, en estos momentos de amargura, y no de dispersión. El Presidente Peña
Nieto, como jefe político del PRI, ha guardado silencio hasta ahora. Nadie
todavía en el partido le está pidiendo públicamente cuentas por lo hecho, pero
no tardarán. Será una de las facturas que tendrá que pagar en el semestre que
le queda de poder.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
@rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 03/07/2018 | 04:02 AM)
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