La
ausencia de nuestro entrañable amigo y compañero en este semanario y su
familia, es sensiblemente dolorosa, también lo es para miles, tal vez millones
de seres que cifraron en su quehacer periodístico una esperanza. Su trabajo
estaba inspirado en su alma, y en la fuerza de todo su ser; buscaba con
profundo sentido humanista la verdad. La verdad para exigir justicia, la verdad
para encarar la vida con un pretexto valioso que le diera sentido a la
existencia, la verdad para intentar descifrar los por qué de la barbarie, la
verdad para encontrar la razón de tanta desigualdad, la verdad para saber por
qué tanta corrupción, la verdad para entender por qué tantos muertos, tanta
soledad y tanta insensibilidad. Todo se pierde en el oscuro socavón de la
injusticia.
Analizando
el contenido de sus obras, intentamos encontrar las respuestas, sobre todo una
muy importante, Javier murió por una causa, tenía fe en su trabajo de
periodista, y se aferró como si fuera la única forma de atacar al monstruo, su
objetivo: encontrar sus motivos y denunciarlo.
Javier
tenía muy claro que la verdad era lo único con lo que podía atacar y liquidar,
de una vez por todas, la barbarie que se ensaña contra un pueblo desvalido, un
pueblo que no tiene un gobierno que le favorezca con la aplicación de la
justicia, esto por causa de que los que representan la Ley, en su mayoría se
venden al mejor postor. Desdeñan lo sanamente político, único camino para
lograr un honesto equilibrio social.
Javier
fue un hombre en toda la extensión de la palabra, un hombre bueno, honesto, con
valores profundamente bien sustentados. Su origen humilde lo reconfortó con el
ejemplo de sus padres, y supo extenderlo a sus hijos en compañía de Griselda,
su esposa. Su preparación académica le dio sentido a su profesión, la abrazó
con decisión ¿En qué momento decidió convertirse en férreo defensor de los
marginados? Exactamente quizá no lo sepamos nunca, pero sí queda claro que al
caminar por esos senderos del asfalto, al visitar esas colonias olvidadas, esas
crujías atestadas de miseria, esos lupanares y antros sórdidos, al andar por
esos caminos de terracería, escuetos y tenebrosamente desiertos; al ver los
sembradíos de las grandes extensiones agrícolas llenas de niños trabajando, y
las parcelas entre las montañas, sembradas, donde hombres, mujeres y niños
trabajan, por necesidad y por miedo, la maléfica yerba. Al visitar los
hospitales de asistencia social, las cárceles y las calles, donde los niños
huérfanos del narco, huérfanos de la madre prostituta, huérfano del sicario,
huérfano del policía, huérfanos de afectos maternales, huérfanos con mirada sin
brillo, sin esperanzas, sin futuro, sin mañana.
Javier
amó profundamente a su familia, ese amor lo extendió a la gente sin nada, en
especial a las madres con hijos desaparecidos, a ellas les manifestó su
profundo dolor, y las apoyó solidarizándose en la difícil tarea de buscarlos,
inmerso en ese mundo de desolación, de cuando en cuando salía a respirar,
recobrar sus fuerzas. Se alimentaba con el amor de su amada Griselda y sus
hijos, pero también se daba un tiempo para conversar con sus amigos.
Lo
conocí siendo él muy joven, fue cuando trabajaba para el canal 3 de la
televisión local, me hizo una entrevista. Un día del año 2006 lo busqué para
que me firmara su primer libro De azoteas y olvidos, crónicas del asfalto. —¿De
veras bato, te gusto? —Sí, es algo distinto. —Me gustaría escribir una novela
—me dijo. —Tal vez algún día la escribas, pero esto del periodismo es lo tuyo,
y le das tinte novelesco. Y quiero que sepas, yo admiro mucho a los
periodistas. —¿Por qué bato? —Porque ustedes son los que escriben las
verdaderas novelas de la vida, y se arriesgan para hacerlo. La cara se le
iluminó. Desde entonces nos vimos muchas veces, él me invitó a participar en
este semanario, por eso, pero mucho más por su amistad, siempre le guardé y le
seguiré guardando mi admiración y respeto.
En
una de aquellas muchas ocasiones en las que a veces brindamos con ambarinas, me
dijo:
—Bato, no te has dado cuenta de una cosa.
—¿Qué cosa compa?
—Que nuestra ciudad está convertida en
un panteón. Se refirió a los cenotafios que tenemos por todas partes, y en la
periferia muchos cadáveres enterrados clandestinamente.
—Bato ¿tienes idea cuántos morros
duermen en las calles?
—¿Serán unos cien? —Me refiero en el
país.
—¡Uta compa! Ni idea.
—Millones bato, millones, los pobres son
enganchados por los mafiosos, los explotan como limosneros, vendedores de
droga, sicarios y hasta les extraen sus órganos para venderlos.
—¡Que salvajes!
—Por eso como periodista no me hago
pendejo.
—Te arriesgas mucho compa.
—No hay de otra bato.
—¿Qué es lo que más te gusta de tu
trabajo?
—¿Sabes bato qué es lo que más me
apasiona?
—No Compa, ¿qué es?
—Escuchar la soledad.
—Explícame.
—¿Nunca has visitado un cementerio
cuando está totalmente solo? Si no lo has hecho, hazlo bato. Escucharás cosas
increíbles.
—¿Las voces de los muertos?
–¡Eso cabrón!, y muchas cosas más, pero
también verás que es un lugar lleno de vida, allí están las historias más
interesantes: en los nombres, en los epitafios, en las formas de las tumbas,
mausoleos y las cosas que contienen… algunas provocan risa, neta.
¿Quién
mató a Javier? Ya se sabe de los que jalaron el gatillo. Los familiares, amigos
y miles de seguidores de su verdad, esperamos detengan también a los más
importantes: los que ordenaron su muerte.
Su
entrega fue total, por eso, los que idearon su muerte también se quedaron
huérfanos de él. Ya no sabrán de las verdades que dejó pendientes. Sus libros
nos ponen a pensar, imaginar; ¡Carajos! ¿Qué diría Javier de todo esto?
*Escritor. Busque sus novelas en
librerías Educal, México y Gonvill.
Artículo publicado el 13 de mayo de 2018
en la edición 798 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ LEÓNIDAS ALFARO BEDOLLA/ 15
MAYO, 2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario