Ramiro es narco tapado.
Discreto, tiene su empresa como fachada, su ropa como disfraz, sus amistades y
círculos sociales como el comerciante exitoso y en boga. Bien vestido y
portado, de palabras correctas y pocas, erguido como un asta y pasmado y lerdo
como un pingüino en el verano citadino. La gente lo tiene por hombre serio y
pudoroso, de domingo en misa y pocas bromas.
Tuvo que ir a la sierra, muy
a la sorda. Había allá, arriba, algunos asuntos que debía atender
personalmente. Subió y los que sabían de sus negocios le dejaron el paso libre
para que transitara en su cuatro por cuatro. El aserradero funcionaba bien,
pero brincaron detalles que no podía dejar pasar. Por eso la importancia de
presentarse y resolverlo. Seguramente iba a tardar mucho en volver a subir y no
quería dejar pendientes.
Llegó. Todo normal. Lo
pasaron a la oficina, platicó con quienes debía. Hizo un recorrido por la
planta, aprovechó para hablar con algunos de los viejos trabajadores, con
quienes tenía cierta confianza y trato, y para conocer a los nuevos. Revisó
números y más números: todos negros, acomodados, con saldo blanco, impecable y
en jauja. Todo iba más que bien.
Llegó un señor del pueblo
hasta Ramiro. Le dijo, muy de cerca, que había un señor en el huerto que estaba
ahí cerca, pasando unos cerros. Que quería hablar con él. Le preguntó que si lo
conocía y le respondió que no. Se llama Rafai. Encogió los hombros e hizo una
mueca de desgano, pero dijo que sí iba. No más me desocupo estoy allá. Movió
papeles y más papeles. Y luego se dispuso a buscar a ese que lo había mandado
llamar. Llegó. El lugar era una huerta de mangos. Árboles frondosos, llenos de
frutos que colgaban de las ramas, gritando arráncame: sus mieles brotaban
espontáneas, el suelo era una alfombra de hojas amarillas y verdes y mangos de
pulpa ofrecida, que parecía derretirse con la sola mirada.
El tal Rafai le salió al
encuentro. Él abrió la boca y solo la pudo cerrar cuando empezaron a platicar.
Tu padre, le dijo, me ayudó una vez, hace muchos años. Sé que está muerto, pero
no se me olvida que mi camioneta se chingó y a mitad del camino me salió él, en
una carcacha. La camionetita de tu papá se movía bien, pero parecía que se iba
a destartalar y que nos iba a dejar tirados. Él me sacó del apuro. Para mí eso
fue muy importante. No lo olvido. Sé en qué andas y quiero decirte que aquí
estoy para lo que se te ofrezca.
Ramiro sabía quién era:
recién salido de la cárcel y ahora el más buscado que nadie busca, por
poderoso, le atribuían liderazgo y fuertes ataques en tres estados. Rafai se
sentó en una hamaca y Ramiro recibió los siete costales de mango que le regaló.
En la despedida, le gritó: diles que aquí estoy, diles que somos amigos, que
los mangos te los di yo.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 17 julio, 2016)
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