Las redes sociales se
inundaron este miércoles de felicitaciones para el presidente Enrique Peña
Nieto por sus 50 años de vida. En la víspera le regalaron un pastel y en su día
exacto fue felicitado por tantos como se cruzaron con él. Que lo disfrute
porque le quedan dos cumpleaños más, a lo máximo, donde esta apoteosis dejará
de ser sincera. Los políticos no saben cuántos amigos artificiales tienen hasta
que dejan de ser poderosos. Los presidentes viven situaciones más crueles,
porque el final de su existencia pública, los excesos y los privilegios caducan
cada seis años sin posibilidades de reinvención. Por eso, en el otoño de los
presidentes, como con la edad, hay que saber envejecer.
Peña Nieto debe asumir
seriamente esta realidad porque, a diferencia de sus antecesores a estas
alturas del sexenio, la desaprobación a su gestión sigue creciendo. A las
resistencias a sus reformas, los yerros en el mensaje para venderlas y su
encapsulamiento en Los Pinos se le conectan dos variables tóxicas: la
corrupción y la percepción de que, como no se había visto en décadas, es
rampante y descarada. La corrupción es el elefante en la sala que el Presidente
no ha querido ver, que magnificó el conflicto de interés en el que cayó en la
llamada “casa blanca”, que apenas reconoció como un error. Peña Nieto, se
escribió aquí ayer, cumplió tarde una cita con la historia y la sociedad, pero
finalmente llegó. No bastará.
A lo largo de este Gobierno
la prensa ha documentado casos de corrupción que siguen sin castigo. En agosto
de 2013 esta columna reflejó la molestia de los empresarios por la corrupción
que estaban encontrando en diversas áreas del Gobierno federal, particularmente
en Pemex y el sector de Comunicaciones, por cobros de comisiones más allá de
las tolerables de antaño, donde les exigían de 25 a 40% por contrato. Hace casi
3 años, con un Presidente bastante fresco en Los Pinos, las denuncias de
corrupción no era algo que admitieran, ni siquiera con reservas o matices,
dentro del Gobierno.
Quien esto escribe le
preguntó directamente a dos de los más importantes secretarios de Estado sobre
la corrupción. Uno de ellos, tajante, afirmó: “No hay”. El otro, igualmente
firme, admitió: “No he oído nada”. Entre la negación y el aislamiento, la corrupción
continuó. Los escándalos de varios gobernadores a los que se señala de
corruptos dominaron las elecciones del 5 de junio, como las del año pasado en
Guerrero, Nuevo León y Sonora. La corrupción en el sistema penitenciario
federal es una de las hipótesis para explicar la segunda fuga de Joaquín “El
Chapo” Guzmán, pero no necesariamente porque haya comprado a funcionarios o
jueces, sino por el misterio de cuánto dinero destinado al fortalecimiento de
los sistemas tecnológicos y procedimientos encontró el camino hacia los
bolsillos de unos cuantos que debilitaron las cárceles de máxima seguridad.
Actos ilegales hubo con empresarios, religiosos y periodistas.
La corrupción no es
patrimonio de los gobiernos y ha sido acompañante permanente en discursos y atacada
furiosamente, pero con retórica, no con la ley. La “casa blanca” le costó mucho
a Peña Nieto porque en una sociedad donde lo ilegal es igual que lo ilegítimo,
no haber atajado frontalmente el conflicto de interés en el que incurrió llevó
a que el jurado popular convirtiera un error de juicio en una sentencia
condenatoria. No es justo para el Presidente, pero es la realidad política. No
cambió a tiempo la percepción y ahora paga el costo de su omisión. La imagen
perdurará, pero si no atiende frontalmente la corrupción en lo que queda del
sexenio, dentro y fuera de su gobierno, peores cosas vendrán cuando entregue el
poder.
Peña Nieto no puede echar en
saco roto la experiencia del presidente José López Portillo, quien durante su
administración aceptó el regalo de su amigo y colaborador, el mexiquense Carlos
Hank González, de una propiedad en el poniente de la Ciudad de México, de 65
mil metros cuadrados, donde construyó una casa que los vecinos llamaron “La
Colina del Perro”, cuyo nombre surgió de su ubicación, con el peyorativo a
López Portillo, quien en un discurso poco antes de la terrible devaluación de
1982, aseguró que “defendería el peso como un perro”. López Portillo construyó
una bonita casa, con una maravillosa biblioteca de 25 mil libros, que está
lejos de compararse, en majestuosidad, con lo que es la “casa blanca”.
López Portillo, como Peña
Nieto, lastimó a todos. Peña Nieto con sus reformas y con su mal manejo
político y de seguridad, golpeó a las élites empresariales, a las clases medias
y a la población en general; López Portillo, con la nacionalización de la
banca, le pegó a las élites empresariales, y con la debacle económica, al resto
del país. López Portillo, metido en problemas maritales al final de su vida,
murió de forma precaria, pero con una pésima fama que nunca se le borró.
Quienes tenían recursos y acceso a medios le construyeron la imagen de un
político frívolo empapado en corruptelas. Peña Nieto comparte los mismos
enemigos que López Portillo, pero como se dijo líneas atrás, en condiciones
mucho menos favorables que su antecesor. Pero para eso es la historia, para
analizar lo que se hizo y las consecuencias por dejar de hacer lo correcto.
Peña Nieto tiene aún tiempo para corregir. Sólo requiere la decisión de
hacerlo.
(ZOCALO/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/
RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 22 DE JULIO 2016)
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