Si uno revisa el estudio de
predicción electoral que publica mensualmente el periódico The New York Times,
si hoy fueran las elecciones presidenciales en Estados Unidos, la demócrata
Hillary Clinton ganaría abrumadoramente dos a uno. Pero las elecciones no serán
sino hasta noviembre, y todo puede suceder en ese país que ha sufrido un corrimiento
ideológico hacia la extrema derecha. El fenómeno ante ese realineamiento es que
gane o pierda Clinton o Trump en noviembre, la relación con México cambiará
significativamente, y se modificará con seguridad el estatus del Tratado de
Libre Comercio norteamericano.
Este deberá ser el tema
central del encuentro este viernes de los presidentes Enrique Peña Nieto y
Barack Obama en Washington, a decir por las señales en la víspera, al ser
recibido formalmente con una cena de bienvenida junto a su comitiva anoche, por
la secretaria de Comercio, Penny Pritzker, como preámbulo de una reunión
fundamentalmente económica y cuyo contexto lo da el discurso anti TLCN de Trump
y del exaspirante a la candidatura demócrata, Bernie Sanders, que obligaron a
que Clinton se acercara a esas posiciones frente al deseo que están demostrando
el electorado y el Congreso para que se revise a fondo ese acuerdo.
El TLCN entró en vigor en
1994. Catorce años antes, en la Plataforma del Partido Republicano para la
Convención Nacional en Detroit, donde ungieron candidato a Ronald Reagan, está
plasmado como uno de los mandatos que tendría que seguir su presidente. Reagan
estuvo en la Casa Blanca, pero nunca negoció un acuerdo de esa naturaleza con
México, en donde en esos años se rechazaba tajantemente la integración. En su
campaña, Carlos Salinas rechazó las sugerencias de forjar un acuerdo de esa
naturaleza, pero cuando acudió al Foro de Davos en enero de 1989 y vio cómo
todas las inversiones se estaban orientando a una Europa Oriental que se abría
al mercado occidental, cambió la estrategia y negoció el TLCN con un presidente
republicano, George H.W. Bush.
Para México, según un reporte
del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos de abril de 2015,
el Tratado significó para México asegurar la transformación de la economía que
comenzó a abrirse en 1985 y neutralizar a los grupos de interés
proteccionistas, particularmente en el sector agrícola.
Para Estados Unidos,
representó una oportunidad para expandir su creciente mercado de exportaciones
hacia el sur, así como también fue un acuerdo implícito para que México
iniciara su transición democrática. Hay suficiente documentación que muestra
que el TLCN no provocó la apertura de la economía mexicana, aunque sí la aceleró.
México, de la mano de Salinas, injertó su aparato productivo a la economía de
Estados Unidos y forjó una alianza política con Washington.
No fue unilateral. Pese a las
asimetrías de sus economías, la dependencia de Estados Unidos del TLC tuvo
ventajas estratégicas. Según el Instituto de Economía Internacional, facilitó
el rescate financiero cuando la crisis de 1995, adicionalmente a que el
intercambio comercial impidió que se profundizara la recesión, y obligó a
México a una estricta política fiscal, que evitó que cada cambio de sexenio
hubiera una catástrofe económica. Esas buenas experiencias han hecho que en el
gobierno mexicano exista alarma por la cruzada de Trump contra el acuerdo, y
por la forma como se están realineando detrás de él las fuerzas políticas,
sociales y económicas en Estados Unidos. Parece cundir la histeria, cuando
debería haber otro tipo de reflexión.
Las críticas al TLCN no son
nuevas. Antes de embarcarse en la negociación final con el Capitolio para que
lo aprobaran en 1993, el presidente Bill Clinton logró que se revisaran los
capítulos agrícola, laboral y del medio ambiente, para que los demócratas
votaran por él. Los demócratas, que tienen entre sus principales clientelas
electorales a los sindicatos, siempre se habían opuesto a los acuerdos con el
exterior, manejando un proteccionismo casi ideológico. Los republicanos, que
siempre habían sido lo contrario, comenzaron su cambio desde la campaña
presidencial de 2004 –ganada por George W Bush–, que retomaron la vieja
oposición de los excandidatos presidenciales conservadores, Pat Buchanan (2000)
y Ross Perot (1992 y 1996), quienes utilizaron como mantra su oposición al TLC.
Incluso, el candidato demócrata a la Casa Blanca en 2004, John Kerry, propuso
que se renegociara el TLCN para proteger aún más al sector agrícola –altamente
subsidiado–, y obligar a México a mejorar sus controles ambientales. Kerry es
actualmente el secretario de Estado de Obama.
Es decir, lo que está
señalando Trump en la actualidad, proponer cambios radicales al TLCN, no es
nuevo ni es algo que deba significar sorpresa. En Estados Unidos el TLCN no
produjo mejores niveles de vida en las clases medias, pero sí un salto
cuantitativo que dobló casi el ingreso en los hogares de los grupos de mayor
ingreso.
Lo que sucedió en México no
es diferente. La desigualdad se profundizó en las dos naciones y las clases
medias y obreras están reaccionando. Trump significa para el elector estadunidense
la esperanza de que esto cambie, un deseo tan fuerte que Clinton tuvo que
acercarse a esas posiciones.
En México, desde 1994, ningún
gobierno ha frenado la creciente brecha entre ricos y pobres. Peña Nieto y el
PRI quizás no deberían de estar únicamente atentos a lo que pasa en Estados
Unidos sino en México, donde el mismo fenómeno, por las mismas razones, podría
arrasarlos en 2018 ante un electorado que busque lo mismo que en el norte:
mejorar su calidad de vida.
(ZOCALO/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/
RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 22 DE JULIO 2016)
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