Estaban bien
borrachos. Y drogados. Se veían ahí, en la sala de esa casa monumental: cuatro
recámaras de viviendas de interés social, de las llamadas pichoneras, podían
caber ahí, en ese mausoleo de mármol y sillones esponjosos, de pulcritud
rampante y derroche de mal gusto.
Ya llevaban varias
charolas, cada una con veinticuatro botes de Tecate roja. La otra, la laic, es
para los putos. Y nosotros, aseguraban, somos hombres muy hombres. Y sonaban
los estornudos al abrir cada uno de los botes. Y lloraba el recipiente por la
oquedad. Y sudaba y sudaba el aluminio en espera de un trago más.
Un estirón leve y a
empinar. Pero las armas no. Esas no se sueltan. Se sostienen, se soban y
seducen. Se enamoran: ahí, pegada al cinto y al pantalón: con el cañón en
tregua, el escupitajo de fuego y plomo en descanso y el tiro en la recámara
superior. Clic. El seguro puesto y dispuesto, activado y desactivado. Clic.
Clic.
Las cachas son para
sobarse. Hay que mantener tibia la mano y los asideros. La palma de la mano
jala a la cacha. La cacha voltea y mira a quien la posee. Aquí estoy, sírvete.
Dispón de mí, parece decirle la cuarenta y cinco a esa mano de hombre, llena de
pelos y arrugas. La nueve milímetros no se queda atrás. Está en la parte
trasera del pantalón. Se asoma y baila. Agárrame, parece gritar. Tómame, soy
tuya.
Borrachera
industrial. Cocaína recién salidita del corte. Y esos cinco ondeados de metales
y proyectiles, osadías y ambarina, y polvo de doña Blanca, de la mejor calidad.
Ellos los jefes, los cabrones. Tecate y Colt cerquita. Chalino estaba cansado y
le dio paso a Julión y éste a Los canelos de Durango.
Aspiradoras en lugar
de fosas nasales. Hondos pasones. Oscuras fauces ya sin vello. Quijadas
trabadas, frases trastabilladas. En eso estaban, cuando a uno se le subió una
cucaracha en la pierna. Grande, alada y de antenas temblorosas. Parecía
olisquear. Avanzaba y retrocedía, a lo largo de la pierna, y luego se asomaba a
las pantorrillas. El hombre quedó perplejo. La miró con repulsión y levantó las
manos reprimiendo el ay.
Inmediatamente uno
de ellos sacó la nueve milímetros que traía fajada. Apuntó hacia la cucaracha,
a escaso medio metro. Miró a todos y preguntó, muy serio. La mató o no la mato.
Y el insecto nervioso, con movimientos rápidos. Envalentonado. Él incorporó la
otra mano y cortó cartucho. E insistió: la mató o no la mato.
El de la pierna
también tembló. Los otros miraban, espantados. Luego decidió. La voy a matar,
háganse a un lado. Pero la cucaracha seguía en la pierna y el dueño de ésta le
pidió con voz de urgencia, gruesa, que no. No, no, no. Por favor, no. Ah bueno.
No más porque tú me lo pides. Regresó el arma e invitó a brindar.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE Javier Valdez 22 marzo, 2015)
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