Altar, Sonora se encuentra enclavado en el extenso desierto que
abarca hasta el estado de Arizona, en Estados Unidos. Por este pequeño
lugar de apenas 20 mil habitantes, cada día cruzan entre 4 mil y 5 mil
migrantes de Guerrero, Michoacán, Puebla y otras partes del país.
En una caminata de seis días por el desierto, se llega al lado americano, previa cuota pagada a los polleros
que ronda los 5 mil dólares. Además, este lugar es punto de cruce
obligado para los cargamentos de droga que el cártel de Sinaloa
introduce al mercado de Arizona.
Una frase resume irónicamente la situación del pueblo: “En Altar pasa todo y no pasa nada”.
La frase, amén de un cliché, se convierte en una pequeña historia de
los más de veinte pueblos desperdigados por este desierto colindante con
la frontera. Dentro de este infierno de violencia, tráfico de personas y
drogas, el padre Prisciliano Peraza oficia con convicción, aguardando
al peligro de este territorio agreste debajo de una sotana que porta
orgulloso.
Padre Prisci, como lo llaman los habitantes del pueblo de Altar,
donde reside permanente, realiza una de las labores más titánicas de
promoción y cuidado de derechos humanos para los que él llama “hermanos
migrantes”.
Actualmente y desde 1997 opera el Centro Comunitario de
Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN). Ahí, atiende a 600 migrantes
que llegan al pueblo en busca del “sueño americano”.
En el Centro
pueden ducharse, asearse, lavar su ropa y comer. Además, existen dos
cuartos habilitados para aquellos que decidan quedarse a dormir, o que
regresan de alguna experiencia desagradable en el cruce, o con heridas.
Este es un pequeño recorrido por el mundo dantesco que el Padre
Prisci recorre día a día con sus gafas Oakley y su Ford Lobo en el
desierto de Altar.
La fe supera el miedo
—¿No tiene miedo de ser Prisciliano Peraza y de vivir en Altar?
Un largo silencio mientras sorbe su crema de espárragos. “Es parte de
mi vocación, de mi deber, no podemos callarnos ante estos pecados que
claman el cielo”, termina su frase y se recuesta sobre su asiento.
—¿Lo han amenazado?
Prisci sonríe apenas mostrando sus dientes, en señal de condescendencia: “Todos los días”, contesta y cambia la conversación.
Al paso por el pueblo, entre casas de seguridad y tolvaneras que deja
la Lobo, Prisci señalaba los vericuetos de la mafia. Pero, antes el
saludo de rigor a amas de casa, polleros, puntos y sicarios. Todos
respondían con una sonrisa amable con el marcado acento norteño.
“¿Cómo va el negocio?”, se aprestaba a preguntar mientras lo acompaña con la respuesta “¿Calmadón?”
Como el famoso cuento de García Márquez de En este pueblo no hay ladrones,
en Altar no hay una sola persona que no haya lucrado con la migración y
con el tráfico de drogas. El padre toma con sorna el dato escalofriante
de un pueblo que vive de la criminalidad.
—¿Existe alguien que no trabaje de pollero o con el cartel del lugar?
—Pues, estoy yo que soy el sacerdote.
En este pueblo sin ley, pero con mucha devoción, ser el padre del
lugar lo acerca a situaciones que le muestran el entresijo de la maldad
humana.
Una de las tantas veces que recorría el pueblo, llegó a la casa de
“Manuel”. Saludó a la esposa, quien presurosa colaba café para el esposo
que muy temprano se había levantado a trabajar. Como pocas familias, el
esposo no dejó la casa para estar ocho horas en alguna fábrica o
vendiendo baratijas por las calles. No.
Prisciliano entró, saludó a la mujer y lo instó a pasar a saludar al
patio, donde ya “jalaba” desde tempranito el esposo. Antes de abrir la
puerta que da al corredor trasero logró escuchar un grito ensordecedor.
“Aaaay”, escuchó y sólo pudo pensar “Ah cabrón”. Abrió la puerta y vio a
“Manuel” con un Kalashnikov golpeando a un bajador que robó algunos paquetes de mota.
Al ver al padre, los presentes se alegraron y con naturalidad
saludaron y lo obligaron con la amabilidad que caracteriza a los
norteños pueblerinos, a quedarse a desayunar. La visita del padre
ameritaba detener la tortura del ladrón que seguramente hoy yace
descuartizado en alguna de las fosas que existen en el desierto.
Sin embargo, “el infierno de este pueblo lo asumo estoicamente como
un reto. Los procesos de cambio son lentos, pero debemos mostrarle a la
gente que se puede vivir de otra forma”, dice el sacerdote.
El Quince
Melino es un longevo corridista de Altar. Dice que no le teme a
nadie, ni a los soldados, pues aunque quiera no los puede ver. Se está
quedando ciego. “Si me encuentro a un cabrón, ni cuenta me doy”. Con su
bajo sexto recorre el bulevar principal en busca de algún despistado que
le pida alguna canción, aunque no siempre logra recordar las notas, ni
la letra de la canción. “Aquí no hay agricultura, vivimos de los
pollitos”, canta mirando a la nada, es uno de los corridos locales que
ensalza las travesías del desierto que traen los “cueros de rana”.
“Aviéntate, el del Bulevar”, le pide Prisciliano a Melino, y este
rememora. Al final cambia la letra, por un verso que no rima. “Ahora el
del Quince”, hace como que no recuerda y le dice que no. El padre le da algunas monedas y camina de vuelta al bulevar.
Marco Limón, alias el Quince, era un despiadado jefe de plaza
que controlaba el tráfico de drogas y migrantes. Gran parte de este
páramo infernal pasaba por sus dominios, en donde no dudaba en reafirmar
su poder con ejecuciones y desapariciones que el gobierno después hacía
pasar por cadáveres de caballos o coyotes.
Hace algunas semanas, mientras corría a toda velocidad por la calle
principal, con el ruido de su Camaro a todo volumen, se estrelló con una
de las vallas del único puente del pueblo. Su muerte fue como una
metáfora de este infierno: murió calcinado.
“Si no fuera sacerdote, ya estuviera en una fosa”
Prisciliano bien podría pasar por pollero, traficante o ganadero.
Alto, fornido, con el particular tono rosado de los hombres de pueblo
que descienden muy antiguamente de los colonizadores españoles. Además,
maneja una Ford Lobo doble cabina y porta unas gafas Oakley. Su acento y
sus expresiones están fuera de toda semántica religiosa.
Él dice que no es un hombre valiente, aunque muchos creen que sí. Es
capaz de sacar a secuestrados de casas de seguridad. Su destino seguro
sería una fosa en el desierto. Es capaz de hacerse de palabras con los
sicarios más despiadados del pueblo. A uno de ellos, que no nos dijo su
nombre, lo encontramos en su carro, custodiando una de las esquinas.
Inmediatamente vio la Lobo negra, se bajó y saludó con reverencia al
padre y hablaron sobre autos. Reían como dos amigos de muchos años. Hace
algunos, cuando el padre intentó rescatar a un migrante secuestrado por
este hombre, uno de los pistoleros a su servicio cortó el cartucho de
su arma y le apunto al pecho. “Déjalo —dijo el sicario a su ayudante—,
este pedo es terrenal, no hay que meternos con enviados de Dios porque
nos sala el negocio”.
Lo dejaron ir, pero la advertencia era clara: Los límites de la
divinidad algún día podrían sobrepasarse. Ahora la anécdota resulta
curiosa y lo cuenta a todo reportero que le visita. Con el tiempo el
sicario despiadado y el padre se volvieron buenos amigos y hasta
bromean. Alguna de las bromas que le dijo, es que “si no fueras
sacerdote, ya estuvieras en una fosa”.
El negocio
Antes de 2009, por Altar cruzaban de 10 mil a 15 mil migrantes, según
los cálculos del padre. Cada uno de ellos debía pagar una cuota valuada
en alrededor de los 5 mil dólares. Eso incluía su pasaje hasta Altar,
algunas comidas y el viaje por el desierto hasta la ciudad que
prefiriera en Estados Unidos.
Desde 1995 que comenzaron los migrantes a cruzar por estos lares,
se han instalado miles de negocios dedicados a ellos. Pequeños tianguis
que ofrecen mochilas camuflajeadas para mimetizarse con la flora del
desierto; farmacias que ofrecen un kit que incluye anticonceptivos para
las mujeres por si son violadas, galones de agua pintados de negro para
evitar que provoque reflejo con los rayos del sol, toallas sanitarias
para colocarse sobre las suelas para evitar dejar huellas en la arena.
En el pueblo existen 14 hoteles, uno de ellos muy cercano a las cinco
estrellas, que no llegó a tener alberca porque con los operativos de
hace algunos años realizados por militares volvió todo un poco más
sutil, menos llamativo.
Además hay 90 casas de huéspedes, con cuartos habilitados con
estructuras metálicas y bases de briqueta. En un espacio de un metro y
medio por dos metros, se recuestan cinco migrantes que pagan 80 pesos la
noche. Si quieren cobija para el frío, que en invierno puede superar
los cero grados, son otros 20 pesos.
El negocio de las drogas y del tráfico de migrantes produce millones
de dólares diarios. Puede llegar a producir seis ceros. La cifra puede
parecer exagerada, pero Prisci defiende sus cálculos, casi 25 millones
de dólares por los 5 mil migrantes diarios que pasan por aquí. Por eso
se defiende a sangre y fuego.
La vocación
“Tenemos que transformar a la sociedad” es su consigna y la asume con
vocación. Sin embargo, para Prisciliano Peraza, el valiente clérigo del
desierto, los procesos de cambio son lentos.
Su actividad en este pequeño pueblo que en cualquier momento puede arder, es primordial. Vivir entre el mal, puede vivificarlo.
—¿Qué consejo le da a un sicario que pasa a confesarse a su iglesia, y que le cuenta lo que ha hecho?
—Que lo he visto hacer las cosas.
Habla del peligro sobre sus espaldas:
“Haz de cuenta que voy pegado a una pared, para este lado están los
cocodrilos, y para este están los leones. El día que me equivoque, sé
los riesgos que tengo. Tampoco me hago el valiente, pero es mi misión y
aquí estoy, hasta donde pueda la voy a cumplir”.
Entrecierra los ojos y da el último sorbo de su café.
No hay comentarios:
Publicar un comentario