Los
padres de Mario Aburto tienen memorizada cada palabra contenida en el
centenar de casetes que resguardan como si fuera un tesoro.
Con
sólo verlos, María Luisa Martínez identifica las cintas que su esposo,
Rubén Aburto, sostiene en la mano. Son las conversaciones que el asesino
confeso de Luis Donaldo Colosio ha mantenido con su familia durante 20
años.
Además
de sostener que lo “agarraron de chivo expiatorio porque sabían que yo
era inocente y no me iban a probar nada, mientras ellos iban a
aprovechar para borrar todas las huellas”, Mario Aburto asegura a sus
papás que durante las investigaciones del magnicidio que sacudió a
México hace dos décadas las autoridades “utilizaron a otra persona que
se parecía a mí, inclusive se lo llevaron a la PGR en Tijuana y lo
hicieron pasar por Mario Aburto”.
Con
autorización de la familia del sentenciado, EL UNIVERSAL escuchó la
totalidad de las pláticas telefónicas, y ofrece en la versión web de
este diario una veintena de diálogos en los que Mario Aburto asegura que
ha pasado largos periodos incomunicado, lo que contravendría su derecho
constitucional.
Las
charlas dan cuenta de un Mario Aburto enterado de las noticias sobre la
vida política del país. A lo largo de dos décadas, el teléfono ha sido
el único contacto que ha tenido con su familia.
Sobre el
supuesto “otro Aburto”, Mario añade: “Y cuando le hicieron la prueba de
pólvora en las manos le salió con bajo porcentaje de pólvora en las
manos. Y cuando le hicieron un reconocimiento médico, y eso está en el
expediente, presentaba un golpe del lado derecho de su cabeza y estaba
todo golpeado, y a mí me dieron un golpe en la cabeza pero del lado
izquierdo”.
La familia Aburto guarda casi todas las conversaciones, pero las tiene desorganizadas, sin fechas precisas de cuándo ocurrieron.
“A
mi madre le demostraron a una persona que se parecía a mí, que llevaba
pantalón café, chamarra negra con hombreras, pelo chino y de estatura
diferente, moreno claro y estaba todo golpeado, y creo que estaba hasta
fumando.
“Primero,
mi mamá dijo que ese no era su hijo; segundo, mi chamarra no tenía
hombreras; tercero, yo no tengo el pelo chino; cuarto, mi estatura es de
1.70 y no tengo 30 años, tenía 22 años y los primeros informes
reconocieron que la otra persona [la que declaró] tenía aproximadamente
de 28 a 32 años; cinco, yo soy un poco güerito; seis, yo jamás en mi
vida he tomado ni fumado; siete, los rasgos de esa persona eran
totalmente diferentes a mí; ocho, en la PGR de Tijuana me desvistieron y
me dieron otra ropa que no era la mía, y cuando pasaron a mi mamá a la
otra oficina a mí ya me habían puesto una inyección. Yo no me acuerdo de
muchas cosas, pero lo que sí me acuerdo es que yo dije que era
inocente”.
Mario
Aburto asegura que el verdadero homicida fue Ernesto Rubio Mendoza, un
hombre de facciones muy similares a las de él, asesinado el mismo 23 de
marzo de 1994 en el taller mecánico Autoservicio Azteca.
En el
informe de la investigación del homicidio, la subprocuraduría
especializada para el caso descarta la teoría de la suplantación de
persona, y sostiene que cuando Mario Aburto estaba detenido, Rubio
Mendoza ya estaba muerto, producto de una riña personal. “Quien hizo el
disparo es Mario Aburto”, concluye la investigación.
Sin
embargo, la PGR acepta que Rubio Mendoza trabajaba para el agente Javier
Loza Cruz, hermano del entonces subdelegado de la Policía Judicial
Federal, Raúl Loza Parra, encargado formal de los primeros
interrogatorios que se hicieron a Mario Aburto.
EL DÍA DEL MAGNICIDIO
Pasadas
las siete de la noche del 23 marzo de 1994, María Luisa Martínez acudió a
las instalaciones de la Procuraduría General de la República en
Tijuana. Quería comprobar que su hijo seguía vivo. La condujeron por
pasillos oscuros, hasta llegar a un área donde se respiraban olores
nauseabundos; rivalizaban la sangre fresca y el tabaco.
Empleados
de la PGR la encararon con un hombre flaco, moreno de pelo chino.
Vestía pantalón café y una chamarra negra con hombreras. Recuerda que a
pesar de estar detenido, se llevaba tranquilamente un cigarro a la boca.
—Órale pa’ que no estén chingando, ¡éste es tu hijo, el que mató al licenciado Colosio! —gritó un agente de la PGR.
Por un
minuto María Luisa sintió alivio; quiso correr a abrazarlo. Pensó que
era su hijo, Mario Aburto, de 22 años, a quien acusaban de darle un tiro
en la cabeza al candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio.
Pese a la penumbra, rápidamente rectificó: su hijo no fumaba, tampoco
tenía el pelo tan chino y estaba rellenito.
—Sí se parece mucho, ¡pero ése no es mi hijo!
María
Luisa recuerda que el parecido era tan aterrador, que levantó la camisa
del detenido para buscar una cicatriz de tres pulgadas en la espina
dorsal; la marca que desde niño Mario se hizo con las ramas de un
huizache. No la encontró.
La madre
de Aburto estalló en gritos y exigió que la llevaran con su hijo. Fue
hasta las 12:20 de la noche que la trasladaron a la Oficialía de Partes,
donde encontró a su Mario, desvanecido en una silla, con la mirada
perdida y sin habla.
—Mi’jo, ¿qué tienes, qué pasó? —preguntó sin obtener respuesta.
Durante
sus años de reclusión en Almoloya de Juárez y, después, en Huimanguillo,
Tabasco, sus familiares no han podido verlo nunca, viven exiliados en
Estados Unidos, por eso atesoran el centenar de llamadas que, en 20
años, han podido sostener con su hijo.
LA VERSIÓN DE ABURTO
Don Rubén
tiene el pelo blanco y los ojos tristes. Vive en una pequeña casa
acompañado de su esposa. Me recibe con una grabadora en la mano y
decenas de casetes.
Pone la
primera grabación. Visiblemente emocionado, dice: “¡Ya viene!”. Se
empieza a escuchar una voz congestionada: es Mario. Carraspea, saluda y
pregunta por sus hermanos, después le dice a su padre que quiere
dictarle algo, para que lo entregue a alguna autoridad que vele por los
derechos humanos.
—En
pleno uso de mis facultades mentales hago saber por este medio, que en
este penal de Almoloya de Juárez, México... —se corta la llamada.
—Bueno,
bueno —se escucha a don Rubén. Entra la voz de una mujer, la operadora
que transfirió la llamada por cobrar desde el penal.
—¿Qué pasó, cortaron la llamada allá en México? —pregunta desconcertada.
—Están grabando —tercia Mario. Y continúa con el mensaje que dejó inconcluso:
—Es
evidente que los funcionarios del penal no se preocupan por ninguna
denuncia en su contra, ya que cuentan con el apoyo gubernamental que
tapa todo e inclusive en muchos... —cortan.
—¿Bueno?, ¡ya cortaron de vuelta los cabrones! —gritan exasperados los papás de Aburto.
De 1995 a
la fecha, decenas de llamadas que realizó Mario Aburto a sus padres en
Estados Unidos terminan abruptamente. “Es el Gobierno, todavía se las
corta cuando denuncia, por eso no lo dejan hablarnos”, protesta don
Rubén.
Desde las
primeras llamadas, Mario asegura a sus padres que no asesinó a Colosio.
Dice que fue sustituido en la PGR por otro hombre que se parecía a él y
se declaró culpable como parte de un crimen de Estado.
“Yo
no maté al licenciado Colosio. A mí me intimidaron de que iban a matar a
mi mamá, a mi hermanita de nueve años y a mí, que éramos los únicos que
vivíamos en la casa, si no me hacía pasar por el verdadero responsable.
Que se supo que lo mataron ese mismo día que al licenciado Colosio,
cuatro horas después”.
BLANCORNELAS Y LAS MENTIRAS
Desde el
25 de marzo de 1994, día en que ingresó al penal de Almoloya de Juárez,
Mario conversa de vez en vez con sus papás. En algún momento de 1997,
habla sobre la entrevista que le concedió al periodista Jesús
Blancornelas, en la que admite haber asesinado a Colosio.
“Yo,
a pesar de lo que habló de mí, yo no le guardo rencor, a pesar de la
declaración que hice en su periódico, fueron puras mentiras porque yo
sabía que venía de la PGR, qué más le podía decir, puras mentiras. Por
eso dije lo que dije en su periódico, pero yo ya sabía que venía de la
PGR y me obligó a decirle esa declaración”.
En las
conversaciones más recientes, parece que a Mario ya no le interesa
hablar de política, sólo reconfortar a su familia. Don Rubén coloca
cuidadosamente una de las últimas pláticas, la que escogería si tuviera
que llevarse a la tumba.
“Estuve
recordando todas las enseñanzas, me siento muy orgulloso. Estuve
recordándote una vez que en Zamora, cuando trabajabas de velador, que me
encontré una muchacha muy guapa y que yo le dije que trabajabas de
velador. Tú me dijiste ‘ay, ¿para qué le dijiste?’, como que te dio
pena, pero a mí no me dio pena, porque yo me siento orgulloso de ti.
Sigo sintiendo el mismo orgullo, tú me enseñaste: hay que ser pobres,
pero honrados”.
Desde
hace más de dos meses, don Rubén no sabe nada de Mario; en los últimos
dos años ha recibido sólo cuatro llamadas de su hijo. La última vez sólo
alcanzó a decirle que lo querían cambiar de penal.
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