Vayan por ellos, fue la orden. Los diez hombres armados iban en dos
vehículos y no pararon hasta que dieron con esos dos. Jalonearon,
gritaron, cortaron cartucho. Culatazos, mentadas, llantos. Los subieron a
la cheroqui y a chingar a su madre, y se callan el hocico porque aquí mismo los matamos.
Los zapatos sobre ellos y ellos boca abajo. Lloraban y gritaban. Un
pisotón, el cañón empujando la capa craneal o la espalda, un crac crac.
Te voy a matar si sigues chingando. Los dos gritaban que era una
confusión, que no habían hecho nada. Ellos contestaban que todos
chillaban y decían lo mismo. No, no. Pero que a la hora de la hora
siempre pagaban.
Llegaron a la parte alta de una montaña. En los portales de los diarios ya hablaban de dos levantones.
Una joven mujer que fue sorprendida mientras esperaba el camión urbano,
en un céntrico sector. El otro era un taxista que andaba de compras y
que fue interceptado y sometido violentamente por los homicidas.
Las notas hablaban de hombres fuertemente armados. Capuchas, fusiles
de asalto al parecer “cuernos de chivo”. Dos vehículos y un comando de
entre ocho y diez hombres que llegaron gritando, golpeando, sometiendo.
Un niño se quedó llorando en una banqueta. Iba con el taxista y fue
empujado por su padre para que no le hicieran nada y ahí permaneció.
Los comerciantes y peatones que vieron todo, rápido lo auxiliaron. Le
dieron agua, refrescos, papitas y dulces para que se calmara.
Consiguieron que tomara y probara, pero no cesó el llanto. La poli llegó
y se lo llevaron con los del DIF para que lo cuidaran mientras
localizaban a su madre.
El jefe vio a los dos y dijo, Esta quién es. Le quitaron la capucha
para que la reconocieran y nada: en ese lapso de luz vio a cuatro
hombres colgados de los pies, amoratados y con mapas de sangre seca.
Abajo, pequeños charcos rojos y un denso y oscuro olor a muerte. Pensó
que la iban a matar.
El jefe gimió. Hizo señas. Llévensela. Ella pensó que la iban a
matar. No me maten, gritó. Le pusieron un trapo en la boca y de nuevo
cubrieron su rostro. Esta vez con un pañuelo. Se la llevaron a rastras.
Cállate, le repetían. Yo no soy, yo no soy. No hice nada. Déjenme ir,
por favor. Los hombres ya no le dijeron nada. Bajaban la cuesta y a
mitad del camino pusieron música.
Ella ya no dijo nada. Sollozaba. Rendida, flácida y presta. Que venga
lo peor, se repitió por dentro. Y empezó a despedirse. Supo que
entraron a carretera porque terminó el brincoteo. Bájate, le dijeron.
Aquí, preguntó. Le repitieron que se bajara. La hincaron.
No te muevas, no te quites el pañuelo, no voltees.
Esperó el crac. El pum. La nada. Pero solo escuchó
carros que pasaban y alguien que preguntó a lo lejos si estaba bien.
Ella respondió que sí con la cabeza. Luego desbloqueó su garganta, abrió
los ojos y se puso a llorar.
Javier Valdez/ diciembre 1, 2013
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