Con tecnología similar a la utilizada por la NASA,
la termoeléctrica ubicada hacia el Mar de Cortés ha dejado de contaminar y abrió
las puertas a inversionistas y visitantes.
Si alguien hubiera predicho hace 10 años que aquí habría un día uno de los
mejores campos de golf de México, le habrían tirado de a loco. ¿Un green
patrocinado por la cotizada firma Gary Player junto a esas chimeneas manchadas
de hollín? No en un terreno cubierto de forma semipermanente por una nata color
carne de olor fétido y repleto de montículos negros, producto un cuarto de siglo
de lluvia ácida.
Le habrían tirado de a loco con mayor énfasis si hubiera dicho que un día
esta parte de la bahía de La Paz sería no un agujero tóxico e industrial, sino
un polo turístico de cinco estrellas y una de las fuertes apuestas del turismo
en Baja California Sur a futuro: la zona, ubicada al pie de una planta
termoeléctrica de la Comisión Federal de Electricidad era tierra de nadie
fuertemente contaminada. Permaneció durante 30 años oculta en medio de un banco
de bruma, expulsada día y noche por sus chimeneas industriales.
Y le tirarían más de a loco si dijera que fue una tecnología experimental que
buscaba lanzar cohetes al espacio la que transformó esto. Pero lo es. Y se
volvió negocio. Un fenómeno digno de estudio: es la extraña historia de cómo la
CFE apostó por una tecnología espacial estadunidense que terminó por
transformar, ecológica y económicamente, una zona que se pensaba perdida.
“La planta de la CFE se convirtió en una parte espantosa de nuestro
horizonte. Creo que hasta nos acostumbramos a vivir con ella, como si fuera la
planta nuclear de Springfield (…) aunque los filtros han disminuido la
visibilidad del humo”, dice José Emannuel Galera, presidente del grupo
ecologista Conciencia México AC, una agrupación local que por años ha combatido
activamente la termoeléctrica y que, como muchas otras organizaciones
ambientalistas regionales, ha demandado la disminución de sus emisiones, ante el
impacto visual que generaba.
La central, construida durante el sexenio de Luis Echeverría en la punta
norte de la bahía —de forma incomprensible en una zona con potencial turístico—,
era, en efecto, una mancha en el paisaje en de La Paz, con sus chimeneas
expulsando humo las 24 horas. La pluma era visible constantemente desde el
malecón. Por la mañana, los desechos se dirigían al noreste, hacia un campo
desértico fuertemente contaminado que tras años de depósitos terminó
desprovisto de vegetación y fauna. “Los turistas siempre nos han dicho que no
entienden cómo es que esa planta está ahí”, añade Galera.
El resto del tiempo, la columna se dirigía al oeste, al mar de Cortés, a
dispersarse en sus aguas. Pero por la noche, si el viento soplaba al sur, la
mancha podía cruzar la bahía, aterrizando de lleno en la capital del estado, en
sus comercios, hogares, muelles y playas. Su tamaño era tal que imágenes
satelitales de los últimos años han captado su grosor: parece una nube o un
banco de niebla. Es contaminación atmosférica.
Ante el impacto sobre La Paz, la CFE consideró a partir de 2000 la
posibilidad de desmantelarla y ubicarla en otro punto de la península. Una
comisión de investigadores, integrada por académicos de Harvard, la Universidad
Autónoma de Baja California Sur y la Universidad de Arizona recomendó en 2004
hacer todo lo posible por sacar la planta de la zona.
Pero por su tamaño, la mudanza resultaba poco práctica. De la central
dependen las principales ciudades del estado, no hay otras plantas que puedan
suplir su producción y moverla hubiera costado más de 200 millones de dólares.
La Paz estaba atorada con su central tipo Springfield.
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La descripción de Galera concuerda con la de otros: la zona “apestaba”. El
aire alrededor de la planta olía a huevo podrido gracias al contenido de azufre
del combustible usado para generar energía, además de que el tiradero municipal
no está demasiado lejos. Por algo le llamaban Punta Prieta: la tierra se había
ennegrecido por años de descargas industriales y nadie quería vivir ahí, al lado
de una planta de la CFE altamente contaminante.
Años después, Punta Prieta ya no es negra, gracias a la aplicación de un
binomio de tecnologías extranjeras. Si tuviera un color, sería el verde del
dinero. Hoy no sólo tiene un campo de golf de 18 hoyos, con sus respectivos
greens, trampas de arena, carritos eléctricos y turistas entusiastas golpeando
pelotas a la distancia —el primero patrocinado en Latinoamérica por Gary Player,
la firma sudafricana especializada en campos de gran turismo—, sino también
casas de lujo y una marina que se autodefine como “la mejor de México”.
Forma parte de Costa Baja, el fraccionamiento en desarrollo más caro de La
Paz, donde la tierra prácticamente se regalaba en el año 2000, a 20 dólares el
metro cuadrado, y que en menos de una década ha multiplicado su valor hasta los
250 dólares, de acuerdo con cifras del mercado.
Los turistas han comenzado a venir. Y se esperan más. Se rumora que el ex
presidente Vicente Fox y el empresario Manuel Arango, ex de Aurrera, son dueños
de parcelas importantes en este, el equivalente baja californiano a Punta
Diamante en Acapulco o Puerto Cancún, en Quintana Roo. Su administradora, Costa
Baja Resort Spa, ha comenzado a anunciarse en California, con la esperanza de
atrapar parte del mercado de turismo estadunidense que viaja habitualmente a Los
Cabos, en especial el de los yateros millonarios.
Nada mal para un terreno que hace 10 años era un yermo tóxico y que ha
replicado la historia de Santa Fe, en la Ciudad de México, de transformar una
zona inhabitable en una mina de oro. Cientos de lotes han comenzado a ser
delimitados en anticipación de una estampida de inversionistas en busca de una
casa de acantilado que, ya terminada, puede valer medio millón de dólares. O
más.
En la cima se aprecia el resto de la vista, el elemento que el desarrollo
vende como su fuerte: la bahía de La Paz, la marina con yates de lujo, el campo
de golf, montañas y lo más llamativo de todo, las chimeneas de la planta
eléctrica Punta Prieta de la CFE.
No ha sido decomisionada ni ha sido movida. Sigue funcionando como hace 10
años —cuando la zona era un baldío tóxico— lanzando emisiones a la atmósfera,
produciendo electricidad y usando el mismo combustible que hacía que todo oliera
a huevo podrido.
Millones de dólares han brotado en su sombra, justo al lado de una estructura
industrial que no hace demasiado era considerada la maldición de La Paz. Una
planta que llevó a la CFE a concluir en 2002 que “existe una incompatibilidad en
el paisaje originada por la visibildad de la pluma de los gases de combustión y
depósito de partículas derivados de la combustión sobre las instalaciones
turísticas.”
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Es una vista extraña. De todos los lugares posibles, las chimeneas 1 y 2 de
la central termoeléctrica se alzan justo al lado del green de entrenamiento del
campo de golf. Luis Rangel Parrodi, golfista profesional que entrena en el
campo, dice que con buen viento y un buen iron, se puede llegar a lanzar una
bola casi hasta la planta de la CFE, que continuamente emite un zumbido desde su
interior. Es el ruido de sus turbinas alimentándose de uno de los combustibles
más sucios del mercado, el combustóleo.
Pero ya no hay humo: la pluma blanca, que después se convertía en el banco de
neblina color carne, desapareció, luego de la instalación en 2007 de filtros
especiales que capturan la ceniza generada por la quema del combustible y la
aplicación de una tecnología conocida como “Dosificación e inyección especial a
las unidades generadoras de energía”, el concepto utilizado en un principio por
la NASA para incrementar la eficiencia de la combustión de sus cohetes. En
resumen, el combustible se quema de forma más adecuada y produce menos
emisiones. Como el motor de un automóvil bien afinado.
El uso terrestre del sistema fue adaptado por la firma Fueltech de Chicago a
centrales termoeléctricas —incrementando la quema de combustible y reduciendo la
visibilidad de la pluma 99 por ciento—, según afirma Luis H. Pulido, director
del área ambiental de Double V Holdings, empresa que adquirió los derechos para
la patente estadunidense en México. Es, en lo más parecido posible, un
convertidor catalítico de dimensiones mayúsculas.
“Logramos aplicar dos tecnologías de origen estadunidense para reducir la
visibilidad de la pluma”, explica el ingeniero, entrevistado en el green de
entrenamiento. “Empresarios chinos nos comentaron recientemente que estaban tan
impresionados que decidieron monitorear la planta vía satélite para tratar de
replicar su éxito”.
—¿Qué había aquí antes?
—Nada. Nadie quería estar en la zona por la fuerte contaminación que había.
La CFE hasta ganó un premio de innovación tecnológica interno por la control de
emisiones en esta planta.
Con un poco de suerte, la misma historia de transformar un baldío en una zona
de plusvalía puede aplicarse al otro lado del Mar de Cortés. La tecnología, cuyo
nombre oficial es Sistema de control de emisiones a la atmósfera, está siendo
instalada de acuerdo con la CFE en una central de las mismas características con
que operaba la de Punta Prieta.
Está ubicada en otro punto turístico al que se quiere rescatar de la bruma
color carne: Mazatlán. Los filtros y la tecnología de inyección de sustancias
químicas —que permite que la ceniza producto de la combustión sea amigable con
el medio ambiente al transformarla en un residuo no peligroso— estarán operando
hacia mediados de este año en un río que desemboca a la bahía.
Víctor Hugo Michel/La Paz, Baja California Sur