Es impecable el ideario de
Andrés Manuel López Obrador. Dice que falta un cambio verdadero en México, lo
que es indiscutible si uno ve el repudio que hay contra el gobierno del
Presidente Enrique Peña Nieto y el colapso de sus niveles de aprobación. Subraya
que se tiene que acabar con la corrupción y la impunidad, lo que ha sido un
reclamo nacional y de creciente beligerancia desde que brotó el conflicto de
interés presidencial con la compra de la casa blanca. Recuerda que hay mucha
desigualdad económica, social y pobreza, los tres ingredientes que han
provocado que un modelo de desarrollo económico que hizo crecer a muchas
naciones durante mucho tiempo, haya tenido como una externalidad la marginación
y el olvido de las mayorías. ¿Alguien podría estar en desacuerdo con esos
principios rectores para lo que quiere ser Presidente?
Nadie, por supuesto, pero no
lo es todo. Esas palabras las pronunció el lunes, cuando andaba de gira en
Hidalgo, y en vísperas del diálogo con el Consejo Mexicano de Negocios, el grupo
de los capitanes de la industria mexicana que tienen influencia en el 29 por
ciento del Producto Interno Bruto, como estimó en 2014 el Proyecto sobre
Organización, Desarrollo, Educación e Investigación. Los 37 empresarios que lo
integran son la élite empresarial mexicana, que integran una red corporativa de
142 empresas y comparten mil 459 asientos en sus consejos de administración.
López Obrador acudió a la convocatoria con ese grupo, algunos de cuyos miembros
se han enfrentado con él en fechas recientes. Iría, anticipó, “para que no haya
malos entendidos”, a explicar su proyecto de nación.
Precisamente ahí se encuentra
el corazón del diferendo. El proyecto de nación que plantea pertenece a un
mundo que dejó de existir en 1971, cuando el ideal de país que sueña López
Obrador, el desarrollo estabilizador, un modelo con una economía de mercado
donde el gobierno tenía un fuerte papel intervencionista mediante el gasto
público. Los objetivos de esa economía centralizada, estatista, por el papel
rector y promotor del desarrollo del gobierno, son los mismos que ahora propone
López Obrador. El modelo fue puesto en práctica por el Presidente Adolfo Ruiz
Cortines, tras la devaluación del Sábado de Gloria en 1954, cuando el peso se
fue de 8.65 por dólar a 12.50. El modelo empezó a naufragar en 1970, cuando el
bienestar no llegó a todos, la producción mediante la sustitución de
importaciones -que quiere regresar el candidato- llegó a su tope y el déficit
fiscal se amplió. El Presidente Luis Echeverría insistió en el modelo, que
defendía la paridad cambiaria, hasta que estalló con una devaluación en la
víspera de su último Informe, cuando el peso cayó a 22.88 unidades por dólar.
Las grandes críticas que han
hecho los empresarios a López Obrador en las dos últimas semanas -varios de
ellos miembros del Consejo Mexicano de Negocios-, se centran en esa visión
obsoleta del mundo. En Hidalgo dijo que les explicaría su proyecto y despejaría
sus dudas. El proyecto sigue sin convencer, y sus dudas prevalecerán hasta que
el candidato dé señales convincentes de que el discurso sobre el desarrollo
estabilizador, la sustitución de importaciones, regresar a los precios de
garantía para los productos agrícolas, dejar de exportar petróleo para producir
gasolinas y regresar el subsidio a los combustibles no es mas que retórica de
campaña, y que entiende que esas ideas son para sus fieles, no para la
realidad. Lamentablemente, eso no fue. Su proyecto de nación, como un botón de
muestra de lo disociado que está con la realidad, cuesta 4 mil billones de
pesos, es casi el 80 por ciento del presupuesto de 2018. Es imposible que
cumpla con sus ofertas de campaña, por más voluntad política y buenas
intenciones tenga.
López Obrador dijo que su
propósito sería ir “conciliador y con la mano tendida”, que lo fue en un
entorno de civilidad como el que existió, pero no de honestidad. En Hidalgo,
cuando la prensa le preguntó sobre qué haría si los empresarios con los que
habló, a algunos de los cuales ha llamado “rapaces”, le pidieran disculpas por
haberlos llamado “traficantes de influencias”, no reculó ni un instante sino al
contrario. De todo ello tenía pruebas, porque no acusaba en falso. El tono era
anticipo de lo que encontrarían en la reunión. Cada quien con su música; cada
quien con su partitura. Pero está bien, había dicho López Obrador, cada quien
tiene derecho a disentir, porque así debe ser una democracia.
Grandes palabras, pero
retórica hueca. Con él no hay derecho a disentir. La tolerancia no está entre
sus virtudes ni es un atributo de su núcleo duro. Quien piensa diferente es
acosado por sus legiones organizadas en las redes sociales controladas por su
equipo. Quien discrepa se va al ostracismo. Quien lo critica es denunciado con
epítetos descalificadores. Una larga cadena de juicios de valor denostadores
contra quien ha osado tener una opinión contraria a él, incluso entre sus
aliados más consistentes, fue publicada por Fernando García Ramírez en El
Financiero el 21 de mayo, quien apuntó: “Si ahora que está en campaña, fundando
la República Amorosa, agrede, insulta, calumnia, veja y ejerce su propia guerra
sucia, podemos imaginar lo que sería de llegar a ser Presidente de México”. En
efecto, como lo vieron los empresarios y aprecia cuando menos la mitad del
país, no son proyectos distintos, sino dos naciones diferentes: la del 2018, el
presente y el futuro, y la de López Obrador. El 1 de julio, esto es lo que
estará en disputa.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 06/06/2018 | 04:05 AM)
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