El
junior, le decían. Había crecido entre las manos encalladas de su padre y la
vida campirana. Esa tarde se llevó a una muchacha de la que estaba enamorado y
su papá le preguntó cómo le iba a hacer. Voy a ponerme a terminar la carrera,
apá. Él se sintió feliz: la familia y la joven los esperarían allá, en la
sierra, mientras él concluía sus estudios de ingeniería.
Le
pidió a su papá la camioneta para moverse en la ciudad y cada que podía, cuando
pasaban dos o tres semanas, regresaba a visitar a su familia y a esa morra
amada. Una de esas que regresó le dijo a su papá que estaba hasta la madre que
los policías lo molestaran. La camioneta no es de aquí, le decían. Le daban a
entender que era robada, que andaba de malandrín. A cada rato lo perseguían y
atoraban. Se la querían quitar. El padre se quedó pensativo. Se acordó cuando
había sido poli de la municipal: pura gente mala conoció.
Ese
fin de semana fue más corto y quedó en un amplio rincón de la memoria de esos
tres que se quedaron esperándolo en la serranía. La madre lo vio partir y le
dio la bendición. La esposa le dio un beso en la boca y el padre lo abrazó.
Sombras gordas parecían rondar aquella silueta mientras serpenteaba los caminos
de regreso. En lugar de los pinares, aparecían matas con espinas estorbando en
esos senderos.
Allá
conoció a una morra que lo correteó hasta conquistarlo. Él dejó de ir un mes a
ver a sus padres porque terminaba atisbando las cuevas y montes y montañas de
esa mujer. Ella le echaba el ojo a su camioneta. La quería para sí, más que al
junior. Él le dijo que se iba a regresar a la sierra cuando terminara la
escuela. Ella le respondió tú no te vas. Se puso celosa. La ambición plantó un
destello en sus ojos. Signo de pesos.
El
junior dejó de ir a la escuela. A sus progenitores y a la esposa que tenía en
la casa materna les extrañó. El padre bajó a buscarlo a la ciudad. En la
escuela le respondieron que hacía varios días que no acudía. En el lugar donde
vivía le informaron que tenía una novia, que se empedaba con ella y que había
noches en que no regresaba. Buscó en la policía, la Cruz Roja, los hospitales.
Y temeroso de recibir malas noticias, las funerarias. No dio con él y se
regresó: la lluvia de agosto asomó en sus oquedades y besó sus mejillas.
Aquella
mujer ahora pisteaba con sus amigos y cómplices. Traía la camioneta negra que
tanto le gustaba y en esas borracheras soltaba la lengua y se le aflojaba la
ropa. Terminaba con uno y luego con otro y otro. En sus confesiones de
borrachera y bacanal, ya sin poder sostenerse de pie, decía que ella había
sido. Que los matones le llevaron la oreja no más para confirmar que el jale
estaba hecho. Y les enseñaba las llaves de la Silverado: y todo en ella
tintineaba.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER VALDEZ/ 8 febrero, 2015)
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