viernes, 3 de febrero de 2012

ENCOBIJADO






Javier Valdez   
Tons qué, le dijo. Por última vez, Dónde está el cuerno. El dinero vale madres, no hay pedo. Pero el cuerno, ese sí. El muchacho estaba temblando y no de frío. Uno le apuntaba con una pistola. Otro le dio varios cachazos y le metió el cañón oscuro en la boca: un invasivo sabor amargo y cobrizo.


Tartamudeó. Yo yo yo. No no no. No sé. No sé co co compa. No sé nada. Le contestó el que tenía más cerca que se dejara de pendejadas. Te vamos a matar si nos sigues echando mentiras, pinche tacuache.

Lo envolvieron en una cobija a cuadros. Atado de manos con un mecate amarillo, de nailon. Los pies se los amarraron con una cinta adhesiva color café. La forma en que forraron su cuerpo con esa gruesa prenda, de cuadros verdes y negros, pudo recordarle a sus padres, los cuidados, su infancia. Pero no. La muerte estaba a tres palabras.

Quién fue, pendejo. Dilo. El Chute, oiga, fue el Chute. Soltó el llanto de un bebé en desgracia y abandonado. Cállate el hocico, cabrón. Si no aquí mismo te matamos. Le dio una cachetada y le pusieron los pies encima. Iba en el piso de la parte trasera del automóvil.

Les dijo quién y cómo era el Chute. Y dónde vivía. A ese lugar se dirigían. No lo supo hasta que escuchó las voces. Reconoció a los del barrio, los de la casa del que buscaban. El Chute salió disparado por la calle de atrás.

Allá va, allá va, gritó alguien. Se subieron al carro y lo persiguieron por las calles, entre casuchas de madera y lámina. El terregal de pisadas, el viento poluto, el polvo danzando con zapatos, tenis y neumáticos, metiéndose, anidando, en narices, boca, poros, ojos.

Gritos, frenones, arrancones, vueltas policiacas. Crac crac. Uno de ellos cortó cartucho. Aquí lo tengo, plebes. Lo tenía arrodillado, con la mirada baja y moqueando. Yo no fui, jefe. La neta. Quién fue, cabrón. Quién. Les dio todo. Igual lo envolvieron en una anaranjada. Lo ataron y lo pusieron encima del otro.

Habían estado ahí días antes. Se aventaron un jale. Fueron por uno y por otro y se los llevaron al patrón. Entre tanto jaloneo y prisas y las tensiones. Uno de ellos, el jefe de los matones, olvidó un cuerno de chivo y unos cuantos billetes. El dinero, pues ni modo. Ya se perdió. Pero el cuerno, ese no. Y fueron a buscarlo.

Se lo había regalado alguien muy querido. Le dio ese cuerno de chivo, con piezas de oro. Andaba piñado con el fusil. No lo podía perder.

Dieron con el tercero de los implicados. Lo subieron y los hicieron bola. Se dirigieron al sur de la ciudad. Hablaban de las morras, la droga, las rolas alteradas del movimiento alterado y toda esa enfermedad. Se detuvieron en medio de un fraccionamiento hueco y bajaron a los dos en un ancho camellón desértico.

Tiraron a dos al suelo. Se oyó otro crac crac. Pero no le jalaron. A chingar a su madre, cabrones. Y pobres de ustedes se voltean. Se quedaron ahí, atolondrados, chillando. Se desataron torpemente y quisieron correr. Se contorsionaban como gusanos. Aquellos dieron con el cuerno. Del tercer encobijado no supieron más.
26 de enero de 2012.

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