jueves, 10 de noviembre de 2011

CARAVANAS DEL CRIMEN


 


La ciudad deja pasar a los sicarios: matan a afis, preventivos y civiles

Javier VALDEZ
No hay ejército, policías, cámaras de vigilancia, retenes ni convoyes que los detengan: ellos siguen ahí, agazapados, esperando para dar el zarpazo, escupiendo fuego, ametrallando.
Como los mejores tiempos de la guerrilla urbana, los comandos de sicarios penetran la ciudad, surcan sus calles, ingresan y conviven en los cruceros; sacan sus armas, accionan, jalan, golpeteo, tableteo. Y el asfalto vuelve a teñirse.

Rojo, negro, gris, entre guarniciones de color amarillo, rayas blancas que dividen los carriles, camellones colmados de zacate, tierra y señalamientos viales. Ellos, los matones, entran, golpean, se van.

Y parecen construir otra ciudad: la que les abre el paso, la que los deja ir, la que los mira sin mirar, la que los convierte en entes, fantasmas, sombras etéreas. Mientras, a los alrededores, los militares y policías patrullan en otro pavimento, otras calles y cruceros, traspasando los rojos de otros semáforos.

En un Culiacán los del Ejército sitian, catean, tienen retenes, mandan en las escenas del crimen, ordenan a policías y operan por su cuenta. En el otro Culiacán los narcos tienen sus aposentos. Los narcos no son vistos, pero por ahí andan. Los narcos no son grabados por las cámaras de videovigilancia ni son detenidos ni perseguidos.

Dos culiacanes. Dos. Muchas ciudades y víctimas. Mucho miedo: miedo que se respira y transpira, que agranda los ojos, que atemoriza, enclaustra, encarcela, secuestra, hace sudar, temblores, rodillas quebradas, piernas flácidas, llantos.

Llantos como secos. Esos de las familias de los agentes de la Policía Estatal Preventiva ultimados junto a otros tres de la Agencia Federal de Investigaciones. Un centenar de elementos de las corporaciones ultimados a tiros este año. Una veintena de federales caídos. Llantos sin lágrimas porque en lugar de ellas salen gritos y las siluetas se desvanecen bajo los arbotantes, las personas son traspasadas por los fanales de los automóviles. Las siluetas, de carne y hueso, vivas, experimentan sus muertes frente a la muerte de otros, del hijo, el esposo, el hermano.

Por qué. Por qué. Gritan. Ahí, por el bulevar Zapata, frente a un centro comercial, una nueva zona de “ajuste de cuentas”. Ellas llegan en un automóvil chico, blanco. Bajan tres o cuatro. La que parece la madre reclama. La que parece esposa les echa de la madre a los federales. El que parece hermano lo llama por su nombre. Se asoma, no está.

Uno de los federales lo encara. “No me grites”, le dice. “No me faltes al respeto”. Pero el joven está más allá. Porta la muerte de su hermano y amigo, del agente fallecido. “Su cuerpo, dónde está”, preguntan. Y el uniformado ahora sí es valiente, les dice que no le griten, que se calle. Pero no se callan. Le dicen si tú estuvieras en mi lugar. Y él sigue hablando de respeto. Ellos de muerte.

Esa muerte tuvo saldos en las calles y carreteras. En los parajes baldíos. La ciudad es un baldío. Uno sangriento. Otros cuatro en Navolato. El Batallón, la carretera, una camioneta: unos apilados, otros sobre el acotamiento de la rúa. Sin nombres, torturados, oquedades secas, extintas.

Las calles solas. Solas de noche. La feria ganadera sola. Ellos ahí, se ufanan. Tienen para varias horas con la tambora. No quieren fotos. Agraden con las miradas. Los “polis” los ven, no dicen nada.

Allá van. Son caravanas de la guadaña. Tienen permiso. Disponen de vidas. Disparan la muerte. Calle Leona Vicario, colonia 6 de Enero. Otros cuatro. Tres de ellos dentro de una vivienda, uno más quedó tirado, en medio de la calle. Los fusiles de asalto rugieron. En los alrededores se instaló el eco. El miedo llegó. Horas después, días después, sigue ahí, en los tímpanos, en las personas asiladas dentro de sus casas.

Fin de semana. Los bares solos, los “téibol” solos, las plazuelas solas, la ciudad sola. Sola para que lleguen y escupan fuego, entren, disparen, golpeen, huyan. La ciudad dispuesta para que se sirvan. Dispongan de vidas. Bufet de víctimas. La ciudad, esa masa de asfalto, de luces, de humanidad sin ciudadanía, de ruidos, toda ella, zona de ajustes.

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