Era muy loco. Loco, loco,
loco. Agarraba la avioneta para buscar chamanes en Oaxaca o en cualquier
serranía. Dieron con la máxima, la gurú de los hongos alucinógenos, y les dio
una buena dotación para esos viajes sin motor ni alas ni paracaídas de emergencia:
el mismo paracaídas que no le había funcionado a él, después de andar por la
cúspide del negocio de las drogas y caer estrepitosamente hasta su nadir.
Y le gustaban los hombres. Narco
joven y bien parecido, desmadroso y ocurrente y travestido cuando le entraba a
todo. Empezaba con el ron y el güisqui. Luego le daba al tequila y la mota. Lo
que seguía eran las hipodérmicas donde fuera: entre los dedos, en la panza o en
aquellos senderos venosos, negros e incendiados. Napalm en las arterias. Salta
morena, gritaba. Salta. Mientras le daba fuertes y sonoras palmadas a la rosa
extremidad.
Andaba en la farándula. Se
toqueteaba igual con los guitarristas de los mejores escenarios internacionales,
que con los actores de las telenovelas de éxito. El dinero entraba y salía como
la comida y bebidas que engullía y los gases expedidos tan voluntaria como
involuntariamente.
Subía y bajaba en los
negocios, como en los aeroplanos. Tenía momentos de escandalosa riqueza y otros
en que de plano apenas le alcanzaba para echarle gasolina a sus Cadilac. Pero
cuando le iba bien nomás se enfiestaba durante días y semanas. Y sus allegados,
aprontados y amigos lo sabían porque luego luego les anunciaba: vamos haciendo
una fiesta. Una fiesta que dure un chingo. Un mes.
Esa noche cayeron muchos a la
mansión a ratos destartalada, y a ratos reluciente y lujosa. Hombres de todo
tipo, mujeres de pasarela y vagas. Aves nocturnas. Animales del drenaje oscuro
y de luz lunar. Insectos bípedos y envenenados, enervados de tantos tóxicos y
líquidos y pastillas y humos y viscosidades. Él vestido de mujer. Pocos sabían.
Dos hombres lo atoraron en el baño: le dieron una cachetada y le preguntaron
por él. No sabían que estaba escondido bajo ese maquillaje, esas prendas, esa
falsa voluptuosidad. Sacaron una pistola y le apretaban el cachete con el
cañón. Dónde está este cabrón, habla pendeja.
Trajeron a otro que era su
amigo. Si no hablas te mato. No habló y lo degollaron. Lo vio morir y en un
descuido de sus captores salió corriendo, tropezándose consigo mismo. A partir
de ahí decidió dejar la droga pero no el travestismo. Entró a un centro de
rehabilitación. Ya no lo vuelvo a hacer, loco. Ya no. Se le subieron los
colores y su rostro no requirió cosmético Chanel.
Ayer salió de rehabilitación
y volvió a inyectarse. Se puso un pedón con un veinticuatro de maiquelob. Ya
dijo que mañana intentará de nuevo dejar las drogas. O tal vez pasado mañana. O
la siguiente semana.
Columna publicada el 10 de marzo de 2019 en la edición
841 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 12 MARZO, 2019)
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