El arranque de la campaña de
José Antonio Meade era anunciada con trompetas heráldicas como la vuelta a la
tuerca en su lucha por la Presidencia. Cambio de estrategia y ajustes en el
equipo. Era un mensaje que, en el fondo, una parte del equipo no creía. Estaban
tan seguros que iban a ganar la elección, que se repartían puestos en las
secretarías de Estado y perdían tiempo en intrigas internas como si fueran en
primero y no en tercer lugar. El candidato no frenaba esa voracidad, y sus
intentos por sustituir a Enrique Ochoa como líder del PRI, eran rechazados por
Aurelio Nuño. Sus observaciones para hacer más claro el deslinde del Presidente
Enrique Peña Nieto, sin rompimiento, también eran impedidas por Nuño. “Eso no
va a suceder nunca”, decía.
La estrategia le pertenecía a
Nuño. Así lo decidió el Presidente Peña Nieto, que jugó con las emociones de
los aspirantes hasta la víspera que trascendiera el destape. Un mes antes, el
Secretario de Salud, José Narro, pensaba que él sería ungido por la forma como
lo trataba Peña Nieto y las cosas que le decía. Quince días antes de la unción,
Nuño, según ex colaboradores, era quien estaba seguro que sería él, por como el
arropamiento del Presidente, que lo veía como el hijo maduro que no tenía, que
como moneda de cambio recibía incondicionalidad.
Meade era el escogido, pero
jugó con él. Cuando lo convocó a Los Pinos el 25 de noviembre, el aún
Secretario de Hacienda no sabía a qué iba. Llegó al acuerdo con la
incertidumbre si lo iba a nombrar gobernador del Banco de México o candidato.
Personas que vieron a Meade esos días recuerdan que sufrió mucho, como si Peña
Nieto hubiera querido asegurar su eterno agradecimiento. Al salir horas después
de Los Pinos, llevaba la candidatura en la bolsa pero también los compromisos. Nuño
y su amigo Ochoa, líder del PRI desde julio de 2016, iban en paquete.
El diseño de la campaña vació
de priismo lo que rodeaba a Meade, y el arranque fue sin su cobertura. Peña
Nieto le quitó al candidato voz y voto en la selección de candidatos, y lo
despojó de fuerza para decidir el futuro de los priistas, con lo que no compró
lealtades. Ochoa desatendió el trabajo de tierra y con Peña Nieto y Nuño,
repartieron las candidaturas entre amigos, familiares y protegidos, para
garantizarles vida transexenal. Los priistas que se sintieron excluidos,
comenzaron a torpedear a sus dirigentes.
La campaña aceleró su picada
y Meade exigía el relevo de Ochoa hasta que, convertido en lastre,
desprestigiado en la opinión pública y repudiado hacia el interior del partido,
fue sustituido. El cambio por René Juárez llegó muy tarde. Nuño se quejaba de
que Meade frenaba algunas de sus decisiones y dudaba en otras, lo que afectaban
el ritmo de la campaña. Pero otras acciones para mejorar la campaña, nunca
fueron consideradas. Estaba obsesionado con López Obrador y optó por una
campaña de miedo. Había funcionado bien en 2006, y a jalones en 2012. Pero en
2018, el miedo ya no era López Obrador, según las encuestas, sino a que el PRI
repitiera en la Presidencia.
El equipo de mensaje y
opinión pública encabezado por Rodrigo Gallart, nunca pudo separar al Meade
ciudadano de Peña Nieto, ni leyó adecuadamente los resultados que arrojaban las
encuestas, donde el repudio era contra el Presidente, no contra López Obrador.
En el cuarto de guerra no veían la realidad de las calles. Tampoco lo que
sucedía en el PRI. Desde el principio, el cálculo de Nuño y Ochoa era que el
“voto duro” priista les daría al menos 25 por ciento del sufragio. Nuño no
reconoció que ese voto abandonó al PRI en 2015 y 2016, cuando los priistas
votaron en masa contra sus candidatos en protesta por reformas que los
excluyeron. Puso oídos sordos a lo que sufrieron para ganar en el estado de
México, y cuando se le mencionaba que el PRI había perdido ante Morena por 56
mil votos, fue la coalición con el Partido Verde y Nueva Alianza salvó de la
derrota a Alfredo del Mazo, respondía: “¡Qué importa eso, ganamos!”. Pero la
historia se repitió.
Nada de lo que hacían
mejoraba, la tendencia de voto no subía. Meade incorporó a Vanessa Rubio como
jefa de su oficina, y reclutó de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores a
Jaime González Aguadé, para que tejiera relaciones con los empresarios. Con Rubio
ganó orden su oficina, pero trabajo no suple experiencia y, según miembros del
cuarto de guerra, su novatez afectó la implementación de estrategias. González
Aguadé tampoco hizo su trabajo, ni los convenció que era Meade, no Ricardo
Anaya a quien debían apoyar.
Nuño se mantuvo en su línea:
atacar a Anaya de corrupto, y pintar apocalíptica una victoria de López
Obrador. Con esto, continuó hundiendo a Meade. Los mensajes de Gallart eran
pompas de jabón. La estrategia digital diseñada por Alejandra Lagunes,
protegida de Peña Nieto desde Los Pinos, naufragó frente al ejército
lópezobradorista. “Nos dan pena”, decía un estratega del candidato ganador.
“Nunca entendieron de qué se trataba esta elección”. Era el cambio, no
continuidad, el clamor del electorado.
El equipo del Presidente
parecía una quinta columna. No eran traidores. Eran inexpertos que pensaban que
estaban haciendo las cosas correctamente. Nuño no escuchaba opiniones. Trabajó
endogámicamente mientras la campaña se pudría. Peña Nieto apoyaba. En privado,
López Obrador decía con sarcasmo que parecía que Nuño trabajara para él. La
humillación en las urnas, visto bajo esta óptica, estaba cantada.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/
06/07/2018 | 04:04 AM)
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