Hacia las seis de la tarde
del domingo, en su oficina en el PRI, José Antonio Meade se reunió con su
kitchen cabinet. Después de revisar las encuestas de salida, les dijo que
pasadas las ocho de la noche, cuando el consejero presidente del INE, Lorenzo
Córdova, diera su informe sobre la jornada electoral, reconocería su derrota y
felicitaría a Andrés Manuel López Obrador. Aplicaría uno de los escenarios que
elaboró en sus oficinas privadas en San Ángel cinco días antes. Aurelio Nuño,
coordinador de la campaña, guardó silencio; ni apoyó la iniciativa, ni la
objetó. Julio Di Bella, asesor de imagen, sugirió esperar los resultados oficiales.
No sería un acto responsable, atajó Meade. Reconocer al ganador legitimaría el
proceso y despresurizaría el entorno, agregó. Después de ello, ya no hubo
objeciones, y menos de dos horas después, así lo hizo.
Imponer su voluntad a partir
de argumentos no fue algo que pudiera hacer durante la campaña. Desde un
principio fue rehén del Presidente Enrique Peña Nieto, quien revisaba dos veces
por semana la estrategia con Nuño, a quien impuso como coordinador de la
campaña y, hasta que reventó, con Enrique Ochoa, quien era presidente del PRI.
Entre los tres tomaron decisiones que ignoraron por completo lo que el
electorado estaba gritando en las encuestas: el cambio, y su proclividad a
votar por quien mejores posibilidades tuviera de derrotar al candidato del
gobierno. Al final de la campaña, Nuño admitió que nunca calcularon el tamaño
de la molestia contra el Presidente.
El malestar del electorado
fue expresado varias veces en el cuarto de guerra por diversos militantes, pero
los ignoraron. Nuño tenía en la cabeza una estrategia que no admitía, en los
hechos, caminos alternativos. Personas que participaron en el cuarto de guerra,
mencionan como el principal factor de la debacle a Nuño, por haberse empecinado
en una campaña a partir de su fobia contra Andrés Manuel López Obrador, y por
haber llevado como elemento central del discurso, la defensa de la Reforma
Educativa. “Nuño no hizo una campaña para Meade, sino para él mismo”, describió
uno de los miembros del equipo.
La estrategia se desarrolló a
partir de dos premisas: el adversario era López Obrador, pero para poder
competirle tenían que quitar de en medio a Ricardo Anaya. El planteamiento era
correcto, porque Anaya y Meade disputaban el mismo electorado, en términos
demográficos, socioeconómicos, de género e ideológico. Sin embargo, la
implementación fue un desastre. Nuño y Ochoa plantearon el combate a Anaya a
partir del ataque frontal con la acusación de corrupción, sin alcanzar a
comprender que durante cinco años, la corrupción se asoció con el gobierno
peñista, no con su rival. Ignorar el hecho que su principal arma era un
búmeran, los llevó también a no ver los segmentos del electorado que al aliarse
Anaya con el PRD, dejaron libres, como los sectores conservadores de la
sociedad. Mikel Arriola, candidato del PRI al gobierno de la Ciudad de México,
ganó 7 por ciento cuando se refirió a temas con los que se identificaban.
Nuño y Ochoa estaban
obsesionados en alcanzar a López Obrador, mediante la construcción del voto
útil para Meade. Trabajaron con encuestas hechas a modo que difundieron en
medios que las publicaron mediante esquemas de publicidad, y que fueron
utilizadas por la campaña para demostrar que, en efecto, su candidato iba en
segundo lugar. Nunca se logró modificar esa percepción porque las casas
encuestadoras con prestigio, a las que atacaron continuamente, casi nunca
tuvieron a Meade en el segundo lugar.
El mensaje contra Anaya no se
cambió. No lo vieron, ni los estudios para encontrar cuál debía ser el mensaje
funcionaron. Para ello, Nuño utilizó una estructura paralela que cobraba en Los
Pinos. El más importante de ellos era Rodrigo Gallart, conocido de Nuño de la
Universidad Iberoamericana, que fue su asistente en la campaña presidencial de
2012. Sin conocimientos técnicos estadísticos o matemáticos, Nuño lo
responsabilizó de las estrategias de comunicación y manejo de encuestas, que
empezó a hacer para la campaña con autorización de Peña Nieto.
Gallart reportó que los
grupos de enfoque concluían que lo que más quería el electorado en un candidato
era la honradez, y la corrupción no era relevante. El atributo de honradez
planteado reiteradamente por Meade, nunca penetró en el electorado, y en los
careos frente a otros candidatos, siempre quedaba como el más deshonesto. Nuño
encargó los grupos de enfoque a Gabriela de la Riva, especializada en análisis
cualitativo. De la Riva cobraba en la campaña de Meade, y también hacía las
encuestas para el Consejo Mexicano de Negocios donde sus resultados arrojaron
casi siempre ventaja de Anaya sobre Meade. Es decir, producía estudios para los
empresarios, que contradecían los resultados de los grupos de enfoque que
organizaba para Gallart.
De la Riva y Gallart
aportaban los insumos que quería oír Nuño para que Ochoa, su artillero de
cabecera, atacara a Anaya. Todas las imputaciones de corrupción frenaron el
ascenso de Anaya pero no lo descarrilaron. La corrupción mayor no se le
acreditaba a él entre el electorado, sino al gobierno peñista, cuyo lastre no
vieron hasta que los comenzó a arrollar. En el tercio final de la campaña
decidieron dejar a Anaya y voltearse contra López Obrador. Muy tarde. Nuño ya
había despilfarrado todas sus armas. Ochoa salió a destiempo del PRI y se
corrigió la campaña de tierra. Mejoró el discurso, sin atacar el cáncer, Peña
Nieto, su gobierno y la corrupción. La magnitud del voto de López Obrador,
enfatizó el enorme fracaso en la estrategia de la campaña presidencial diseñada
por Peña y Nuño.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 05/07/2018 | 04:05 AM)
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