La gran propuesta de Andrés
Manuel López Obrador si gana la Presidencia, es un cambio de régimen. No
planteado como un cambio de sistema de gobierno, sino como una modificación al
conjunto de normas que rigen a la
sociedad. Lo sintetiza como el fin de la corrupción, los privilegios y
al tráfico de influencias de “la mafia del poder”. Su retórica, sin embargo,
contradice su otro discurso, el de amor y paz, el que gobernaría mirando por el
retrovisor -porque no tendrá tiempo- para ocuparse de ello- y que no perseguirá
al Presidente Enrique Peña Nieto ni a otros miembros de su grupúsculo que
asaltaron el poder. No significa que los dos discursos sean excluyentes, pero
si los mantiene en paralelo como acción de gobierno, va a fracasar.
Cambiar lo que hicieron
gobiernos anteriores es una promesa gastada. Vicente Fox contendió en 2012 con
la agenda de cambio y generó la expectativa de que iba a perseguir, como dijo
su Secretario de la Contraloría -hoy Función Pública-, Francisco Barrio. Dos
cercanos colaboradores, Adolfo Aguilar Zínser y Jorge Castañeda, presionaban
para ajustar cuentas políticas y penales con el pasado para poder construir
sobre sus cenizas, pero fueron derrotados por quienes pensaban que habría que
gobernar hacia delante, sin mirar atrás.
El régimen no cambió y 18
años después, otro candidato con posibilidades reales de ganar, enarbola la
misma bandera. Sin embargo, a diferencia de Fox, López Obrador no está
esperando a sentarse en la silla presidencial para cambiar de parecer. De
antemano afirma que no perseguirá a sus antecesores. La promesa de tranquilidad
para Peña Nieto en los primeros años tras su sexenio es algo que se ha vuelto
inusual al cambiar de partido el poder, donde el motor del voto
antigubernamental en la campaña ha sido el ajuste de cuentas con quienes
violaron la ley y excedieron sus responsabilidades y funciones.
Las afirmaciones de López
Obrador no impiden que se persiga a miembros del gabinete de Peña Nieto, en
caso de que llegue a la Presidencia. Se puede entender el guante suave con Peña
Nieto y su falta de beligerancia contra el Presidente en que una elección
presidencial se le escapó de las manos (2006), entre otras cosas, por insultar
al Presidente Fox, que le quitó los puntos porcentuales que requería para
ganarle a Felipe Calderón.
Eso no impide que el gabinete
peñista podría ser sometido a revisión y eventual acción, por ejemplo en casos
donde hay investigaciones en curso, como sobre Rosario Robles y el equipo
cercano que la ha acompañado a su paso por las secretarías de Desarrollo Social
y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, así como sobre la gestión de
Emilio Lozoya en Pemex, donde acelerar la conclusión de averiguaciones
mandarían el mensaje correcto de que la impunidad se acabó.
Sin embargo, si esto llegara
a suceder, sería un regreso al pasado, donde en las transiciones entre
gobiernos priistas se construía legitimidad y distancia de la anterior
administración investigando y, casi siempre, metiendo a la cárcel a prominentes
funcionarios del sexenio anterior. En los gobiernos priistas no se hablaba de
un cambio de régimen, pero las consecuencias eran idénticas a las que está
buscando López Obrador. Gatopardismo puro, como era modus operandi del viejo
PRI, y no cambios radicales ni de fondo sobre el régimen.
De ganar la Presidencia,
López Obrador ha planteado sin decirlo así, un gobierno de transición
reformista, no revolucionario, con toques cosméticos. Aunque en este espacio se
ha cuestionado el discurso del candidato panista Ricardo Anaya sobre un pacto
de impunidad entre Peña Nieto y López Obrador para que a cambio de tranquilidad
jurídica para el Presidente se apoye al candidato de Morena, los hechos y las
palabras le dan verosimilitud a las denuncias. López Obrador se ha visto
forzado a endurecer su discurso contra el Presidente, pero los matices de los
últimos días no cambian la dirección de sus puentes transexenales para que Peña
Nieto pueda dormir bien.
Lo que ha planteado hasta
ahora López Obrador es una continuidad sin ruptura, pero no puede verse que ese
encapsulamiento podría ser mantenido una vez en el gobierno, de ganar la
Presidencia. El discurso se puede mantener durante el periodo de transición
para que sea terso, pero ni Peña Nieto ni su equipo debería de sentirse
tranquilos. El país que recibirá López Obrador -o quien gane la Presidencia-,
enfrentará desafíos que no tuvieron Fox, Calderón o Peña Nieto, con un Presidente
bélico y bipolar en la Casa Blanca, cuyas acciones comerciales han generado
inestabilidad en los mercados durante más de un año y medio. La incertidumbre
no ayuda al pobre crecimiento en México y refuerza las restricciones
presupuestales que encontrará quien se siente en la silla presidencial.
La continuidad sin ruptura se
refiere a las personas, no al modelo de país. En este caso, lo que busca López
Obrador es una revolución ejecutiva y legislativa para cambiar a la nación de
riel y de rumbo. Aún con mayorías legislativas que pudieran facilitarle la
mayoría calificada para hacer los cambios constitucionales que desmantelen las
reformas, no va a ser rápido ni fácil, tiempos y ritmos que chocarán con la
celeridad con la que las altas expectativas en el electorado desean que se
realicen todos los cambios prometidos. Esa presión del electorado, ante un
político químicamente puro, puede llevarlo a cambiar la continuidad sin ruptura
y transformar su idea original. Si para salvarse él y su gobierno, hay que perseguir
a Peña Nieto, que nadie dude que ese camino es el que tomará. Después de todo,
ese sí sería el cambio de régimen anunciado.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 20/06/2018 | 03:00 AM)
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