Hay dos muertos, avisaron.
Los levantaron en la colonia y se los llevaron al monte. Allá aparecieron,
lejos de las milpas y el canal de riego, boca abajo y muy cerca uno de otro.
Dicen que es Alberto y su hijo. Que encontraron dos identificaciones y que viven
aquí, en la Hidalgo. Así lo dicen los domicilios escritos en las credenciales.
Por eso le dijeron a Paco.
Paco, Paco. Te tengo una mala noticia: parece que mataron a Alberto. Y eso no
es todo. También a su hijo. Cuentan que los levantaron. Que iban a la parcela y
los agarró un grupo armado. Ahí, cerca de su casa. Pero no lo tengo confirmado.
Lo que pasa es que las direcciones coinciden y me acuerdo que Alberto siempre
iba con su hijo pa todos lados. Tengo miedo que sean ellos.
Fue la llamada que recibió
Paco. Atónito y choqueado. Paco solo alcanzó a decir no puede ser. La persona
que le había llamado era conocido de él pero más amigo de Alberto. Dijo que
haría unas llamadas, pero discretamente. No quiero que esto se convierta en un
mitote y que la gente se espante y la noticia llegue a sus familiares sin estar
plenamente confirmada.
Hizo una llamada. Domingo, en
la mañana. Sonó siete veces el timbre del teléfono y nadie contestó. Han de
estar dormidos. Se le hizo raro. Alimentó su espanto. Se le ocurrió que podía
llamar a alguien más, también de confianza. Y lo hizo. Entró directo al buzón.
Sintió que se le derritieron los músculos de las piernas y buscó dónde
sentarse. Su preocupación aumentó.
Qué hago. No les contó a su
esposa por la misma razón: que no se espante ni se le suba la azúcar ni empiece
de nuevo a fumar. Pensó en ella y luego en Alberto y todos los amigos. Las
borracheras en ese bar de buena muerte y mala vida, emanando de esos sobados
diapasones y la embocadura del sax barítono. Jazz, boleritos, cumbias sabrosas.
Y Alberto gritón, centellante, amigable y siempre tibio: toda una placenta para
refugiarse. Además, alto y generoso y honesto y bueno para engullir los yoni
guolquer etiqueta negra.
Ay no. Y aparecieron los
nublados en sus oquedades, bajo la frente. No puede ser. Llamó de nuevo luego
de pensarla cinco veces. Sonó y sonó. A la cuarta le contestó el Cuate. Oye
Cuate, disculpa que te moleste en domingo y tan temprano. Paco ceremonioso y
temblando, tratando de posponer la pregunta inevitable. Fíjate que me dijeron
que… qué sabes de Alberto. Nada, qué voy a saber. Aquí anda el güey, me
despertó para ir a la birria.
Paco recuperó aire y colores.
Uff, qué bueno. Ya me había espantado. Al día siguiente fue a la tienda de la
esquina. Cerrada. Dos días después volvió. La señora que durante años ha estado
ahí, atendiendo, vestía de negro. Llorosa. Qué pasó doña Chelo. Ay Paco. Cómo
se lo digo. Estoy triste: me mataron a mi hijo y a mi nieto.
Columna publicada el 17 de junio de 2018 en la edición
803 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 19 JUNIO, 2018)
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